Un oscuro día de injusticia

Luciano Chiconi
Proyecto Manchester
18 min readSep 20, 2020

El agobio intelectual de Karolj Seles no era con Tito, era con la invasión soviética sobre las palabras y las cosas de la clase media yugoslava. Una invasión graciosa y casi tardía a esa altura de los setenta, para él, un hijo de la cultura desarrollista que el líder viejovizcacherista había construido pasando la gorra por la URSS y el Plan Marshall al mismo tiempo. Se reía de la prosa soviética del gobierno de Tito en las historietas de humor político que dibujaba para los diarios que leía la clase media. Karolj Seles nunca dejó de reírse, inclusive cuando ya estaba asentado en el mundo occidental y a contramano del ambiente tenso y competitivo del tenis profesional, se lo podía ver en un palco (corte mullet, pilcha de gimnasia abigarrada, un grasa de la europa tercermundista) con la sonrisa tan marcada como alienada mientras aplaudía con las manos abiertas tanto los puntos de su hija como los de la rival, en disidencia anímica con el resto de los núcleos parentales de las tenistas, que vivían una final de Grand Slam como si estuvieran en terapia intensiva.

No se sabe bien qué fue la clase media yugoslava (trabajo intelectual calificado viviendo en monoblocks) pero Karolj Seles aprovechó sus ventajas en la zona mixta del régimen para definirla a través de su hija: una clase autodidacta. Un profesor de tenis enseña a jugar a partir de un legado: lo que hasta ese momento la historia del tenis define como “la técnica” (como se agarra la raqueta, como se ejecutan los golpes, como se corre hacia la pelota); en principio es una enseñanza impersonal, porque a todos los alumnos se les inculca lo mismo por encima de sus capacidades singulares para ganar.

El tenis no era una prioridad de la política deportiva del Estado yugoslavo, la ciudad de Novi Sad tenía solo cuatro canchas de tenis y no había un “programa” para insertar a mujeres de seis años de edad a la práctica de este deporte. Mónica Seles empezó a jugar al tenis en el estacionamiento descampado de un complejo de monoblocks. Su padre no le enseñó un estilo, le enseñó a pegarle a la pelota para obtener un resultado preciso, premeditado, algo que recién diez años después, cuando Mónica Seles ganó Roland Garros a los dieciséis años, se comenzó a percibir como la subversión técnica y estratégica del juego que parió al tenis moderno femenino.

Nick Bollettieri también era un autodidacta, pero del dinero. Un ganapán itinerante del tenis estadual norteamericano que la juntaba como sparring de familias, mujeres y niños de clase media por los clubes del midwest. Luego se estableció como un oscuro profesor de tenis para los huéspedes de uno de los hoteles de la familia Rockefeller en Puerto Rico. A fines de los setenta volvió a Estados Unidos con el toco justo para dejar de ser un asalariado, compró unos descampados casi fiscales en un pantano de la Florida y materializó su visión del tenis en una academia dedicada a la atracción de jóvenes talentos.

La academia de Bollettieri se movía por afuera del establishment tenístico estadounidense (las federaciones, los tennis ranch de ex tenistas famosos) atrayendo a ambiciosos padres de clase media (alta y baja) con ganas de monetizar a sus hijos por la vía más expeditiva hacia el éxito profesional. A diferencia de las federaciones y los clubes, la academia de Bollettieri no priorizaba la docencia herbívora de una técnica o estilo sino un resultado. Al resultado buscado (consensuado entre Bollettieri, padres y alumnos) se adaptaba la técnica más conveniente. Bollettieri no era solo un fenicio del tenis: vender éxito suponía tener un concepto específico del juego para lograr ese éxito. Todavía hoy existe cierta subvaloración de Bollettieri como “lector del tenis”, en parte instigada por el propio establishment contra el que se impuso a mediados-fines de los ochenta, cuando comenzó a colocar a sus jugadores en la elite del tenis mundial. Es posible que Bollettieri pensara en la aceleración del juego como el punto de partida global para cambiar el tenis y conducir a sus jugadores al éxito, y que aceptara toda simplificación técnica que observara en los golpes naturales de cualquiera de sus alumnos para lograr ese fin. Bollettieri no enseñaba, Bollettieri adaptaba.

