El redneck que tenía tristeza

Luciano Chiconi
Proyecto Manchester
10 min readOct 31, 2020

La recepción literaria de Open, las memorias de Andre Agassi, supuso entre las virtudes del libro cierta verdad reveladora de la vida cotidiana de un tenista profesional. Esa verdad parecían concederla la honestidad confesional del formato autobiográfico y la autoridad del propio Agassi como ex tenista número uno y múltiple ganador de Grand Slam. El ambiente literario, poco proclive a la ciencia deportiva y al amor al tenis (esa ausencia de devoción técnica por un deporte que no se conoce), no desentonó a la hora de admirar cierta filosofía de la verdad arraigada en el libro, y además lo enmarcó como una especie de modelo dentro de la moderna literatura del yo. Open tiene el vuelo literario que le dota la mano del pulitzer J. R. Moehringer, y eso se nota; hay una densidad narrativa inusual en otras biografías deportivas que aceita el atractivo del libro, que lo bestselleriza y a la vez lo hace intelectualizable para los fans de la “novela americana” como un apéndice estético de ella. No parece que Agassi y Moehringer quieran llegar a tanto, pero sí es cierto que Open es un libro entretenido, un buen libro.

Vamos al contenido, vamos al tenis: el nudo dramático de la autobiografía (el conflicto vital –la verdad- que se narra para atraer al lector) es el choque existencial entre el éxito deportivo y un odio íntimo al tenis que discurre en la cabeza de Agassi durante treinta años de manera insoluble.

Agassi revela: hubiese querido ser otra cosa, pero no pude ser otra cosa que tenista. Esa conclusión parece ser la óptica existencial definitiva de su relación con el tenis e induce a pensar que ese “malestar” es el tono elegido por Agassi para definirlo. Es “la verdad del tenis” que le transmite al lector. El fan intelectual, el fan literario, el fan social de Agassi inclusive extraiga de esa verdad del tenis una conclusión más global sobre la verdad de la vida de un tenista o sobre la vida a secas. Acá sí parece que Agassi y Moehringer buscan reflejar algo más profundo que las altas y bajas de un tenista. Pero el drama de Agassi no es una novedad: ningún tenista destinado al estrellato profesional elige ser tenista, porque se trata de una decisión cuya productividad futura depende de una fecha biológica temprana en la que el tenista todavía no tiene perfeccionado el discernimiento. El origen del tenis en la conciencia de un jugador siempre es una decisión perimetrada por la patria potestad.

Según Open, Agassi se atasca en esa foto inicial que superpone al tenis con la ambición tosca de su padre. El tenis lo beneficia, pero no haberlo elegido (como no lo eligen la mayoría de los niños que se van a profesionalizar) es una lesión emocional que le entorpece el desarrollo y la organización de una vida adulta y lo condena a buscar otro padre (amigos, mujeres, coachs, gurúes) que lo autoayuden a ordenar su relación opaca con el tenis.

Exceptuado el “odio al tenis” que Agassi manifiesta (y que a lo largo del libro es un sentimiento que también se banaliza, en la medida que se va transformando en un recurso para atraer mujeres o forjar amistades), ese contacto forzado con el tenis no se distingue del precio pagado por cualquier tenista a cuenta del éxito. En ese sentido, las memorias no revelan un conflicto personalísimo de Agassi, pero la estatura de bestia negra que Agassi le asigna al padre sirve para entender un cierto estado embrionario del tenis moderno a mediados de los setenta en Estados Unidos.

Andre Agassi es la culminación emblemática (dentro y fuera de la cancha) de una identidad norteamericana del tenis que funcionó como respuesta a la concepción británica del juego. Hasta mediados de los setenta, Wimbledon era el santuario técnico que organizaba el tenis internacional. Césped, saque y volea, acceso restringido a la práctica del deporte, austeridad pública en la vida privada del tenista. Salvo Roland Garros, todos los torneos de Grand Slam se jugaban en pasto.

El Abierto de los EEUU se jugó sobre césped hasta 1974; el proceso de independencia fue tortuoso: el torneo se jugó tres años en la otra superficie disponible (polvo de ladrillo-clay) que no respondía a la cultura de los fans norteamericanos del tenis, hasta que en 1978 se jugó por primera vez en cemento. Este cambio suponía una actualización del torneo más importante de Estados Unidos a la idiosincrasia que ya regía desde hacía varios años en la periferia del tenis estadounidense. Las Vegas, 1973 o 1974: cuando Agassi agarró una raqueta por primera vez a los tres o cuatro años de edad para impactar la primera pelota que le tiró su padre desde el otro lado de la red, lo hizo acomodando el cuerpo, los brazos y la raqueta a la velocidad, altura y efecto que trae el pique de la pelota en una superficie de cemento.

