Estenopeica
No conoce nada. No conoce nada y le aterra todo, pero aún así decide ponerse la correa por encima de la cabeza, sobre el cuello. Se calza esas zapatillas que sabe debería haber tirado hace tiempo, las mismas que la vecina dijo podía donar a Cáritas, con ese tono donde parecía indicar que aquello era una especie de tarea similar a la experiencia de Heinrich Harrer en “7 años en el Tíbet” sumada a la impronta de una organización al estilo Médicos Sin Fronteras. “Doná las zapatillas, te equivale a 10 años de estudios en medicina y la dedicación desinteresada de llegar a lugares donde nadie se atreve a llegar para de esa forma poder ayudar a gente que lo necesita de manera imperiosa”.
El pasillo tiene la longitud suficiente para que se replantee unas 3 veces si lo que estaba haciendo no era una ridiculez. Esa caja en el pecho, la correa alrededor del cuello, y casi que la lente era una brújula, aunque se sentía más como un imán que se encontraba en el Golfo de Adén. De todas maneras el optimismo se creía generoso ese día y él no iba a negarle las migajas de serotonina que estaba dispersando en su cabeza, era la única forma de lograr algo después del letargo que experimenta de manera periódica.
Una vez afuera, el desafío más grande: llegar al foco del objeto observado sin que le importe ser observado él mismo. Lo logra pero le tiemblan las piernas y vuelve al sentido de ridiculez que toda su vida implantó cual semilla en ese suelo fértil para la inseguridad, esa tierra que él trabaja diariamente de sol a noche. El obturador ya hizo su click, ¿qué más había que pensar? Porque luego de la captura sintió las mejillas ardiendo, como si hubiese tomado un trago del ron cubano que había comprado en el supermercado coreano de la vuelta. Sabe que aún queda mucho por hacer afuera, pero haber salido airoso de este primer paso le dió la esperanza de que todo iba a estar bien.
El cordón asfáltico le habla. “Mirá, podés cruzar esto y grabar la imágen que quieras, pero tené cuidado porque si no prestás atención te llevan puesto, y ya bastante boludo sos caminando por la vereda”. Él no se inmuta, sabe que el cordón dice la verdad, pero el nuevo brillo que encontró en sus ojos después de oprimir el disparador por primera vez es avasallante. Ya habían pasado 3 años desde que sintió por última vez un subidón de adrenalina similar. Ya habían pasado 3 años desde que, después de tomar otro ron cubano, probablemente comprado en otro supermercado coreano, volvió a casa riendo de la mano de ese pibe que le había prometido podía quedarse durmiendo sobre su pecho, pero que por la mañana tenía que irse a trabajar, que no tome eso como un signo de escape. Sin embargo la mañana llegó y ese fue el último contacto que tuvo con el pibe. Poco después comenzó otro de esos periodos letárgicos que ya casi conocía con precisión micrométrica.
Vuelve. Autorretratos en vidrieras opacas abarrotadas de chachkis y baratijas, la casual toma de una madre con su hija en pleno proceso de traslación, el viejo solitario que todos los días a las 3 se sienta en el banco izquierdo de norte a sur. Sólamente la primer captura le había generado una satisfacción verdadera. El resto del recorrido se desarrolló con más naturalidad de la que esperaba pero aún así, habiendo vencido adversidades de la ansiedad, se sentía poco satisfecho. Únicamente el scanner terminaría revelando ese primer fotograma del negativo, y sólo ahí él podría volver a recaer en esa experiencia, una y otra vez, de manera obsesiva.
Quizás en un futuro más experimentado pueda prolongar ese momento con una estenopeica, eso si la corriente urbana vuelve a permitírselo. Eso si el optimismo vuelve a creerse generoso y le cede algunas migajas de serotonina, cual señora paqueta se cree generosa por donar un par de zapatillas mugrientas y rotosas.