Mónica Seles llegó a la academia de Nick Bollettieri en 1985 para franquearse el paso al tenis profesional que Yugoslavia y Europa no le daban. Muerto Tito, a la clase media yugoslava le quedaba por delante un camino de libertades, pobreza y violencia étnica difícil de compatibilizar con la previsibilidad desarrollista en la que se habían criado, lejos de cualquier guerra. El país no les daba nada salvo un futuro bélico: Yugoslavia era la transición absurda entre el desdén político y la nostalgia nacional que exportaban las películas de Kusturica, y el rumbo occidental de Seles anticipó la diáspora poscomunista que desreguló el mercado del tenis después de la caída de la URSS. Miles de rusas, checas, rumanas o ucranianas llegarían al centro de refugiados de Bollettieri en busca de techo, comida y ambición deportiva.

Bollettieri sistematizó lo que Seles traía de fábrica: drive a dos manos y revés a dos manos. Aceitó esos dos golpes con algunos rasgos de aceleración del juego que su academia venía predicando: pegarle de frente a la pelota (open stance), “jugar el punto” desde la devolución de saque, empuñaduras más cerradas, impactar la pelota lo antes posible después del pique. Todavía en los ochenta y a pesar de la transición técnica que ya vivía el tenis con las nuevas raquetas y la preparación física, muchas de esas proclamas de juego estaban lejos del radar de la mayoría de los profesores de tenis y algunas como pegarle de frente a la pelota podían condenar a una lisa y llana herejía.

Lo primero que se vio de Mónica Seles en una cancha del circuito profesional de tenis fue algo más que el juego regulado de la academia Bollettieri. De hecho, aspectos de ese tenis premoldeado ya se veían en Agassi, Courier y Krickstein como una tendencia que todavía no podía vulnerar todo tipo de juego que se le ponía enfrente. Semifinales de Roland Garros ’89: Seles va contra Steffi Graf por primera vez en su vida en el primer Grand Slam de su vida. Lo pierde en tres sets inusualmente violentos y vertiginosos para el estilo plástico y pausado que traía la elite femenina con Evert, Navratilova, Sabatini, Mary Joe Fernández, Arantxa Sánchez y la propia Graf. Los tiros de la quinceañera Mónica Seles salen con un efecto distinto, son parábolas más rectas y anguladas que las que suelen emanar de las demás jugadoras, no son pocos los momentos del partido que obligan a Graf a retroceder, a vivir en un hábitat defensivo que no conoce desde que agarró el número uno del mundo hace dos años. Seles labra en el polvo parisino una amenaza a la pax germana del tour femenino que lacra un año después, cuando le gana la final a Graf en sets corridos y decreta el final del tenis clásico.

Un partido Seles-Graf era mucho más que un partido de tenis. Eran eventos de una densidad estratégica que vistos a la distancia reflejan la etapa de mayor excelencia competitiva de la historia del tenis femenino. En parte eso explica por qué una jugadora tan completa y talentosa como Gabriela Sabatini no pudo ser número uno. En la final del Masters ’90, Gabriela jugó el mejor partido de su vida y lo perdió en cinco sets porque del otro lado estaba Seles. Un punto entre Seles y Graf se puede mirar, pero lo más interesante es que se puede narrar de memoria. Saque fuerte y cruzado de Graf del lado del deuce para sacar a Seles de la cancha, devolución profunda de revés de Seles sobre el drive de Graf, la pelota va bien sobre la línea de fondo para que Graf pegue un drive atrasado y no ataque, Graf mete un drive cruzado para mantener a Seles en el revés pero la pelota no es tan profunda y Seles saca un temprano revés paralelo para poner a Graf a jugar su revés con slice. Ahí nacía el núcleo definitorio del punto. Graf juega el revés con slice cruzado sobre el drive zurdo de Seles, Seles contesta con un drive cruzado con top al revés de Graf. El punto se mantiene en ese cruce calcado durante cinco o seis intercambios. El slice de Graf es filoso y contra cualquier otra jugadora sería un golpe molesto, inductor a una devolución corta que le permitiese invertirse con el drive y pasar a dominar el punto hasta ganarlo.

Pero contra Seles se convierte en un problema, porque en el curso del peloteo ese slice se hace inocuo, a Seles no le cuesta levantarlo con su drive bien cerrado a dos manos y jugar una derecha (zurda) cada vez más angulada y alta con el top spin para encajonar a Graf en ese revés con slice hasta que el punto termine, justo cuando lo que desea Graf es salir urgentemente de ese golpe para pasar a tener certidumbre con el drive. En la progresión de ese intercambio se suele producir el vuelco anímico del punto: Seles pega ya metida un paso adentro de la línea de base, perpetúa a Graf en el revés mientras piensa cómo cerrar el punto. Cambiar con una derecha paralela al lado vacío, tirar un ángulo bien corto para sacar a Graf de la cancha o simplemente esperar que Graf deje en la red el slice que pega cada vez más arriba del hombro por la carga de top spin del drive de Seles.

