En la habitación blanca de mis pensamientos.

Planchar manteles es lo primero que siempre hago después de adecentarme el atuendo con el cual no me siento identificado. Bajo el disfraz de camarero, en frente a la máquina de planchar y con dos rebosantes cubos azules de manteles recién lavados doy inicio a mi actividad laboral. Son las doce de la mañana del viernes catorce de octubre me encuentro encendiendo la máquina de planchar, esperando a que alcance los 137ºC, mientras se calienta me acomodo y ajusto el mandil remetiéndolo por debajo del cuello de la camisa así como, atándome bien el mismo a la cintura con un nudo de lazo en la parte trasera.

En esa pequeña habitación blanca entro en trance: mi mente se desdobla y empieza a divagar al son del ruido de la plancha, con cada mantel que meto, saco, doblo, coloco y vuelvo a meter, como si se tratase de un engranaje perfectamente montado y engrasado. Mi cuerpo se fusiona cada vez más al ritmo del inerte instrumento, mientras estoy planchando.El tiempo ha comenzado a detenerse, al igual que pierden intensidad los ruidos que hacen en la planta de arriba, así como se atenúan el cantar de las comandas de bebidas de mis compañeros, se escucha también el golpeteo de las copas, de tazas de café, el choque de platos ardientes recién salidos del tren de lavado, el bullicio de la gente y el jaleo de la calle en la planta de abajo.

En realidad todo esto se desvanece entre una densa neblina de vapor de agua que se apodera de la habitación en cuestión de segundos, y sin apenas esperarlo ya nada me importa, todo carece de sentido. Envuelto en la bruma, ajeno a las horas, minutos y segundos, las ideas se vuelven manteles; tangibles, palpables. Entre el vaho pienso sobre múltiples cuestiones; a veces me sorprendo reflexionando sobre cómo hice para llegar a encontrarme en esta habitación. También me pregunto qué tengo en común con mis compañeros de profesión, o cuánto tiempo seguiré aquí. Por momentos fantaseo cómo hubiera sido mi vida si mi padre siguiera vivo o cómo hubiera sido si hubiese tomado “x” o “y” decisión en el pasado. Otras veces me gusta proyectarme e imaginar cómo será mi vida en un futuro, mientras me descubro divagando sobre vidas paralelas que distan en demasía de la realidad que tengo, que vivo y de quién soy.

En ese cuarto cargado de humedad, no solamente viven mis sueños, esperanzas y reflexiones, también mis miedos y preocupaciones. Al igual que las ideas, los fantasmas de mi mente cobran vida entre la calígine; toman forma, adquieren cuerpos, se hacen materia y como niños chicos en el patio del recreo salen corriendo sin control. Se manifiestan jugando incansables a juegos que siempre acabo perdiendo: se divierten reviviendo eventos pasados a modo de flashes rápidos que se apoderan de mi vista y mis sentimientos. Les encanta camuflarse entre imágenes intrusivas de las que soy incapaz de olvidar, ellos gozan retornando una y otra vez más como si se tratase de un martillo percutor taladrando sobre el concreto. A las imágenes les acompañan los ecos de conversaciones pasadas (momentos de la película de terror que supongo todos llevamos dentro), otras veces los encuentro susurrándome al oído los mantras del “no valgo, no puedo”.

Es difícil describir lo que siento en estos momentos; entre el vapor de agua me ahogo, las manos de los fantasmas oprimen mi cuello, a la tensión del nudo que atraviesa mi garganta se les suman efluvios secos que caen de mis ojos clavándose como puñales en mi pecho, sin duda alguna os confieso que no se puede llorar debajo del agua. Con la mirada empañada contemplo el espacio que delimita mi universo, en ese lugar inmenso me hallo luchando con mis males, males con nombres propios, males que conforman uno solo, males que son para mí lo mismo que yo soy para ellos. Males que al fin y al cabo no son más que pensamientos.

En la habitación blanca me encuentro atrapado en el enfrentamiento perpetuo de mi mente contra mi ego, sin que podamos salir corriendo pues ambos somos ante el espejo un único reflejo. Cuatro de la tarde, Once de la noche, Una de la tarde; diez de la mañana… Da igual el día y la hora, estamos hipnotizados, fluctuando entre martirio y calvario, entre la reflexión y el deseo, queriendo escapar del hostil bucle que se han convertido nuestras vidas, buscando desesperados la redención de nuestro sufrimiento. Por momentos somos libres, ajenos, por momentos tomamos consciencia y nos encontramos de nuevo, perdidos, varados en alguno de los rincones de todos los lugares donde habitan nuestros pensamientos.

En el mundo de las ideas las palabras no nos dan consuelo y los antónimos son solo conceptos, en estos territorios tan lejanos mi mente y yo nos enemistamos y entendemos entre fronteras difusas donde no existe tablero, ni blanco ni negro, nos odiamos y queremos. En este paradero el bien y el mal se entrelazan, siendo nosotros mismos quienes creamos en el albino lienzo nuestro nirvana e infierno. Aquí habitamos perennes, eternos mientras el mundo material gira y acelera la putrefacción de nuestro cuerpo. Entretanto este siguiendo el ritmo del inerte instrumento da secado y procesado a aquellos grandes pañuelos.

Imagen libre de derechos de autor editada por el programa de creación de imágenes DALL E

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