Testimonio personal del terremoto

Alexis Gon
Psicopatología y personalidad 2020–1
4 min readOct 15, 2017

A la hora de lo ocurrido, hallábame caminando en la zona de campos cercana al Estadio Universitario. Concretamente, me dirigía a la cancha 13, donde tendría lugar el entrenamiento del equipo representativo de fútbol de la facultad de psicología. Recuerdo la sensación abrupta de desequilibrio al comenzar los primeros movimientos del suelo. Mantuve un gesto neutral y mudo en el rostro. El primer pensamiento que invadió mi cabeza fue producto de un rápido ejercicio de memoria que me hizo recordar que nunca había percibido con tal claridad y potencia ninguno de los sismos y terremotos que había vivido, la comparación más inmediata era el terremoto de hace apenas un semana. Al tratarse de una zona libre de riesgo de derrumbamiento de alguna estructura especialmente alta, resolví a quedarme quieto y esperar a que pasará la sacudida mientras escuchaba las impresiones de asombro de las pocas personas que había a mi alrededor, tal vez unas 4 o 5.

Una vez terminado por completo el movimiento, esperé a una posible indicación de desalojo de parte de las autoridades del lugar; indicación que no llegó. Saqué mi teléfono móvil y le mande un mensaje a mi mamá pidiéndole que me hiciera saber en cuanto pudiera que estaba bien, y así seguí mi marcha hacia el terreno de juego, mi destino original. Una vez ahí, los asistentes al entrenamiento nos dispusimos a sostener un juego amistoso que hubo de ser interrumpido por el personal de vigilancia que, hasta ese momento, fue que llevaron a cabo el desalojo anteriormente esperado.

Teniendo la encomienda de devolver material utilizado durante la práctica, me dirigí a la facultad junto con un amigo que estaba preocupado por su novia. Al pie de las escaleras de la entrada principal, un hombre nos detuvo y nos impedía el ingreso. Una vez dicha la tarea que se me había encargado, aquel hombre nos permitió pasar a mí y a mi amigo. Al caminar, se podían apreciar ya algunas zonas acordonadas y se respiraba una atmósfera fantasmal.

Todos los compañeros se hallaban en la explanada, dispuestos de manera espontánea en diferentes grupos pequeños. Todo aquel que podía reconocerse de entre la masa se saludaba, algunos de manera efusiva, y comenzaban a compartir sus impresiones de lo acontecido. Después de un rato, me dispuse a sentarme junto con un grupo de amigos.

La preocupación de mi amigo por su novia lo hacía no desistir en sus infructuosos intentos por comunicarse con ella. Sería hasta después de decenas de ellos que pudo saber que ella se encontraba bien, en su casa. En vista de que el metro estaba fuera de servicio y diferentes vialidades se encontrarían cerradas, aquellos que vivíamos más lejos nos veíamos especialmente afectados. Atendiendo a esto, mi amigo, que se encontraba en esta misma situación, resolvió que sería más conveniente ir a casa de su novia, invitándonos a acompañarlo, a mí y a otros amigos del grupo en el que nos encontrábamos, como si se tratará de su propia casa. La casa de la chica se hallaba más cerca que la de cualquiera de nosotros.

Así fue como nos dispusimos a caminar sobre avenida universidad con la expectativa de encontrar alguna ruta que nos llevara a casa de la novia de mi amigo o a la casa de cada quien. Realmente no habíamos aceptado o rechazado la invitación de hospedaje y, a estas alturas, no parecía descabellado reservarse esa carta. A la altura de metro Viveros notamos que muchas personas descendían las escaleras de una de las entradas, así que paramos nuestra andanza y pregunté a uno de los vendedores ambulantes si el servicio del metro ya se había reactivado. Aquel hombre robusto sentado en un banco se volvió hacía mí y me dijo con cierto tono de voz que resultaba cómico: “Ya hay servicio, y es gratis ¡Métanse!” Ingresamos a la estación todavía algo incrédulos de lo que aquel señor rechoncho nos había dicho y ahí, uno de los amigos del grupo se dispuso a irse a su casa usando ese medio de transporte. Los demás todavía no se sentían del todo seguros de utilizar el metro después de lo que había pasado y salieron de éste para continuar caminando. Yo, al ver que el metro ya estaba dando servicio y que aún me parecía temprano, me apetecía hacer otra cosa antes de dirigirme a mi casa, así que después de meditar por un rato tome el camino de regreso a la facultad para ver si ahí podía cargar mi celular y quedarme a matar el tiempo.

La facultad, al igual que todos los recintos cerrados de esa zona de CU, no permitían el paso a nadie. Decepcionado y sin nada que hacer, ya el cansancio me comenzaba a pasar factura y sentía el crujir de mis intestinos que me recordaban que no había comido nada desde la mañana, y eran ya cerca de las 5 de la tarde. Después de haber aliviado mi hambre con una fritanga, me fui a tumbar al pasto del “Jardín del Edén” a leer.

Después de un rato, se comenzaban a divisar en el cielo los tonos naranja que advierten el caer de la tarde y, como si todo el tiempo hubiera esperado esa señal, tomé mis cosas y me retiré.

Ya las calles estaban pintadas con la oscuridad de la noche cuando llegué a mi casa. Con la actitud de siempre, saludé a mi mamá y no fue hasta después de un rato que, mientras cenaba, ella y yo compartimos nuestras impresiones acerca del terremoto.

Por fortuna, la casa estaba intacta y no recibí noticias acerca de ninguna persona cercana a mí que se viera fuertemente afectada por el evento.

Los días posteriores los llevé con toda la naturalidad posible. Más allá de los días de escuela perdidos, no había otra alteración a mi rutina. Emocionalmente hablando, no noté que todo lo ocurrido hiciera estragos en mí, con la salvedad de un ligero sentimiento de culpa por no haber participado en algún grupo de ayuda para los damnificados aún teniendo la oportunidad de haberlo hecho.

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