A esta altura, Steffi Graf ya sabe que Seles tiene muchas más opciones que ella para ganar el punto. Le queda una chance y tampoco está en sus absolutas manos: esperar que Seles se equivoque y juegue un drive más corto y no tan cruzado que le deje correrse y jugar una derecha invertida paralela (es difícil que la intensidad del juego le deje acomodarse para un tiro invertido cruzado) que liquide el punto. Lo que solía suceder era que Seles también tenía respuesta para esa derecha terminal: un violento revés cruzado pegado bien delante de su cuerpo que salía despedido contra el fleje lateral, besaba la línea y se estrellaba contra la lona.

Quince días antes de ganarle la final de Roland Garros ’90, Seles había vencido a Graf en la final del torneo de Berlín. Antes de eso, Seles venía de ganar cuatro torneos consecutivos; lo que jugaba, lo ganaba. Un instinto carnívoro como la alemana ya sentía en el pecho que esas dos derrotas no eran casuales y presagiaban una derrota estratégica más general de su juego. La percepción dramática de Graf era que ninguna modificación táctica que intentara dentro del partido para revertir la desventaja daba resultado, y que además Seles tampoco mostraba merma anímica en los puntos clave del partido. Un tenista profesional puede ver en dos partidos aquello que lo va a martirizar durante años y a partir de ahí cada duelo Seles-Graf estuvo cubierto de un aura densa, dramática, tensa, como si ambas jugadoras caminaran por el fuego mientras el cielo se llenaba de nubes negras. Graf escenificaba su frustración pegándose con la palma abierta en el muslo, puteandose en voz alta, sacada, negando con la cabeza ante cada bola en la línea de Seles, discutiendo con el umpire cada pelota dudosa, involucrando al público en las polémicas.

El proceso de renuncia a la imbatibilidad de un tenista es tortuoso, y en el caso de Steffi Graf se manifestó como un despojo, como si se le arrebatara injustamente algo que le correspondía. La lucha de Graf contra la hegemonía de Seles nunca terminó de reconocer las armas genuinas de la yugoslava, como si la noción “tenis moderno” fuera inconcebible. Quizás muchas otras tenistas sentían lo mismo que sentía Graf, y quizás también lo sintiera la dirigencia del tenis y hasta una parte del público. Esa sensación de “injusticia” que Graf no podía evitar hacer sobrevolar por una cancha cada vez que perdía con Seles se trasladó al ambiente, y detonó el 30 de abril de 1993. En 2009, Federer perdía su quinta final consecutiva con Nadal, esta vez en el Abierto de Australia. Cuando recibió la plaqueta de finalista y le dieron el micrófono, en vez de hablar, lloró. Con la cara irritada por las lágrimas y los mocos, blanqueó que no sabía cómo parar la seguidilla de triunfos de Nadal, que la situación “lo estaba matando”. Ante el público, hizo el duelo y aceptó el dominio del rival: pudo sepultar su invencibilidad 2004–2008. Si Steffi hubiese hecho lo mismo cuando Seles le ganó la tercera de cuatro finales de Grand Slam, también en Australia pero en 1993, la rivalidad quizás no hubiera alcanzado el sesgo trágico del 30 de abril de ese año. Pero Steffi Graf no iba a llorar. El Estado alemán no la había educado para eso.

Si Mónica Seles fue un fruto autodidacta de la clase media yugoslava, Steffi Graf fue un producto del Estado alemán. Aprendió las bases del tenis con su padre, y a los seis años entró al programa gratuito de la federación alemana de tenis para construir una suave maquinaria. El drive azotado a la altura de la cadera, la columna vertebral y las piernas cimbreadas en compás para armar un arco cóncavo con el cuerpo a cuarenta centímetros del suelo mientras la pelota sale despedida de la raqueta, la musculación tersa y armónica de piernas y brazos ajustada al balance entre fuerza y movilidad que exige un tenis ideal. Una postal plástica afiliada a la tradición documental de Leni Riefenstahl. El drive de Steffi Graf, el saque de Boris Becker: dos obras imperiales de un estado democrático. Esa salsa blanca apolínea se cocinó en el laboratorio del Baden Tennis Center, uno de los tantos centros de entrenamiento suburbanos que el consenso “adenauerista” había sembrado en los setenta por todo el país para canalizar la pasión nacional por la excelencia física hacia misiones más altruistas y honorables que la política.

