El sueño americano

Luciano Chiconi
Proyecto Manchester
18 min readMay 14, 2021

En 1993, El General se testeó por primera vez en el festival de Viña del Mar. Se metió en el riñón cultural del pop melódico latino (Gloria Trevi, Jon Secada, Ricky Martin) y la canción española del tardo-felipismo (Serrat, Luz Casal, Sabina) -que dominaron esa edición del festival- con una escueta caja de ritmos, dos bailarinas y “un nuevo estilo” de fraseo vocal que modelaba la canción encima de un endiablado beat de dancehall adaptado a las necesidades culturales panameñas. El sonido de la caja de ritmos se escapa opaco desde los bastidores del escenario, por momentos se esfuma detrás del borboteo vocal y hasta parece que el ritmo de la pista falla, que los sampleos están pegados con moco pero El General corrige todo con el repiqueteo ragga de su voz, entra y sale del beat sin resentir la canción al oído de las masas, se toma su tiempo para abandonar la letra original de “Las mujeres que lo muevan así” e improvisar rimas sobre las capacidades liberales de la nueva mujer chilena de la democracia que tienen por respuesta una ola creciente de alaridos femeninos. El General arranca con “Muévelo” y las masas son inducidas a vivir la etapa de éxtasis bailable del show, los de las filas de adelante hacen sonar sus joyas y los del fondo aplauden pero todos intentan hacer el contoneo, todos se esfuerzan en copiar lo que El General hace arriba del escenario, todos quieren mover el culo al ritmo de la pelvis, todos quieren aprender a menearse, a ondular, nadie se atiene a la responsabilidad solemne de recordar que ese mismo día y casi a la misma hora pero hacía veinte años Quilapayún estaba tocando “Nuestro cobre” en ese escenario.

El General cierra con “Te ves buena” y “Tu pum pum” y deja certificada la aceptación comercial de un ritmo latino distinto. No es reggaeton: los panameños no llegan a independizarse de la matriz dancehall y construir su propio sonido como sí hicieron los puertorriqueños, las bailarinas de El General se movían con la mecánica sordidez poledance de un stripclub a las cinco de la mañana contra la vitalidad callejera que desarrollarían las bailarinas adolescentes de Daddy Yankee, los panameños no fundarían una cultura pero su dancehall adaptado en español demostraría la fertilidad masiva de una nueva cepa de la música latina.

Para las divisiones latinas de las multinacionales discográficas, los años noventa fueron un negocio regido por la melodía. Shakira hacía ceratismo amigable, Thalía recorría el espinel más pegajoso del pop, Luis Miguel cantaba boleros. El mercado tenía aspiraciones tradicionales: el arreglo melódico “resolviendo” la eficacia de la canción, el músico como costo laboral virtuoso de la sesión o el show en vivo, un consumidor real o potencial de clase media detrás del boom continental de los países emergentes pensado a imagen y semejanza del público sajón. Las aguas subterráneas de América que saldrían a superficie en la década siguiente iban por otro lado: la muerte de Bob Marley consolidó la apropiación del reggae como un género místico-filosófico por parte de las audiencias masivas no caribeñas (fuera de Jamaica, el reggae es el género preferido de los públicos que no tienen una relación muy asidua con la música) que transformó la percepción social y productiva del género en Jamaica. La santificación gringa de Marley disolvía la pretensión realista del reggae, tanto en sus aspectos festivos como callejeros.

El dancehall llenó ese vacío con un nuevo sonido parido por los DJ’s en las fiestas garageras del conurbano jamaiquino, un sonido rústico que tomaba algunos tonos del reggae original y los pasaba por la remezcla electrónica del sampleo para crear una música más bailable y capaz de recuperar los incentivos sórdidos de las mujeres y los hombres que no eran parte de la población económicamente activa del país. El dancehall restituía el slang lumpen y cerrado que Marley había limpiado del reggae para comercializar su figura fuera de Jamaica y lo hacía con letras violentas, sexuales e irónicas escupidas en fraseos acelerados que alcanzaban un tono “rudo” muy opuesto al formato peace and love del reggae de exportación.

