El latido laico

Luciano Chiconi
Proyecto Manchester
12 min readOct 16, 2020

Anita Ekberg trota por las escaleras de la cúpula de la basílica de San Pedro. Fellini le hizo poner un vestido marinero, de telas livianas que acentúan la inasibilidad etérea de su ascenso. Marcello y los paparazzi no le pueden seguir el ritmo; se cansan, le pierden pisada, se quejan del exceso vital de Anita, transpiran, jadean, se arrastran por las escaleras, Marcello se adelanta y la alcanza en un descanso. Fellini intensifica la pasión sacra del fuera de campo acercando el plano a la cara radiante de Marcello: Anita está sentada en un escalón y mira el cielo romano por un tragaluz circular. Fellini adormece la escena para que Marcello pueda murmurar el nombre de Anita (“¡Sylvia!”) con el tono íntimo y profundo de un “amén” antes de que Anita lo vea, se levante, le diga “camón” y siga su trepada. Marcello se pasa un pañuelo por la frente transpirada, sube a la cumbre y es testigo de la metamorfosis moderna de Italia: la que está asomada al balcón de la basílica es Anita Ekberg y no Juan XXIII.

La Dolce Vita es la primera película que registra la clausura estética de la lucha de clases en Italia. Esa realidad sociológica que todavía no había encontrado un lenguaje cinematográfico creíble que la justificara (la creación del Mercado Común Europeo, la producción masiva del Fiat 600, la plebeyización cultural de Roma -el brillo político de la moda, la publicidad y el rock-) adquiere una nueva precisión “realista” en la película de Fellini. La idolatría social ya no pasa por el partisano, el pobre o el chanta sino por Marcello Rubini, un periodista de espectáculos de un diario romano que transita los pliegues de la farándula cultural italiana gracias a la movilidad social ascendente.

La Dolce Vita apunta a eso: la hipótesis de un Plan Marshall cultural (además del económico) que reordena a Italia a partir de un caos hedonista que libera las fuerzas productivas hacia una promesa de sociedad policlasista. Fellini abre la película con el tríptico Maddalena-Marcello-la prostituta para disolver la polaridad pobres-ricos irradiada por el neorrealismo. Maddalena es una mujer soltera de clase alta que tiene una relación personal cotidiana con Marcello: Fellini hace ver que podrían ser amigos, colegas, amantes, esposos.

Los iguala esa nueva Roma de la que tienen una impresión contrastada: Maddalena dice odiar esa ciudad que ya no es la de antes, se quiere ir, está harta, aburrida, y Marcello se siente cómodo en el líquido urbano, dice que lo alberga hasta en la alienación. Fellini presenta el encuentro con la prostituta con el tono conciliar de esas amistades random y efímeras que suele construir la ciudad moderna; además, Marcello conoce por el nombre a las prostitutas callejeras romanas a través de las mismas costumbres ciudadanas que le hacen conocer a Maddalena.

El vínculo aventurerista entre los tres se aleja de la estafa, el despojo y la violencia que enmarca a las putas dramáticas de Pasolini y el neorrealismo o las del propio Fellini en Las noches de Cabiria, donde el desamparo social todavía es el motor estético del cine italiano. Maddalena quiere tomar un café en la casa de la prostituta, Marcello es el sherpa urbano que atribuye su inteligencia a la natural adaptación a todas las clases sociales, y en todo caso la casa de la prostituta (una pieza en el subsuelo de un monoblock obrero, un hijo edilicio del Plan Marshall) antes que asco o miseria dispara en Maddalena una paz morbosa que la insta a coger con Marcello en la cama de la puta.

Fellini filma La Dolce Vita cuando el monopolio realista giraba del drama bélico a la comedia cínico-idealista, cuya manufactura se apoyaba socialmente en ese casi 40% de votos que sacaba regularmente la izquierda italiana, con el Partido Comunista a la cabeza. Monicelli, Risi, Comencini y Scola son los parteros de “la comedia del PC”, heredera conceptual del neorrealismo. La denuncia toma la forma amena y pragmática del humor. Si el neorrealismo era la respuesta documental al fascismo, la comedia del PC sería la resistencia costumbrista al “milagro económico” de la nueva democracia italiana.