Además de la enseñanza técnica del tenis, el centro tenía un equipo médico dedicado a proyectar la evolución biológica del crecimiento adulto de los alumnos; si el niño tenista iba a superar el metro setenta y cinco a los veinte años, se construía su juego en base al saque. Si se quedaba en los estándares inferiores al metro setenta, se apostaba más al drive y al revés para fortalecer su juego de base. Esta versión responsable de la refinación de la especie asignó a Graf un juego edificado a partir del saque y la derecha. Un juego preparado para cocinar el punto en cuatro o cinco pelotas que a Graf le funcionó con esplendor entre 1987 y 1990. La federación alemana de tenis promovía un tenis más físico para prevalecer dentro del tenis clásico. Bajo esas leyes técnicas, Graf tuvo que superar el tenis antiguo de Evert y Navratilova y mantener a raya a jugadoras menos potentes como Sabatini y Sánchez para ser número uno del mundo. A cuatro o cinco pelotas, Graf no tenía rivales. Pero Seles hablaba otro idioma, jugaba a otra cosa. La televisión socialista yugoslava no transmitía partidos de tenis, Seles no conocía la historia del tenis, no tenía ídolos a quién consumir, amar e imitar, no tenía posters de Borg o Evert pegados en la pared de su pieza del monoblock, Seles sabía del tenis lo que le habían explicado su padre y Bollettieri: pegale antes y fuerte. Acelerá el juego con la fuerza que trae la pelota de la rival. Acortá el backswing para pegar antes y no deschavar la dirección de tu pelota. Como decía Martina Navratilova: el drama contra Seles no es que le pega fuerte, es que le pega profundo en todos los tiros. Hoy indiscutibles en el tenis profesional, hace treinta años Seles labraba las nuevas leyes del juego y lo rubricaba con una hegemonía: ocho títulos de Grand Slam en menos de tres años, entre los dieciséis y los diecinueve años de edad.

¿Qué era el tenis moderno según el evangelio de Mónica Seles? Agrandar la cancha del rival y por decantación, achicar la propia. La combinación de golpes profundos a la línea de fondo con tiros angulados y cortos a las líneas laterales (facilitados por la empuñadura a dos manos) ampliaba más allá de lo convencional la zona habitual de juego que debía cubrir el adversario. Seles transformó estos parámetros excepcionales de la dinámica del juego en permanentes. Una capacidad de daño infinita que le dio margen para no necesitar un saque potente o jugar bien en la red y a Graf le disolvió ese juego pétreo a cuatro o cinco pelotas inoculado en el laboratorio de Baden. Ahora había que jugar más, los puntos eran más largos, más hostiles, los recursos naturales y súbitos de Seles para pasar de defensa a ataque demolían la paciencia corta de Graf. Sus certezas se redujeron al césped, donde su saque y drive eran más agresivos y el revés con slice rendía. Wimbledon ’91 (a Sabatini) y ’92 (a Seles) serían sus únicos títulos de Grand Slam durante la hegemonía Seles. En superficies normales (Australia, Roland Garros, US Open, Masters) el dominio de la autodidacta yugoslava era estremecedor.

La filiación outsider del tenis moderno de mujeres (impulsado por una chica tercermundista que jugaba con el papá y un tano que amaba el dinero) empujó un conflicto cultural con el establishment que hasta ese momento “vendía” el deporte (federaciones, periodismo, ex tenistas, asociaciones profesionales) basado en una apertura del negocio del tenis. Más marketing, más consumo, menos tradición, menos elitismo. Una nueva relación del mercado con el tenis que incluyera la vida de una ciudadana yugoslava como teenager norteamericana radicada en Sarasota-Florida. Los gustos de rapero puertorriqueño de Mónica Seles (la pilcha versace, los lamborghini) abrían el camino hacia una nueva era de masificación del tenis, pero los periodistas se resistían a decir que Seles “jugaba bien”; preferían destacar su potencia o sus gemidos al instante del impacto sin analizar su superioridad estratégica.