Desde el punto de vista musical, el dancehall era la respuesta “interna” poco sofisticada al reggae, pero también era una reforma de la música bailable caribeña que se desbordaría a los países de habla hispana: la construcción del sampleo desembocó en un beat más acelerado y sincopado, una cepa rítmica apta para conectarse con la cadencia del mambo, la salsa, el merengue, la bachata, la plena.

Panamá nacionalizó el dancehall y lo desarrolló durante el período de mayor represión del gobierno de Manuel Antonio Noriega -el milico que la izquierda cultural argentina había confundido con un heredero político virtuoso de Torrijos-; las letras ásperas del dancehall amalgamaban bien con la realidad panameña, y fueron el punto de partida hacia la masividad con una canción clave: Renato saca “El D.E.N.I.” en 1985, un dancehall en español que hace una descripción cómica del vigor represivo de la policía de investigaciones de Noriega a la hora de interrogar y dar goma por delitos menores.

El éxito de “El D.E.N.I.” modifica el patrón productivo de la composición: hasta ahí, los panameños hacían covers lineales de temas de dancehall jamaiquino tanto en el beat como en la traducción de la letra. La progresiva expansión del género incentivaría a los artistas a copiar menos y hacer más temas originales para ganar mercado. El propio Renato sacaría “La chica de los ojos color café”, un dancehall muy bailable que exploraría la relación de las mujeres panameñas con el boom de la telenovela. Las canciones originales robustecerían la inserción latinoamericana del género vía El General (y más genéricamente vía “El Meneaíto”) pero en la propia música se podían palpar los límites estructurales del proyecto panameño: los cantantes eran hábiles para copiar el fraseo raggamuffin pero nunca encontraron un estilo de “rapeo” propio; tampoco hubo una evolución melódica y electrónica que pusiera “valor agregado panameño” encima del minimalismo instrumental del dancehall jamaiquino. Mucho antes de que el género se comenzara a estancar, su éxito geográfico había anclado en Puerto Rico. Los raperos de la isla escuchaban dancehall panameño y para principios de los noventa ya era una influencia que estaba a la par del rap norteamericano y la salsa. Vico C decía estar equitativamente influenciado por lo que escuchaba en las radios puertorriqueñas de la época: Run-DMC, Rubén Blades y El General.

De todos los beats de dancehall jamaiquino copiados por los panameños hubo uno en especial que captó la atención de los puertorriqueños: el pounder, un beat más rítmico y pesado que los beats clásicos del dancehall y que en el cover de “Dembow” de Nando Boom acentuaría la potencia de las baterías respecto del tibio original jamaiquino. “Dembow” entraría fuerte en Puerto Rico y sería parte de la plataforma experimental de los DJ´s de la isla que venían de trabajar con el rap y el house. El proceso musical consistió en aislar ese ritmo específico (ahora rebautizado como dembow) y hacerlo base estándar de un nuevo sonido propio, limitando toda otra influencia del dancehall. Fue un proceso lento, que arrancó a principios de los noventa con los mixtapes indiscriminados de raggamuffin jamaiquino y panameño que cortaban y pegaban los DJ´s puertorriqueños para pasar en fiestas y discotecas; Puerto Rico vivía la crisis terminal de la salsa, un género que había sido el centro de gravedad de la cultura popular boricua durante cuarenta años hasta que comenzó a perder su agudeza callejera y su capacidad para “contar historias”. Había un “vacío urbano” que ni el hip-hop ni la música electrónica por sí mismos podían llenar, faltaba un ingrediente cultural capaz de restaurar (y renovar) esa cadencia musical caribeña que el lumpen-proletariado puertorriqueño reclamaba a los gritos: el sazón, el saoco, la sabrosura, el sandungueo.