El chanta (Gassman, Sordi, Tognazzi) es el estereotipo nacional elegido para encarnar a un nuevo lumpen sofisticado (el timador, el runfla, el vividor) que resiste a las obligaciones productivas del nuevo desarrollismo capitalista: una adaptación irónica del idealista-víctima del viejo neorrealismo. Casi todas estas películas no pueden evitar dar una lección trágica o idealista para describir la época, o vuelven sobre una mitología clasista de la Italia pobre para describir la Italia moderna. La comedia del PC satura el recurso cínico (la corrupción, la estafa, la infidelidad) como autocritica (la revolución democrática que no fue) pero como crítica social se enamora de sus personajes neolumpenes para reflejar una sociedad unánimemente derrotada: nostálgica del pasado que pudo haber sido, la comedia del PC no distingue entre la forma estética de los malestares de la modernidad y los de la guerra.

La Dolce Vita narra la modernidad desde el presente y con su propio lenguaje, por eso no es un drama ni una comedia. Fellini reserva un tramo de la película para aludir a sus diferencias con “la actualidad” neorrealista: en la escena que reúne a la actriz sueco-americana Sylvia Rank (Anita Ekberg, otra vez) con los periodistas en la suite del hotel, uno de los críticos de cine le pregunta a Sylvia si cree que el neorrealismo italiano está vivo o muerto; como ante las preguntas previas, Sylvia busca con la mirada al traductor para que le aclare, pero en esta ocasión el traductor no le traduce y directamente le ordena: “decí vivo”.

Fellini venía de recibir la crítica de los comisarios culturales del neorrealismo en Los Inútiles y La Strada, y con La Dolce Vita produce un corte estético y sociológico que al terminar de separar las aguas con los estereotipos neorrealistas (una ruptura que para Fellini funcionaba como una conjura más generalizada del pasado italiano, como indican los malestares de Marcello Rubini en diversas escenas con su novia, su padre o Steiner) es también un diagnóstico de su insuficiencia moderna como cine documental. Fellini concentra todas “las distorsiones” de ese cine en el personaje de Emma, la novia-concubina de Marcello. Su melodrama, su histeria, sus celos, su ambición de amor doméstico e hijos, su amargura provincial frente al libertinaje bohemio de Vía Veneto, la contrasta con todas las otras mujeres de La Dolce Vita y la transforman en una figura conflictiva que condensa ese mundo tradicional italiano frente al cual Marcello siente aprensión, nostalgia, culpa, pero no amor. Emma propone una vida que Marcello no puede vivir.

La despolitización de Fellini facilitó una senda intuitiva “hacia la sociedad” que La Dolce Vita registra como una serie de aguafuertes romanas sobre el derecho de admisión y permanencia en la vida moderna. ¿Quiénes pueden (sobre)vivir en esa nueva Roma? En ese sentido, la película plantea una “crisis del pasado” que golpea sobre toda la cultura: la fe, el arte, el amor, la política, la clase social, el entretenimiento. La prosperidad del “milagro económico” hace que Fellini excluya del análisis un elemento cultural estelar de la vieja estética neorrealista: el trabajo. La supervivencia moderna se refleja en la tenacidad espiritual, individual, para abrirse camino a través de los nuevos códigos sociales de despreocupación y libertad. En el revoltijo nocturno de la Vía Veneto, la comunión desaprensiva del disfrute puede igualar a una modelo, un paparazzi y un empresario, el capital y el trabajo.

Marcello Rubini es un ascendido social que testifica en nombre de los que llegaron del campo a la ciudad a la sombra del Plan Marshall (el Moraldo de Los Inútiles); es alguien que no quiere ser pobre pero tampoco ambiciona la posición de los ricos que se quedaron afuera del mercado de la cultura después de la guerra y en los años sesenta deambulan por los laberintos abandonados de su propio museo aristócrata. En el episodio del castillo, al que Marcello y Nico llegan con indiferencia turística, llevados por la marea random de Vía Veneto, Fellini despliega su previsible fantasía (rostros feos, alienados, deformes) para gestualizar el “no va más” de los esperpentos monárquico-fascistas. Marcello es visto como un amenazante burgués que hace “sensacionalismo” (un frívolo, un moderno), alguien que no aprecia los blasones, como le sugiere una de las herederas que pululan en la fiesta; Marcello le contesta que el periodismo tiene historias más importantes para contar que las de la aristocracia italiana. La modernidad de La Dolce Vita plantea una exclusión no tanto social o económica como cultural de la que se quedan afuera nobles, provincianos, intelectuales o amas de casa.

