Un gajo de mandarina

Nicolás J. Engler
Postales de la tormenta
3 min readMay 21, 2019

Recién terminábamos de comer. Como siempre, el sol de las 2 entraba por la ventana del patio con ese ángulo extraño que permitía bañar una porción de la cocina lo suficientemente grande para llenarla con aire de siesta, pero no tanto como para calentarla. Todavía se podía sentir el olor de la cebolla fresca que cortamos una hora antes. “¿Querés una mandarina?”, le dije a M mientras abría la canilla para limpiar 3 mandarinas que estaban en la canasta. M solía sentarse frente a la ventana para observar cómo las arañas que habitaban orgánicamente las bisagras, devoraban lentamente las moscas que caían víctimas de la ingenuidad del aire y sus superficies.

¡Cómo me gustaría encontrar una manera de conseguir la inmortalidad!” dijo, mientras clavaba los dedos en el tope de la mandarina y luego presionaba el pulgar hacia afuera para descascararla. Podía ver la explosión a contraluz, ese spray de jugo de mandarina. El agua residual del lavado goteaba sobre la mesa de madera, pero incluso entre toda ese sonido que comienza a reproducirse después de que esboza la frase, puedo sentir el ruido sordo del choque contra el barniz. “¿Para qué?” le pregunté, pero era claro que la discusión no iba apuntada a un intercambio epistemológico de la muerte y su naturaleza; sino a la base del querer hacer. ¿Hacemos y queremos sólamente porque sabemos que nuestro tiempo es limitado? Yo le sostenía, y sostengo, que en el caso de tener todo el tiempo del mundo, no solo caeríamos en el existencialismo como constante, sino que dejaríamos de hacer como actividad de superación y desarrollo. No importa qué tipo de superación y desarrollo. ¿Afectivo? ¿laboral? ¿interpersonal? Y ahí di cuenta que seguía sin darme a entender porque las preguntas y aclaraciones seguían llegando. El torrente verbal seguía corriendo por la cocina junto al olor de la fruta que lo inundaba todo. En medio de vocalizar una palabra en particular, “apuro”, interrumpo a M para preguntarle si esto no viene de una necesidad imperiosa del sentido de grandeza que traería el ser eterno. El silencio sobrellevó el olor a mandarina y de repente solo podía olfatear la humedad que brotaba detrás de la heladera.

Me siento a su lado en la mesa y, luego de unos segundos, su respuesta lo cortó todo de manera precisa y contundente, como una especie de Sous-Chef de cuisine que en segundos rebana la verdura con la precisión de una máquina. De repente ví la situación dada vuelta y la verdad se sentía como ese mismo cuchillo frío, el que usó el Sous-Chef, pasando de lado a lado por mi caja torácica, punzando uno de mis pulmones y dejándome sin aire. “Sos vos el que le tiene miedo a la mediocridad”, dijo mientras seguía mirando un gajo de mandarina que tenía entre los dedos llenos de jugo. “¿Sabés qué? Tenés razón”, le contesté , mientras pensaba cómo acomodar la agenda de la semana.

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Nicolás J. Engler
Postales de la tormenta

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