El reggaeton es una manufactura puertorriqueña que se desprende progresivamente de los sonidos dancehall en los que se inspiró y crea un nuevo beat, más agresivo, con más ramificaciones rítmicas, más sinuoso a partir de bajos más potentes, con baterías híper-arregladas y una nueva densidad melódica. No hay un parentesco musical directo con la salsa, pero “el sazón” sobrevuela en la construcción electrónica del sonido. El reggaeton tardaría diez años en nacer: la década del noventa se puede pensar como el largo laboratorio reformista de las influencias del dancehall y el rap hasta el big bang de un sonido distinto en 2000–2001.

El underground (1990–1999) no es el reggaeton, pero es parte de su historia. Se podría decir que el reggaeton creció de la periferia al centro: el party de marquesina y la vivienda de protección social en Carolina, la mano de obra civil del narcotráfico, los trabajadores part-time del sector servicios, el ejército de reserva de la deserción escolar. Ese inicio marginal implanta una cultura antes de que llegue la música; tallan en piedra un slang para casi todo: la diferencia posmo entre sexo y amor, los hábitos de consumo, la muerte, el dinero, la descripción de la mujer (básicamente, la “yal”), el baile, la familia monoparental (la “mai”), la seducción, la violencia. El reggaeton se inocula como una especie de literatura del yo recortada sobre el realismo capitalista de una época, y más allá de lo musical, esa “verdad” lo hará persistente y exitoso a lo largo del tiempo.

La producción musical del underground caminó detrás de esa implantación cultural. Se trató de una evolución errática monopolizada por los disc-jockeys (Playero, Negro) que intentaron una transición intuitiva de la discoteca al estudio de grabación. La ambición inicial fue armar mixtapes por donde desfilaran raperos locales tirando versos a velocidad ragga con cierta crudeza soez encima de un beat hecho con un puñado de melodías electrónicas extraídas del dancehall jamaiquino que se usaban como “genérico” en todas las canciones. La idea era sacar un producto rápido y reconocible hacia las discotecas y los parties callejeros, donde prevaleciera el dembow hondo –una percusión grave- y más veloz como motor bailable, sin mayores innovaciones melódicas. La fórmula funcionó a nivel nocturno, y expandió “la cultura” dentro de la isla. Pero a nivel musical, lo que pasó entre los sucesivos cassettes de Playero y The Noise que salieron a la calle no terminaba de cortar el cordón umbilical con la matriz jamaiquina. Las canciones eran todas iguales, los beats se repetían, los cantantes no se distinguían por un estilo propio. Se evolucionó del mixtape a la canción, aparecieron algunos rapetones, se consolidó un patrón rítmico potente y bailable como marca local, pero poco más. Las limitaciones musicales y tecnológicas de los disc-jockeys signarían la época hasta la primera prohibición estatal del reggaeton a mediados de los noventa. Para inhibir su contagio social indiscriminado, la gobernación de Puerto Rico lanzó una campaña de moralidad contra las letras sexuales y violentas del género con sanciones legales incluidas para quienes vendieran y consumieran reggaeton (una censura clasista bastante similar a la que sufrió el tango a principios del siglo XX en Argentina).

La prohibición desmonetizó el incipiente mercado del underground –sellos, disquerías, conciertos- y la crisis apalancó a una nueva camada de disc-jockeys (Nelson, Goldy) que hicieron entrismo al reggaeton desde el tecno y el house; estos tipos vieron que el reggaeton tenía una demanda imparable en la vida nocturna de la isla inclusive a costa de la moda “sajona” de la música electrónica, y que la prohibición no hacía más que confirmar el proceso.

Traían una visión más sofisticada del sonido electrónico, manejaban bien las máquinas, eran más productores que pasadiscos. El underground sale del estancamiento jamaiquino: DJ Nelson saca The Flow (1997), un disco que pega con dos temas: “Vengo acabando” de Alberto Stylee (la estructura melódica de “Sweet Dreams -are made of this-” sobre un beat de dembow) y “Se acelera el flow”, un rap salsero. Los cantantes tienen que amoldar su fraseo a la textura tecno, lo tienen que hacer más lento y fluido, deben acomodar su voz a la nueva densidad electrónica de las canciones. Todavía no es reggaeton: falta la metamorfosis crucial del dembow.