Marcello Rubini convive con una supuesta cicatriz existencial: haber querido ser escritor y ser periodista. Su encuentro con Steiner y el dilema clásico entre literatura y periodismo pueden circunscribirse a una casi obvia reflexión sobre el destino de la “alta cultura” en la sociedad de consumo. Steiner toca música clásica en el órgano de la iglesia, tiene cuadros de Morandi en la casa; a pesar de su éxito social como periodista del star system romano, Marcello siente que la literatura hubiese sido el camino hacia una verdadera realización personal. Steiner tiene un prestigio intelectual que él no tiene. Marcello piensa que detrás del arte “hay algo”, pero los anticuerpos inoculados por la modernidad lo hacen dudar. En realidad, el dilema es más visceral que una discusión sobre el estado del arte: Marcello quiere ser escritor, pero no quiere dejar la vida que le toca vivir como periodista. Steiner es a la literatura la falsa ilusión que Maddalena es al amor o el padre a la infancia. Maddalena le dice: estoy enamorada de vos pero me gusta ser puta. Steiner es un escritor profesional pero mata a sus hijos y se suicida. Esos desencuentros y cada negativa de Marcello a cambiar de vida refuerzan la caída de mitos culturales que se derriten en el guiso de una modernidad árida e irrenunciable, mediocre y vital.

La ideología política de La Dolce Vita es la frivolidad. La frivolidad reivindicada como un orden social más democrático respecto de la historia de Italia. Adriano Celentano reinterpretando las contorsiones epilépticas de Elvis ante el cuerpo de Anita Ekberg. El Coliseo transformado en discoteca. Superar el fascismo, la guerra y el fracaso de la izquierda tanto estética como socialmente ahí por donde realmente se podía superar: fundando una ciudad envilecida por el ascenso social y el cosmopolitismo inculto de la moda, la publicidad, el cine y el periodismo de “sociedad”. Fellini inocula en la película la idea de la frivolidad como “fin de la historia” de la cultura italiana. Se trata de una idea exagerada pero que a la vez tonifica los músculos visuales de la película y hace que La Dolce Vita todavía nos sea familiar a sesenta años de su filmación.

La fe también se embarra en el envilecimiento profano de la ciudad. La Dolce Vita ensaya diversas versiones de una nueva fe laica (Anita Ekberg, las apariciones, el esoterismo) que crece y se desborda a partir del estrés espiritual que alterna con la euforia hedonista de la “buena vida”, reenviando a la sociedad a una eterna bipolaridad moderna. Aunque la película es de 1960, no sería ilógico decir que La Dolce Vita ya adelanta el conflicto entre la fe religiosa y el hombre posmoderno, primero como insuficiencia filosófica (los sesenta), luego como desconfianza (los setenta) y por último como prejuicio (los noventa). Más que militar una postura anticlerical, Fellini escenifica la reacción social ante una fe que transcurre caóticamente a espaldas de la iglesia. Si en la tradición narrativa italiana la iglesia funciona siempre como un poder rector (opresivo, conservador, redentor), en La Dolce Vita aparece como una institución sobrepasada y minimizada por el fervor espectacular de las masas.

El episodio de la aparición de la virgen vista por dos chicos pobres en un descampado del conurbano romano se presenta como un milagro no convalidado por el Vaticano. Ese acto de fe se desarrolla como un acontecimiento popular televisado, desposeído del aura sagrada del ceremonial eclesiástico. La fe laica exhibe un furor social desmesurado: un campo minado de tullidos, moribundos, madres con velo arrodilladas ante un olivo, policías en vez de curas para contener a la multitud enardecida ante una presencia divina tangible, autoproclamada. La ceremonia se desborda por la lluvia y el éxtasis milagrero de las masas. La modernidad no puede bloquear el ansia de fe pero la fe laica puede tornarse arbitraria y manipulable aun cuando sea genuina y pasional. El espectáculo del milagro se banaliza: Emma no puede tolerar la indiferencia de Marcello y los paparazzi ante el sufrimiento de los que rezan y piden; este abismo se suma a todos los demás que los separan en ese quiebre de dos mundos que representa La Dolce Vita. El furor banal que trastoca el significado de la fe (y la aleja del realismo anti-milagroso de la iglesia) es operado en espejo por Fellini al “unir” el episodio de la aparición de la virgen con los “desbordes” de la sesión de espiritismo en la mansión de los aristócratas.