El cemento construyó un nuevo tipo de jugador y una nueva economía social del deporte: el costo general de una cancha de cemento (construcción y mantenimiento) era bastante inferior al de las canchas de césped y polvo de ladrillo. La cancha rápida o dura se transformó en una cancha pública, y la relación del tenis con la sociedad cambió. Hay un tramo de Open que poetiza la cuestión: cuando el padre de Agassi decide construirle la cancha de tenis a su hijo en el fondo del hogar familiar, convoca a un grupo de veteranos de guerra desocupados que paraban en los márgenes del Strip de Las Vegas para que lo ayuden; nadie sabía mucho de albañilería pero la cancha se hace, y Agassi describe la construcción más como una ceremonia comunitaria que como un trabajo. Los veteranos echando los pastones de mezcla en un perímetro rectangular de tierra excavada, con la espalda mojada y roja bajo el cielo amarillo de las afueras de Las Vegas, parando al mediodía para comer unos bigmacs que Agassi y su padre traían en un bolsón del mcdonalds de la ciudad.

El padre de Agassi trabajaba como recepcionista de eventos en el hotel-casino MGM de una ciudad que absorbía a todos sus peones a las fauces de una volátil economía de servicios. Como inmigrante, su espíritu de supervivencia se superponía con una pujante y poco escrupulosa ambición por la patrimonialización: no alcanzaba con vivir bien si existían caminos verosímiles para hacer rica a la sufrida dinastía familiar. Si el padre de Agassi era parte de una nueva camada outsider que se acercaba al tenis más como obsesión material que como hobby social, los padres de Jimmy Connors y Chris Evert (los dos mejores tenistas de Estados Unidos y el mundo a mediados de los setenta) eran hijos de la matriz corporativa del tenis tradicional: la madre de Connors era profesora de tenis y el padre de Evert era entrenador profesional y ex jugador. Hay otra foto de Open que estiliza esa tensión: el padre de Agassi era empleado de un casino pero invertía otras tantas horas productivas en su compleja pasión por el tenis. Lo estudiaba, lo analizaba por su cuenta, sin apelar a los “dueños de la técnica”; sin que nadie le enseñe aprendió a encordar raquetas y así metió el hocico en la elite: cuando el tour profesional pasaba por el torneo de Las Vegas, el padre de Agassi era el encordador de Connors. Agassi describe ese vínculo a partir de la soberbia de Connors y la irreverencia de su padre, como si a ambos los uniese el desprecio por el otro; Connors lo trataba como un tipo inferior y el padre de Agassi le bajaba el precio de tenista hegemónico a costa de la proyección de su hijo (“Andre va a ser mejor que vos”). Esa lucha de clases hacia el interior del deporte (la larga transición del césped al cemento, de Connors a Agassi) se saldó con el entrismo masivo de la clase media al tenis estadounidense a partir de los ochenta. El tenis se transformó en una mercancía social (otra más) verosímil para alcanzar el sueño americano.

Una caravana de médicos, ingenieros, comerciantes y empleados calificados confluyó hacia Florida, convencidos de que sus profesiones u oficios ya no eran la opción de hierro para la vida de sus hijos; descubrían el tenis como un desafío productivo lejano a los ritos de su historia, con cierto desprecio por “las escuelas”. Trataban de comprender el deporte mientras se lo enseñaban a sus hijos con algún libro o reglamento de tenis que conseguían en walmart, y en el camino lo reformaban al pálpito profano de sus obsesiones triunfalistas. Nacieron nuevos golpes fuera de catálogo (el drive con efecto de Jimmy Arias, el revés “bateado” de Courier) y el padre de Agassi echó los cimientos de un jugador de reflejos hiperdesarrollados. Su consigna tiránica era pegarle al “ritmo del cemento” a la mayor cantidad de pelotas desde la línea de base en el menor tiempo: construyó un timing vertiginoso que Agassi tardó varias décadas en administrar en su cabeza, pero que le permitió llegar rápido al profesionalismo y al top cinco del tenis mundial. Agassi estaba preparado para jugar a doscientos kilómetros por hora desde la línea de fondo cuando todavía no existían jugadores que hicieran eso.

La emigración de Agassi a la península de la Florida también se narra como un capítulo central de su “odio al tenis”: después de su padre, el padrone Bollettieri. Se puede conceder que el formato autobiográfico supone la tolerancia de la mayoría de las arbitrariedades narrativas del autor, pero en este caso retacean información biográfica sustancial. Bollettieri fue el formador juvenil y entrenador personal de Agassi durante más de diez años pero tiene poco lugar en Open, por lo menos como autor y ecualizador de la matriz tenística de su juego. La descripción del tano oscila del desaprensivo dictador de la academia de Bradenton al desaprensivo cómplice de sus estados de ánimo durante los primeros años del tour profesional; Agassi deja pasar una chance intelectual en el libro: su obsesión por la rebeldía (que los refugiados tercermundistas de la academia no sentían) no le permite contar qué representó Bollettieri ni que significó la academia para el tenis estadounidense.

