Los Domingos no son generosos conmigo

Nicolás J. Engler
Postales de la tormenta
3 min readMay 29, 2019

Caminábamos por la vereda angosta, mientras los adoquines bailaban bajo nuestros pies al ritmo del zapateo asincrónico. La librería no quedaba cerca, tampoco lejos, sino que era de esas distancias incógnitas que uno a veces pondera si realmente vale la pena hacerlas caminando. Si lo hiciera solo, seguramente estuviese acompañado de mis auriculares y, en ese entonces, un cover de “In the Aeroplane Over the Sea” de mi artista extranjero favorito, pero si la elección se ejecutara hoy y ahora seguramente sería algo misantrópico y pesimista.

La vista periférica me permitía ver todo aquello que temo, y a su vez eso que creo anhelar de manera inconsciente aunque seguramente me aburra años después. Quizás sea que estaba un poco aturdido de la noche anterior, ninguno supo qué paso ni por qué estábamos insistiendo en eso siendo que los mambos seguían presentes por alguna razón. El hacer oídos sordos a mis instintos no sirvió de nada, claramente.

Mientras seguíamos la marcha, una cochera me llama la atención y lo chabacano de ella me paraliza al punto de querer salir corriendo en la dirección opuesta. Ni pensé en cruzar miradas con ese muchacho que estaba lavando su camioneta, mientras la hija lo miraba sentada en el umbral de lo que, asumo, era su casa. Lo único que quería hacer antes de salir corriendo hacia la otra calle era gritarle “No, piba. Rajá de esa, no te quedes ahí”. Al hombre no quise mirarle porque tuve miedo de que me contagie eso que podia ver en los movimientos de sus brazos mientras pasaba de manera mecánica un trapo sobre el coche. ¿Qué es de lo ordinario que me espanta de sobremanera y a su vez quiero con tanto fervor? Es muy probable que la compañía haya influido esa tarde, no lo niego, pero el sentimiento está arraigado en mi núcleo de una manera bastante intensa. Hice fuerza, apreté mis puños y pasé por al lado de esa escena. Sentí una ráfaga de viento helado atravesarme todo el cuerpo. “¿Estás bien?” me preguntó, mientras yo volvía a abrir los ojos. Ojalá me preguntara eso de nuevo en este instante.

La conversación trivial siguió hasta que llegamos a la librería. El polvo de los estantes en la entrada y la humildad de la sala donde se realizaba la feria lograron hacer pulsar mis ojos mientras se reajustaban a la luz del interior del lugar. Encontró un libro que automáticamente trajo al rincón donde estábamos, y de esa forma comenzó a disertar sobre la importancia que tenía, su influencia, y cómo le gustaría que lo lleváramos. Automáticamente pensé en comprarlo, claro, pero como primero tenia que despedirle lo dejamos sobre una batea mientras nos íbamos de nuevo a la puerta. El plan era reingresar y llevar el libro, pero como una especie de metáfora maquiavélica, cuando volví a buscarlo, otra piba ya lo estaba guardando en su mochila. Reí por dentro, casi como si supiera que era una especie de presagio dentro del sinsentido cósmico.

Vuelvo al presente, dejo la computadora semiabierta para que el gato no pise sobre el teclado y contamine estas palabras con sus instintos bestiales. Al mismo tiempo que me levanto para poner el agua a calentar, suena el portero eléctrico y, luego de atender, del auricular sale una voz robótica que me anuncia que tiene un paquete para mí. Mientras me pongo las pantuflas sobre las medias llenas de agujeros, el gato se sienta al lado de la computadora, mirándome de forma desafiante — ¿alguna vez ganaré esta disputa de poder por sobre las superficies? — y me dirijo con paso acelerado a la puerta del edificio. La voz robótica de repente tiene una cara bastante humana, si bien malhumorada, y me pide que deje un registro caligráfico en una planilla tan blanca que brillaba (todo sea para indicar mi conformidad con la entrega). Después de marcar ese territorio burocrático, me llevo el paquete al interior de la casa, y entro casi sin aliento. Otra vez logro tener el libro en mis manos, como en la librería, pero esta no es la misma edición desgastada que encontramos ahí. En este caso decido no tomar esta seguidilla de sucesos como un presagio, porque soy así, creo que el autoflagelo me sienta bien.

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Nicolás J. Engler
Postales de la tormenta

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