DJ Blass había estudiado el house europeo. A cierta distancia conceptual, analizó la evolución irregular del underground. Como la mayoría de los disc-jockeys puertorriqueños, venía del rap, y a fines de los noventa entró al género con un manual musical propio. DJ Blass no era disc-jockey, era un compositor de pistas; tenía su propia librería de beats, armada en base a una materia prima de sampleos y ritmos “vanguardistas” sacados de los recovecos del house europeo, el reggae y sus propios agregados instrumentales. Blass hace una introducción letal del sintetizador europeo al reggaeton, pero a la vez hace algo tan imperceptible como definitorio: baja levemente la velocidad rítmica del dembow para que la curva de los bajos tenga más espacio dentro de la canción, quita los redobles latosos de las baterías del underground y pone kicks y snares más secos y sincopados de la mano del fruity loops, el primer programa que digitaliza al mango el sonido del reggaeton. DJ Blass destruye el monopolio del dembow clásico del underground y crea un ritmo ondulante que sin apelar a la influencia directa del folclore boricua, se funda en el corazón salsero de la isla. No es casual que se llame Sandunguero (2001) el disco de Blass que instala el know how del reggaeton puertorriqueño tal y como lo conoció el mundo unos años después.

El sonido de DJ Blass se masificó entre los productores y artistas del género y provocó una ruptura: desaparecen los disc-jockeys y nacen los “hacedores de pistas”, especialistas en el manejo de la computadora y los programas de música con oído para “sacar sonidos”; muchos de ellos también tienen formación conservatoria o tocan algún instrumento. Las Torres Gemelas caen y el reggaeton levanta su densidad musical: dembows combinados, arreglos de guitarra para colorear la melodía latina, sintetizadores orquestales.

2000–2001 es como una placa tectónica que se corre, hunde lo viejo y sobre la huella de Blass pare una gama de productores-músicos-compositores (Luny, Noriega, Eliel, Urba, Nely) que fundan la estructura musical del reggaeton como producto industrial que Puerto Rico exportaría al mundo. Sobre esa base se asentaría un grupo de artistas que, cada cual con su estilo, fraguarían el sonido indeleble del género. Aparecen discos-cimiento: A la reconquista (2002) de Héctor y Tito (el disco que llevó el reggaeton a la clase media y alta de Puerto Rico), The last Don (2003) de Don Omar (quizás el disco con las voces, melodías y baterías mejor arregladas de la historia del reggaeton), El Abayarde (2002) de Tego Calderón (la electrónica del reggaeton pasada por el acento afrolatino –salsa, negrura y Bronx-). Aparecen sonidos: el rapeo pionero del gato Yaviah en “La mákina”, el sampleo simplificado de los sintetizadores de Domino Dancing en “Anda” de Magnate y Valentino, el beat bachatero de “Pobre Diabla”, la electrónica imposible de Blass en “Cosa buena”. El reggaeton se definiría ahí como un modelo de composición autónomo, que se alimenta de la fusión para transformarla en otra cosa, crecer, expandirse y gestar una posición de mercado frente a otros géneros musicales. La condensación comercial de este proceso de depuración-fijación de sonido sería Barrio fino (2004) de Daddy Yankee, el (What´s the story) Morning glory? del reggaeton.

La explosión de la gasolina puso al reggaeton en el mapa de la división internacional sajona de la industria musical. La intelligentzia disquera le asignó un lugar marginal proporcional a la “moda”, subordinado al negocio latino del rock (Argentina) y del pop (México) que pese a su crisis se creía más permanente. La era dorada del reggaeton (2004–2009) fue algo más que una moda: se trató de la semilla subversiva de la música latina que terminó por enterrar al rock y al pop como pauta de negociación regional frente a Sony, Universal o Warner. El reggaeton se derramó a partir del mito del desclasado: se hace música por necesidad, por guita, para comprarle una casa a la mamá soltera, para llegar a la cúspide del capitalismo sin trabajar. La franqueza lírica del reggaeton es no ocultar esa voracidad detrás de la condición racial (como el hip-hop) o la vocación poética del arte. Al artista de reggaeton le cuesta mucho explicar el valor estético de la música que hace pero sabe cuántas regalías anuales le deja cada canción. El reggaeton construye su propio mito del sueño americano: el éxito sin instituciones, sin sociedad, sin Estados Unidos. Puerto Rico está adentro pero está afuera.