La irrupción del tenis moderno traía una evolución de la precisión del juego junto a la más ambiciosa popularización burguesa del negocio desde la profesionalización de 1968. La cultura autodidacta y groncho-aspiracional de Mónica Seles era el punto de ruptura con la estética austera, sofisticada y monacal del tenis clásico. Fue la primera pasajera exitosa de un camino sin retorno para el tenis, y los corcoveos de esa transición perjudicaron una valoración técnica más justa de su juego. Mónica Seles comandó la ola: después de su aparición ganadora surgió Jennifer Capriati, una ítalo-americana de catorce años con una aceleración de brazo nunca vista, explotó Sampras, Courier y Agassi ganaron su primer Grand Slam, Boris Becker abandonaba el régimen tenístico alemán y se exiliaba al campus humanitario de Bollettieri. Seles-Capriati transformaban la semifinal del US Open ’91 en un deporte nuevo, Seles ganaba. Seles ganaba siempre.

Gunter Parche era el modelo vivo de la socialdemocracia alemana. Un obrero metalúrgico adecuadamente afiliado a IG Metall que amaba el tenis. Un obrero que dudaba, que pensaba, que no se sentía cercado por la sombra terrible de la plusvalía, un obrero que podía practicar una alienación más espiritual, un obrero que analizaba el juego, un obrero desbordado por el orgullo de que su nación fuera una potencia tenística. Un obrero moderno que en 1993 y aun desempleado podía pagarse una butaca para ir a ver tenis profesional de mujeres y evaluar la realidad deportiva de su amada Stefanie Maria Graf, la mejor jugadora alemana de todos los tiempos. Gunter Parche leía las estadísticas: Graf había necesitado seis años para ganar once torneos de Grand Slam, Seles tenía ocho en dos años y medio; en los últimos dos años y medio. En esos dos años y medio, Graf le había ganado varios partidos a Seles, pero todos en torneos chicos que a ese nivel solo podían verse como preparatorios para las citas de Grand Slam. La cuenta que hacían Parche y millones de aficionados del tenis era obvia: Mónica Seles sacaba cada vez más ventaja a costa de la asfixia psicológica que le aplicaba a Graf en cada duelo de Grand Slam. La persistencia del dominio estratégico agregaba el rasgo hegemónico fatal y definitivo del tenis: crear la convicción de la derrota en la conciencia del rival.

Después de ganar Australia ’93, Seles no tenía ningún obstáculo verosímil para ganar su cuarto Roland Garros consecutivo, y a lo mejor su juego ya estaba adaptado para ganar en Wimbledon después de ser finalista el año anterior; al final del año, Seles cumpliría veinte años e iniciaría la etapa de maduración conceptual del tenista, aquella donde los jugadores suelen obtener su pico de rendimiento y resultados, que dura tres o cuatro años. No había chances de que Graf recuperara su dominio ni el número uno del mundo. Estos cálculos racionales eran la pesadilla diurna de Gunter Parche. Lo que para un ciudadano alemán menos apasionado por la duda y la reflexión hubiese concluido como la aceptación resignada de la evolución del tenis, para este obrero industrial liviano con tiempo libre se transformó en el sueño de su propio día del chacal.

Como en el atentado a Bobby Kennedy, no existe una imagen televisiva que registre el momento preciso del ataque. La imagen previa es Seles sentada en el descanso después de cerrar su game de saque 6–4 4–3 arriba contra la búlgara Magdalena Maleeva. Es viernes 30 de abril, un día de cuartos de final en el torneo de Hamburgo. La imagen de Seles se interrumpe con una gráfica congelada del resultado del partido que no anula el sonido ambiente de la cancha e inmediatamente se oye el alarido corto de Seles mientras Parche le hunde una cuchillada de un centímetro y medio de profundidad en la parte superior de la espalda a cinco centímetros de la columna vertebral por el lado derecho. Luego del grito oímos el murmullo del público y la imagen retorna recién unos segundos después para mostrar a Mónica parada en leve tambaleo mientras hace el gesto vano de llevarse el brazo derecho a la herida. Antes de caer, un par de asistentes la sostienen y la ayudan a sentarse en el piso. La televisión alemana alterna esta imagen con la de Parche desorbitado, dando contorsiones mientras dos tipos lo amarran del cuello y la cintura e intentan sacarlo de la tribuna.