Fellini soldaría la Italia moderna de La Dolce Vita en Las tentaciones del doctor Antonio, su episodio dentro de Boccaccio 70. El capítulo es la respuesta de Fellini a la censura contra La Dolce Vita y a las críticas que continuaba recibiendo desde la izquierda cultural italiana. Se trata de una narración más binaria que la de La Dolce Vita a la hora de contrastar el pasado y el presente italiano; el parteaguas moderno es el Plan Marshall del cine italiano (la inversión norteamericana en Cinecittá) y el negocio de la publicidad. Anita Ekberg es la imagen de un cartel publicitario de leche colocado frente al edificio de departamentos del doctor Antonio. Fellini resume en el doctor Antonio todos los estereotipos tradicionales de la vieja cultura italiana (el dogma religioso, la moral política, la neurosis sexual, la pedagogía intelectual) y a través de la fantasía onírica que subyace a la hipocresía, los hace estallar contra el cosmopolitismo frívolo y alegre de Ekberg. La imagen de la publicidad toma vida y se trasforma en una mujer king kong que asuela y minimiza al doctor Antonio por las calles del barrio EUR hasta doblegarlo espiritualmente: el doctor Antonio comprueba demasiado tarde que ama aquello que buscaba prohibir.

Boccaccio 70 fue una película pensada para que los autores del cine italiano actualizaran su visión de la influencia de la Italia del “milagro económico” en la vida amorosa. Mientras Fellini se encarga de decir que la modernidad tiene una fuerza liberadora imparable y mezquina, los autores “neorrealistas” se concentran en la crítica. Monicelli cuenta la historia de un joven matrimonio de clase trabajadora que vive la ilusión ingenua de la movilidad social ascendente: el progreso no deja de pagarse con plusvalía. Visconti abre su saga naturalista sobre las diversas microfísicas decadentes de la aristocracia: el divorcio (la modernidad) hace que la condesa Pupe pase de esposa a prostituta de su marido. De Sica refleja el espejo “clasista” invertido: Sofía Loren es la trabajadora de feria que deja la prostitución para ir a un amor italiano a la antigua: de una moral negativa hacia una nostalgia idílica.

El núcleo dramático del cine italiano clásico es un péndulo entre la comedia y la tragedia que empuja la historia hasta un final que opta a modo de “lección moral” por uno u otro rasgo. Esa estructura dramática une al neorrealismo y la comedia del PC como mensaje o impresionismo político obligatorio. Esa “lección” no obstaculizaba el vigor realista de las películas, de ahí su éxito formal durante los ’40 y los ’50. El cine de Fellini anterior a La Dolce Vita también tomó esos recursos para rematar el sentido de las historias que contaban sus películas. Pero La Dolce Vita es una película que se cuida mucho de adherir a esos dogmas. La trayectoria de Marcello Rubini por cada episodio está tan regida por las dudas, la incertidumbre festiva, las mujeres, la curiosidad social y la confusión –es tal la distancia emocional- que no le permite optar ni por lo trágico ni por lo cómico. Marcello se abandona a la ciudad, pone en pausa las ideas y se deja gobernar por la experiencia, como si estuviese incapacitado para juzgar la época. La conclusión de La Dolce Vita es tanto la capacidad de Marcello para vivir la nueva Roma como su renuncia a obtener una lección de esa vida.

El Marcello ojeroso y reventado del final de la película dice con ironía: dejé el periodismo y la literatura, ahora soy agente publicitario. Ahora es un escritor a sueldo de la farándula, es un formador de opinión, un influencer. Comanda la bacanal burguesa de la generación de la dolce vita, los hijos del Plan Marshall cultural, los ascendidos sociales que se ríen de Mussolini y Togliatti. El striptease, el sadismo, el ocio, la fiesta. La conformación de esta nueva “clase” supone el costo de cierta alienación hedonista frente a los valores intelectuales de la vieja cultura. El envilecimiento le cobra peaje al bienestar, y Marcello no retrocede: la vida es así. El paroxismo orgiástico del final parece una pregunta por la libertad, que después del fascismo y la guerra es la gran pregunta moderna italiana.

La Dolce Vita es un ensayo visual sobre la libertad: una road-movie urbana sobre la ruptura de Italia con todas sus “opresiones” (la guerra, la iglesia, la política, la familia) y ante la aparición de la libertad como valor cultural hegemónico, se pregunta qué hacer con esa libertad. Y la única convicción que se deja rastrear por cada tramo de la película es que hacerse esa pregunta es una mejor sensación social que todas las vividas en la historia previa de Italia.

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