Quizás porque era mejor director de academia que coach de tenistas profesionales, Bollettieri no se ocupó de adiestrar la mente deportiva de Agassi a la productividad de su tenis de reflejos. El tenis automatizado de Agassi (el punto jugado así: devolución agresiva siempre, una y una con el drive hasta ganar el punto o errar, revés cruzado hasta forzar el ángulo se gane o se pierda, un tenis directo y ansioso) se desplegaba como si esa velocidad superior al promedio que daba el don del reflejo alcanzara para ganar sin acudir a un programa táctico o estratégico más sofisticado. Lo revelador de Open es que la excesiva supremacía del reflejo por encima de la razón en el tenis de Agassi es una consecuencia de su inmadurez para “entender el juego” durante sus primeros ocho años de carrera profesional, y no de un obstáculo técnico o psicológico en su estilo de juego. La resistencia secreta que moldeó su figura pública y comercial de bad boy (“odio el tenis”, “odio a mi padre”) impregnó su relación con la raqueta y bloqueó su comprensión básica del tenis, algo que cualquier tenista adolescente olfatea y entiende cuando empieza a jugar por los puntos, por la guita, o cuando ve que del otro lado de la red hay otro adolescente con la misma fuerza y paciencia para sobrevivir en la cancha.

Convertirse en un tenista ganador implica el abandono de un conjunto de sentimientos (rabia, extroversión, miedo, frustración, bronca) que a temprana edad son parte de la identidad vital de la persona civil pero conspiran contra la construcción de un jugador de tenis competitivo. Esa transición violenta de la rabia al cálculo es la savia del tenista, una metamorfosis emocional que lo condena al éxito a los catorce, quince o dieciocho años de edad. Según Open, Agassi vivió ese proceso natural del tenista como un intento de domesticación de su libertad e inclusive de su educación: ese malentendido le costó llegar tarde a los títulos de Grand Slam (perdió las finales de US Open ’90, Roland Garros ’90 y ’91 yendo de banca en los tres partidos) y al número uno del mundo, aun siendo un jugador top cinco desde 1988.

La incapacidad de Agassi para entender el tenis a medida que lo va jugando es la confesión más inesperada de Open y tiene un soporte narrativo que Moehringer elige depositar (quizás alejándose de Agassi, quizás jugando con su complejo de redneck no escolarizado) en la figura de Brad Gilbert. 1994: Bollettieri acaba de abandonar a Agassi por Becker; Agassi lo odia y lo llora mientras busca un nuevo entrenador. Gilbert es un jugador que se está retirando y acaba de sacar un libro sobre tenis. Moehringer expone a Agassi más de lo que se esperaría de una sociedad autoral: después de años en la elite, Agassi no sabe cómo elegir un coach, no sabe que le conviene, no conoce el mercado de entrenadores. Alguien le acerca el libro de Gilbert: aunque lo niegue, esa cita de autoridad lo atrae y pautan una conversación.

Como todo tenista profesional, Brad Gilbert tiene formateada cada neurona por la disciplina estratégica. Entre cada trago de cerveza bajo el sol de Key Biscayne, le dice lo obvio: en el tenis gana el que comete menos errores y no el que mete los mejores tiros, en el tenis tiene más valor simbólico ganar jugando mal que bien, en el tenis hay un abismo entre ganar los puntos importantes de un partido y ganar todos los demás, en el tenis se gana explotando las debilidades del rival más que imponiendo el talento propio, en el tenis son más las veces que hay que pasar la pelota y tirarle el problema al rival que las que se necesita un tiro perfecto para ganar, en el tenis el ego tiene que ceder al cálculo.

Gilbert le dice a Agassi: decidís mal y te frustrás, hacés muchos tiros de bajo porcentaje y tus rivales te pierden el respeto porque saben que vas a errar; tenés una devolución infernal pero no la hacés pesar en todos los puntos importantes, no hacés un uso productivo de los reflejos que Dios y tu padre te dieron. Según Moehringer, Agassi vive el decálogo de Brad Gilbert como una revelación, como si fueran salmos que hacen sinapsis por primera vez en su cabeza, y decide contratarlo como entrenador. Se podría decir que Agassi jugaba al tenis desde los tres años de edad pero lo descubre recién a los veinticuatro, y esa es la verdad más relevante de Open, por encima de las otras verdades que Agassi intenta imponer en el libro.

Brad Gilbert encauzó la devolución de Agassi: la transformó en un arma letal en los break-points del saque rival, y en un instrumento de presión psicológica más global dentro de la dinámica del partido. Le hizo ganar seis títulos de Grand Slam en ocho años, lo puso número uno del mundo al año de entrenarlo, y aunque Agassi no dejara de “sentirlo”, le alejó esos fantasmas de “víctima del tenis” que ya no servían ni siquiera para justificar la vida adulta de Agassi. Gilbert le enseñó a aceptar el tenis como era, como había sido desde que le empezó a pegar a la pelota en el cemento de Las Vegas, allá por 1973 o 1974.

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