El gran tabú del ataque a Mónica Seles es que no puede evitar ser calificado como el acto de injusticia más exitoso de la historia del tenis y quizás del deporte. Solo una acción extradeportiva premeditada podía frenar deportivamente a Seles. La magia del tenis es tan ingrata como hipnótica: en la orilla opuesta del fútbol, es la dinámica de lo pensado. Parche lo sabía. El tenis es un deporte tan verdadero que duele: no había ninguna posibilidad de que el azar se interpusiera y eclipsara la superioridad de Seles. No era opinión, era información: sin el episodio de Hamburgo, Graf no iba a ganar once torneos más de Grand Slam, ni Seles solamente uno. En su cumbre competitiva, el tenis es un deporte insoportablemente previsible y justo.

Steffi Graf nunca tradujo a palabras el sentimiento profundo que se experimenta cuando un compatriota se inmola por uno mismo. Asombro, horror, tristeza, alivio, angustia, orgullo, piedad, euforia, temor, quizás nada de eso pero no lo sabemos porque Steffi nunca habló ni aceptó hablar del episodio de Hamburgo y ese derecho al silencio quedó atado a la racha kafkiana de Seles con la injusticia: además de dos años de pánico a entrar a una cancha, Mónica perdió el juicio civil por lucro cesante contra la federación alemana de tenis (la escuela madre del tenis de Graf) y Parche fue declarado insano y evitó cumplir una pena de prisión. Y si ese silencio hubiese sido medido en actos, cuando a Steffi se le pidió que votara a favor o en contra de conservarle el número uno del mundo a Mónica como ranking protegido durante su convalecencia mental, votó que no. Para un tenista hegemónico, la competencia es el sentimiento más insondable.

Tres semanas después de volver al tenis profesional, Mónica Seles chocó con Steffi Graf en la final del US Open ’95. Graf tuvo más de dos años para preparar ese partido, y se notó: había mejorado su juego defensivo a la demanda de la potencia innata de Seles y copió un recurso táctico que Sabatini usaba para entorpecer el juego de Seles: jugar bolas flojas y cruzadas al fondo del cuadrado de saque con el slice de revés, una especie de drop largo y abierto para traer a Seles a la red y cortarle el ritmo demoledor que imponía desde la línea de base. Seles mantenía intacta su capacidad de jugar tiros violentos al fondo o a las líneas, pero entre los daños colaterales de la cuchillada estaba la pérdida de movilidad hacia los lados y hacia adelante; esa reducción de la elasticidad para salir a los costados le quitó contragolpe y juego defensivo, dos aspectos básicos de su tenis dominante. La Mónica Seles pospuñalada se convertiría en una jugadora menos integral, más dependiente de la letalidad de su juego ofensivo, con menos opciones estratégicas para controlar un partido. Graf ganaba esa final en tres sets y volvería a ganar en la final del US Open ’96. El episodio de Hamburgo había drenado la sangre pugilística del duelo Seles-Graf, ese tenis en carne viva que fundó las reglas de la competitividad moderna del juego entre 1990 y 1993. Ahora se podía notar la soltura aliviada de Graf en la cancha y la resiliencia humanista de Seles que la inducía a ocupar solo el 99% de su cabeza en tenis durante los puntos clave de un partido.

Eran partidos herbívoros, pero quizás lo más importante no sucedía en esas finales del ’95 y ’96 en esa zona de Nueva York sino miles de kilómetros más al sur, en la humedad árida de Bradenton, en el calor disciplinario de las canchas de cemento por las que trajinaba un crisol de niñas exiliadas de clase media en la academia de Nick Bollettieri. Mónica Seles nunca había visto tenis por la televisión yugoslava, pero ahora muchas chicas la habían visto a ella gracias a la desregulación del mundo y del deporte.

Bollettieri desarrolló una versión estándar del juego autodidacta de Mónica Seles y lo ofreció al mundo libre y outsider que pudiera pagarlo. Amplió la infraestructura de su academia a la medida del aluvión de refugiadas tercermundistas que llegaban en balsa o avión para subirse a la nueva matriz de ascenso social que brindaba el tenis, construyó habitaciones especiales para guardar los dólares físicos de una legión de menores rusas, checas, colombianas o afroamericanas que no obedecían otra rutina que empuñar la raqueta a dos manos y pegar el revés bien adelante, pegarle antes, pegarle profundo, acortar el backswing, acelerar el drive, hacer del tenis un proceso vertiginoso y preciso que lo consagrara como espectáculo de masas, hacer del tenis un proceso evolutivo de excelencia técnica y monetaria. Todas tenían un póster de Mónica Seles junto al camastro militar que les asignaba Bollettieri. Lo miraban después de rezar y antes de apagar la luz y dormir, mientras pensaban si lograrían dominar el tenis como ella.

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