Ese mito realista empujó al reggaeton en la batalla sorda contra el modelo declinante del rockanpop latino (se incorporaba un nuevo consumidor latinoamericano, poco identificado con la “audiencia mtv”, a tal punto que la empresa no pudo absorberlo en la plataforma “melódica” del MTV latino y abrió un canal especial de reggaeton como MTV 3) y lo ayudó a surfear su primera gran ola de adaptación global para mantenerse como el principal genero latino frente al mercado anglosajón. Siempre abierto a fusionar sonidos en su favor (algo que el rock no podía hacer y el pop latino no podía capitalizar), leyó la productividad del sonido RedOne –la nueva electrónica abigarrada que oxigenaba al pop a partir de su contrapunto con el melodismo clásico de Lady Gaga en un mismo producto, el electropop- y lo pasó por la procesadora puertorriqueña: el reggaeton sobrevivió a su “sonido original” con una nueva capa electrónica más saturada y distorsionada, voces más melódicas y tuneadas que colocaban a la mujer en el eje exclusivo del deseo (por encima del dinero, las armas o el drama barrial) y un equilibrio entre lo escuchable y lo bailable de la canción para exportar más y abrir el género a otros mercados no esencialmente caribeños ni latinos. Temas como “Besos mojados” de Wisin y Yandel o “Historia de amor” de Arcángel marcaron el tono de la época, más fría y expansiva, gobernada por la obsesión pragmática de los productores por no quedar atrapados en la obsolescencia del sonido, algo que el reggaeton podía evitar gracias a su estructura fusionable. La fórmula electro del reggaeton fue un cálculo ocasional que renovó su sonido y le agregó una marca electrónica densa y flotante que los productores puertorriqueños asimilarían como una educación digital más sofisticada en el camino hacia la construcción eruptiva del trap latino algunos años después.

La hegemonía de Rihanna en el pop mundial preparó el oído anglosajón para un nuevo ecosistema sonoro: introdujo y potabilizó los ritmos del dancehall en la canción pop, salió de las entonaciones melódicas para ir al fraseo desarreglado que unía aspectos del dancehall con el rap (ahora habitual en el trap), evolucionó hacia la climatización electrónica sampleada como principio compositivo de sus canciones. Cuando se aburrió de hacer guita con esa receta, armó una empresa de cosméticos en un joint venture con el conglomerado Louis Vuitton para facturar de manera más creativa. En respeto a su cultura caribeña, le gusta más el dinero que el arte y no lo disimula.

Rihanna es el caballo de troya que fija las reglas del corazón del pop mundial justo cuando el reggaeton puertorriqueño vive su crisis-transición de productores más severa: entre 2011 y 2015 el género no logra expandir una renovación musical ni crea un nuevo star system carismático que atraiga a las nuevas audiencias. La solidez electrónica de los nuevos productores (Los de la Nazza, Luian, Mambo Kingz) se encontró con un mercado cansado de reggaeton tal y como se lo concibió a inicios del 2000. La crítica musical celebraba el eclipse total del reggaeton.

