Mi protesta pueril.

Al final de la década de los ochenta. Enfrentamos una crisis económica, lo perdimos todo, y yo, un niño de 4 o 5 años, nacido con una vulnerabilidad inmunológica de escándalo y un físico de apariencia anémica, (con sorna ahora de adulto digo que mi físico es más bien tísico), además de unas ojeras siempre presentes que contrastaba con mi tez casi albina y que afortunadamente, puedo decir ahora también con cierta gracia, que en realidad soy un panda en plena hambruna. Después de aquella crisis que enfrentamos, tuvimos que mudarnos de la casa donde vivíamos debiendo varios meses de alquiler sin pagar.

Mi imaginación siempre fue el único antídoto contra mi vulnerabilidad, mis constantes contagios, mi inestabilidad y sobre todo mi inhabilidad social para relacionarme con otros niños.

“A child playing with a Jenga block tower” by Michał Parzuchowski on Unsplash

Siempre tuve una infancia de carencias, pocos objetos que me acompañaban en mis actividades infantiles, carecía de elementos necesarios para jugar y aprender, pero absolutamente cualquier juego que intentaba realizar o inventaba lo compensaba con elementos fantásticos nacidos desde mi mente, todo desembocaba en la imaginación y el modelo de mi fantasía entusiasta.

Imaginé entonces que nuestro andar, obligado por la falta de dinero para pagar el alquiler, era comparado con los nómadas prehistóricos que cruzaron el estrecho de Bering en una glaciación anterior y cruzamos desde Siberia rumbo a América, aunque no exactamente con ese conocimiento, aunque lo escuché en un momento, pudo tener variaciones en ese momento, no me importaba tanto el rigor científico, pero si mi idealismo que aligeraba la crisis que estábamos afrontando. Y eso era justamente por lo que mi imaginación sobrevivía.

Muchos años prosiguió la crisis, que muchos recordamos con cierto reproche, aumentaba también mi imaginación, que incluso alarmaron a mis padres por una supuesta ruptura de la realidad y mi fantasía: “Es que mi realidad es pésima” me hubiera encantado haber contestado como adulto. Pero como siempre ocurría contra un infante callado, solitario y temeroso, yo no dije nada, nunca pude decir nada, pero siempre imaginaba en mi mente idealista y romántica contra las cosas que tenía que enfrentarme y adaptarlas mentalmente a mi imaginación.

Antes que la crisis se agravara, conseguimos un lugar para habitarlo temporalmente, el cual parecía volverse habitual, aún sin desempacar. Todas las mañana mi padre salía a buscar trabajo y un nuevo hogar para vivir, mucho mejor que el ahora teníamos, prometía antes de irse, pero a la noche toda la promesa se esfumaba, no encontraba hogar y no conseguía empleo. A la mañana siguiente, otra vez la misma promesa y el mismo desencanto.

Detrás de la casa que rentábamos provisionalmente, había un amplio prado de árboles frutales, rocas enormes y madera amontonada. En ese prado desolado, me imaginaba que era Londres en la posguerra y ese exilio autoimpuesto era proteger a nuestra familia de las manos del gobierno Nazi. Y entonces repetía la misma historia cada tarde que me sentaba debajo de uno de los árboles frutales, añadía nuevos personajes, mataba otros a placer y creaba otros a disgusto propio.

Llegaba mi padre en la noche. Mientras fingía dormir escuchaba decir que sólo teníamos un mes más de estancia aquí. No había encontrado otro hogar ni tenía empleo aún. Años más tarde recordaba esta escena como un pasaje de Oliver Twist.

Al inicio de 1990. Me tocó iniciar mis clases en una escuela pública cerca de lo que había sido mi hogar provisional.

Mi imaginación seguía perdurando en mi mente, aunque muchos adultos insistían que ya debía desaparecer o “curarse” porque no era sano. Y quizá mi negativa de abandonarla, radicaba en que toda la realidad ha significado ser muy confusa y triste. ¿Porqué debía serlo yo también?

Aunque mi imaginación resultaba atractiva como función idealista y constructiva, empezó a ser improductiva y dañina.

Creo que fue en parte mi fantasía que provocó la separación de mis padres, pues en su momento, se basaron en la falsa idea que sus errores provocaron la constitución de mi ensoñación y sería un cobarde de adulto huyendo de la realidad con mi imaginación. Los maestros empezaron a notar mi aislamiento y soledad, pero el ánimo en mis juegos solitarios, en constante curiosidad analizando con ahínco el tránsito de las hormigas, la variación del viento, el movimiento de las nubes, la luz y el reflejo, entre otras preguntas que me cuestionaba en mi interior y en mi imaginación las respondía. Esas actitudes manifestaban una seria perturbación mental, según los educadores, quizá estaban convencidos que lo que se avecinaba era que intentara asesinarlos a todos con un cuchillo, mentalmente, esa imagen si ocurrió como “mil formas de morir… mentalmente”. Y era prudente matar mi imaginación y mi curiosidad, antes que yo pudiera matarlos.

Porque mi imaginación era peor, a que ellos mejoraran su puta realidad.

Se me condenó por la imaginación, y en ese instante me trasladé al siglo XI a mitad de una conjura, en la hoguera de la Santa Inquisición como si me acusaran de hereje y se me condujera a la pira de la ignorancia a quemar mi imaginación, a dejar de pensar, a dejar de preguntar, a matar mi espíritu entusiasta, porque crecí en una época donde era imperdonable pensar, cuestionar, imaginar cosas mejores, ser la oveja negra, rebelarme contradiciendo.

Ese día ardió mi fantasía y quemó todo mi idealismo. Se me censuró y callaron dentro de mí, la curiosidad innata que a veces quiere sobrevivir en el exterior.

Ya no me dejaron pensar. Ni imaginar. Entonces vivo anclado en esta realidad que no mejora.

Y escribo cosas que ya no puedo imaginar, todo lo he vivido y lo he adaptado a mi creatividad.

Debo denunciar la realidad en que vivo, para mejorarla y que otros puedan imaginar y soñar algo más de lo que yo pude haber imaginado.

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