Como si vivir fuera un riesgo

Proyecto A.M.A
Proyecto A.M.A.
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5 min readJan 21, 2020
Yudith Fernández

Soy educadora de párvulos y trabajo hace 12 años en una escuela en Maipú. Primero empecé como técnico y luego pude estudiar gracias a que mi jefa me dio la chance de salir temprano.

La verdad es que nunca pensé seguir estudiando párvulo — mi intención era ser traductora en inglés–, pero en el camino me fui enamorando de la carrera. Al comienzo no me pesaba ganar como una técnico, que es casi lo mismo que gana un auxiliar, o sea, prácticamente el suelo mínimo.

El asunto es que después tuve un hijo y yo era la responsable de él cien por ciento. Necesitaba algo que me sustentara y Eduardo, mi pareja, me dio todo su apoyo. La carrera me salía un millón de pesos al año y los tres primeros los pagué con un crédito de la caja de compensación. Me endeudaba, pagaba todo el año, y así podía volver a matricularme. Sólo en el último año obtuve el CAE (Crédito con Aval del Estado) y eso que siempre postulé.

El tiempo de estudio y trabajo fue desgastante. Hubo noches que no dormía. Terminaba todos los días a las 11 de la noche y de ahí regresaba a mi casa a preparar exposiciones. El fin de semana descansaba un poco y el domingo me quedaba hasta la madrugada estudiando. Y todo, sin contar que era madre y no recibía ayuda alguna. Por eso pienso que fue súper injusto que no me dieran crédito.

Vengo de una familia pobre de Maipú, porque la clase media para mí no existe. Tenemos ciertas comodidades, como cable o internet, pero debemos trabajar todos en la casa para costearlo. Ni siquiera podemos darnos el lujo de irnos de vacaciones una semana porque no nos alcanza. Eso es muy injusto.

Mi papá trabaja en una Copec y mi mamá es jubilada, pero sigue trabajando en un taller de costura en el barrio alto. Cruza Santiago todos los días para recibir 112 lucas mensuales y tiene que seguir trabajando porque no nos alcanza. No vale el esfuerzo de toda la vida para recibir una miseria de pensión. Tampoco sentirse privilegiado por poder estudiar, cuando debería ser un derecho igual que la salud.

Por eso los poderosos ahora se sienten asustados, porque nos educamos y dejamos de ser ignorantes. Dejamos de conformarnos con lo que nos ofrecen. No, hoy día exigimos lo que nos pertenece: una vida digna.

Uno ocupa muchas formas distintas para manifestarse. Mi manera es entregarles un poco de conciencia social a los niños en una escuela –mal llamada- en riesgo social. Porque al final terminamos estigmatizándolos, como si vivir fuera un riesgo y tuviéramos que sobrevivir desde pequeños. Yo quiero que el día de mañana no se queden de brazos cruzados porque alguien les dijo que no podían o les coartó las ganas de ser alguien.

Por eso quiero que dejen de mentirnos, que Piñera deje de pensar que somos estúpidos y que no entendemos lo que estamos exigiendo. Hace rato nos dimos cuenta de lo que realmente nos hace falta. No somos los mismos que éramos antes del 18 de octubre. Los que estamos en la calle sabemos lo que la gente quiere.

El día que sucedieron los hechos, el año nuevo, cenamos con unos amigos en el departamento de Eduardo y pasadita las 11 empezamos a caminar a Plaza Dignidad. Había mucha gente en la calle. En el camino nos ofrecían comida. Era un ambiente que nos hacía sentir parte de algo, de un territorio.

Eduardo Hidalgo

Después de las 12 fuimos a buscar a unos amigos. Al rato nos llamaron y nos dijeron que estaban en un paradero cerca de la Plaza. Al final nunca dimos con ellos, doblamos hacia otro lado y llegamos a la calle Ramón Corvalán. Ahí vimos un tumulto de personas. No había luz pública. La gente empezó a tirarle piedras a los pacos y decidimos devolvernos. Estábamos en eso cuando nos llegó un chorro del guanaco. Retrocedí, me resbalé, el Eduardo intenta recogerme y de repente veo que le llega un lumazo en la cabeza.

La imagen que tengo son los cascos de estos tipos con las lumas arriba. Eran unos cinco pacos. No sé de dónde aparecieron. Uno me pegó en la cabeza, caí al suelo y luego me agarraron a patadas en la cara. Me aplastaron la cabeza con los pies. En un momento me pegaron en el brazo y me quebraron el húmero. Tratábamos de levantarnos y nos volvían a botar; hasta que logramos arrancar y saltar el bandejón de la Alameda. Yo bramaba del dolor.

Nuestros amigos nos encontraron y nos llevaron a la Cruz Azul que estaba en el Crowne Plaza. Ahí nos dieron los primeros auxilios. Estábamos en estado de shock. Me toqué la cabeza, sentí un huevo gigante y me empecé a desmayar. Estuvimos ahí hasta que nos trasladaron al GAM, donde me recostaron en una camilla y me empezaron a examinar. La gente nos dio contención emocional y recién en ese momento pude llorar.

Al rato nos trasladaron a la posta. La primera vez que me vi fue horrible. Tenía ganas de orinar y le dije a la enfermera que me llevara al baño. Me vi en un espejo. Mi cabeza estaba completamente deformada. No era yo.

Al otro día se me empezó a hinchar la frente y los ojos los tenía como un camaleón. Ahí fue cuando hice el primer video. Recuerdo que cuando me golpeaban pensaba que no iba a volver a ver a mi hijo, que me iba a morir y que no podría escapar. Al otro día pensaba cómo le explicaría todo. Hasta el día de hoy no sabe lo que me pasó y todavía no sé que decirle, en verdad. Tampoco quiero crearle un trauma, que le tenga miedo a los pacos o que no quiera salir a la calle. O que tenga miedo de esas personas que estuvieron a punto de arrebatarle a su madre. Es difícil. Ya voy a encontrar una forma sana de contarle lo que pasó.

Nota de la redacción: Yudith Fernández, tras los hechos de violencia ocurridos durante el año nuevo, realizó una denuncia en el portal del Instituto Nacional de Derechos Humanos.

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