La crisis se resolvió desde Medellín. La clase media juvenil de la ciudad buscaba un destino cultural que borrara el pasado narco-guerrillero, la memoria del clan Gaviria y las andanzas comunitarias de Pablo en esa porción de territorio robado al Estado. Los chicos eligieron el reggaeton para disolver la leyenda provinciana de la sangre y fundar una vida cotidiana moderna de consumo, ocio y amor. Medellín pensada como una Miami del corazón. El reggaeton colombiano es el reflejo estético del orden hegemónico que instaura Uribe: el país que pasa de la barbarie del Estado fallido a un capitalismo civilizado de inversiones. Si los puertorriqueños le cantan a las putitas del boliche o el monoblock, los colombianos le cantan a la “beibi”, una tranquila next door girl cogible pero con la que se aspira a la comunión del amor. El reggaeton colombiano clausura la lírica gangsteril de los puertorriqueños y abre una plataforma de consumo que se acerca a los estándares del pop: Maluma le canta al harén que comparte su cama diaria, J Balvin instala un reggaeton diversificado entre la seducción, la ruptura y el desamor, Karol G caravanea para conjurar la tusa, Feid excava en la tristeza masculina que deriva del amor tóxico. El reggaeton colombiano no conecta con un pasado musical local: es un moderno instrumento de limpieza de Medellín, de ciudad roja a ciudad verde, sustentable, rentable, habitable; pero a la vez es un reggaeton que aportó un estilo ante el vacío inédito dejado por los puertorriqueños. Colombia salva al reggaeton con un dembow lento que le da un tono dancehall a las canciones, les aquieta la violencia rítmica, apela a baterías suaves para elevar la densidad melódica de las voces y produce una electrónica minimalista, como si los sampleos fueran sacados de una cajita de música. Cuando los puertorriqueños retomaron el dominio creativo del género (2015, bajo la ola del trap), el “paquete pop” de los colombianos fue asimilado como un elemento central de la nueva masificación mundial del reggaeton.

Rihanna y los colombianos dejaron la cancha preparada para que el mercado gringo del pop naturalizara esa constelación de ritmos caribeños difíciles de entender –originados en naciones de PBI nulo- que habían persistido y crecido a lo largo de treinta años. A la sombra del trap en español, el reggaeton ganó la batalla cultural en el seno de las audiencias anglosajonas, copó las listas globales de billboard y spotify y desbancó a los artistas estadounidenses de los late shows de tv. Hace unos años, Thalía daba la síntesis del proceso: el reggaeton (y a través suyo la música latina) se transformó en el pop mundial realmente existente por primera vez en la historia de la música moderna. Hoy, una tía redneck de Texas “se emociona” con la voz de Rosalía aunque no entienda qué carajo dice, unos mellizos midwester coreografían por tiktok canciones de Ozuna, un youtuber británico mantiene a su familia haciendo video-reacciones de hits de reggaeton. Eso que en 2005–2006 se había pensado como un efímero puñado de canciones del verano hoy es la música que domina el mundo.

¿Dónde radica la fuerza del reggaeton? ¿Por qué su hegemonía es tan longeva como fueron las del rock y el pop? ¿Cómo logró modificar la correlación de fuerzas del mercado mundial de la música? Una certeza intangible: los productores puertorriqueños tienen un oído rabdomante para descubrir “nuevos sonidos” (nuevas combinaciones de ritmo y electrónica) a una velocidad creativo-productiva que coincide con las exigencias obsesivas de consumo de las redes sociales.

El reggaeton no resiente su calidad a pesar de la saturación de oferta que hoy lo define, sino todo lo contrario: ese derrame de canciones y discos “semanales” creó una competencia frenética donde sobresale quién hace algo “distinto”; el consumidor de reggaeton es musicalmente conservador pero los artistas que más venden son los que innovan con un estilo propio, sobre todo en el beat, agregando un plus de sofisticación electrónica a lo ya conocido o “quemado”.

Quién mejor flota sobre esa histeria productiva es Bad Bunny, el artista más inteligente y global de la actualidad: en dos años sacó cinco discos (tres en uno) que definieron las tendencias compositivas del género en ese aterrizaje forzoso desde el trap al reggaeton que dejó en orsai, por ejemplo, a los traperos argentinos. Con “Safaera” construyó una demanda que el mercado no registraba: cuatro secciones diferentes de dembow underground a la usanza mixtape enlazadas con climatizaciones suspendidas y densificadas y sampleos electrónicos siglo veintiuno que el viejo reggaeton de los noventa nunca podría haber logrado, más la picaresca “bellaca” de unas letras que estaban excluidas desde la limpieza exitosa de los colombianos.

