José Martín
Posts traumáticos
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2 min readJan 18, 2016

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Intimidades normales

Fragmento de ‘Estudio de color’, Kandinsky

Soy de esas personas que abundan, como casi todas o tal vez no. Suelo empezar una conversación si tengo algo que decir, lo cual es importante; no lo que voy a decir, que puede ser, sino el hecho de tener algo que decir. Tengo más ojos que la media, pero es posible que no vea más allá de mis narices, como la mayoría, probablemente. Defino episodios de mi vida según tengan o no tengan sentido y, llegado el momento, estoy seguro de que moriré como todos. Soy, por tanto, uno más de los bichos raros que poblamos este extraño mundo superficial.

De niño me admiraba haber nacido en el seno de mi familia, rodeado de gente a la que entendía y que me entendía. Según iba aprendiendo geografía, me maravillaba por crecer en este país y no en otro. Y fue el colmo de la felicidad percatarme de que era este el único planeta conocido con vida, y, el no va más, con vida inteligente. Recopilando, resulta que no era un trozo de asteroide, sino algo vivo de este planeta, con cerebro suficiente para preguntarme estas cosas y en una familia a la que sigo queriendo; ¡no he podido tener más suerte! Claro que ustedes se dirán: “Lo normal”.

Paren a establecer categorías por color de ojos, tono de piel, estatura, complexión; sexo; ideología; afinidades, gustos, intereses… Y cualesquiera variables que imaginen. Tratándose de normalidades dentro de una normalidad mayor, lo suyo sería referirnos a subnormalidades; es decir, cada cual estaría incluido en una (o varias) subnormalidad de categoría. No, no me vengan con el eufemismo de la anormalidad. Si en el párrafo anterior se han dicho que era lo normal, sigamos con ese criterio. A no ser que alguien de ustedes no atienda a la normalidad “ser vivo inteligente de este planeta”. Entonces me callo.

En estos términos estaríamos en condiciones de afirmar que lo subjetivo es, en esencia, la subnormalidad profunda. Así se explica que el mundo que poblamos sea superficial, pues si hubiéramos de rascar en cada uno de nosotros, desde el abismo particular de cada cual, seríamos ininteligibles, ¿no creen? Quizá por eso tratamos de nadar y guardar la ropa, sin sumergirnos demasiado ni en su vida ni en la mía, salvo en honrosas ocasiones; cuando, intimando, nos comprometemos a vigilar la orilla confiando en que la otra persona hace lo propio con nuestra ropa.

Ahora bien, me pregunto qué gano yo contándoles mis intimidades.

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