Con YHLQMDLG, Bad Bunny matizó el dominio del modelo de canción estándar de reggaeton de moda hecha de sintetizadores tenues o guitarras punteadas en la melodía, baterías livianas y beat alternado de dancehall (al estilo “Tattoo” de Rauw Alejandro) y habilitó un proceso en curso donde el reggaeton pesado del perreo se metaboliza con la electrónica oscura del trap. Canciones recientes como “El makinón” de Karol G o “Tu veneno” de Balvin indican que los colombianos están dispuestos a contagiarse con la nueva cepa bad bunny del reggaeton para preservar la cadena evolutiva del género.

La estatura pop de Bad Bunny se nutre de su imprevisibilidad electrónica (el sintetizador italiano de “Otra noche en Miami”, un uso distinto del dembow filtrado en “Dákiti”) y la precisión lírica para sacudir el tinglado emocional de la “generación de cristal”. Ahí donde la mayoría de los reggaetoneros hace un ensayo exclusivo sobre el desamor de pareja, Bad Bunny corre el eje hacia un estado de incertidumbre existencial más general ante los desafíos de la vida capitalista de nuestros días. A través de versos simples y contundentes, muchas canciones de Bad Bunny funcionan como aforismos martínfierristas sobre la depresión, la soledad, el desencuentro, el capricho y el hastío que calzan como un guante dentro del drama diario del centennial global, principal consumidor de reggaeton a escala mundial. El otro aspecto de su plus lírico es la incorporación del cinismo como un factor tan realista como expiatorio de las relaciones afectivas.

Ambas sintonías finas del sentimiento colocan a Bad Bunny en un umbral de adoración pop que supera las pretensiones tradicionales del género y dejan intuir una nueva fase innovadora tan incierta como inexorable que siga desbordando al reggaeton por el mundo, tanto por exigencias productivas como por necesidades estéticas. El síntoma de calidad del reggaeton es la supervivencia, no las reglas del arte.

No parece haber apocalipsis que debilite al reggaeton: la caída global del consumo por streaming al inicio de la pandemia no lo afectó y activó un paro a la japonesa de la industria: la falta de shows y conciertos en vivo se transfiguró en tiempo libre para causar una inundación inusitada de discos y singles que mantuvieron en alza la oferta afiebrada de reggaeton a las masas a pesar de la crisis. Mientras la música tradicional se quejaba de la “falta de apoyo” y de la ausencia de presencialidad para grabar, el reggaeton explotaba sus ventajas comparativas: la pericia para grabar un hit en un celular o una laptop sin el lastre operativo de “una banda” y la concentración simbiótica del artista y el productor en una misma persona. En un mercado de música que se rige por la dinámica de las redes sociales, el artista de reggaeton entendió que la venta del producto es más exitosa cuando se controla todo el proceso creativo, sin depender de nadie hasta la fase de distribución.

En ese proyecto individual sin ayudas que va desde la pobreza absoluta a encajarle la distribución masiva de “la pegada” a Sony por un contrato millonario salvador se funda cada vez más el mito inextinguible del reggaeton. De trabajar en un McDonald´s de Bayamón a tocar en el entretiempo del Super Bowl, de cortarle el pelo por chirolas a los vecinos del monoblock a hacer un featuring con Drake o la todavía rentable Jennifer López. En esa desmesura radica la fuerza realista de su propuesta: el reggaeton es la batalla declarada contra la jornada laboral de ocho horas y el progreso asalariado, básicamente porque ese proyecto no existe. El reggaeton es una fe estética tangible que te dice: al capitalismo hay que entrarle por otro lado. No hay instituciones, no hay Estado, no hay trabajo ni comunidad que te ayuden a salir, que te saquen la depre. Lo único que florece y existe es el reggaeton, y ese mensaje ecuménico, áspero y alegre es lo que hoy se riega sin parar por todos los conurbanos del mundo.

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