Ícaro en llamas

Los aviadores en la Primera Guerra Mundial

Pablo Aguirre Herráinz
Punto y coma
13 min readSep 29, 2016

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Captura de pantalla del videojuego Battlefield I, de próximo estreno y ambientado en la Primera Guerra Mundial. Fuente.

Cuando era niño leí en un libro de aviación para críos, lleno de ilustraciones y de personajes sonrientes, que durante la Primera Guerra Mundial los pilotos se consideraban como caballeros medievales «cabalgando» los cielos, y que como tal se reconocían los rivales al cruzarse en el campo de batalla. Con los años los libros dejaron de tener tantas ilustraciones y me produjeron menos sonrisas sus personajes. ¿Por qué?

Las nuevas lecturas que realicé sobre el periodo y la aviación matizaron cruelmente esa idea de «nobleza del aire» que yo me había hecho. Por ejemplo, era verdad que determinados pilotos tenían la costumbre de hacer el saludo militar a sus contrincantes al cruzarse en plena misión de reconocimiento, pero ese solemne saludo fue muy pronto sustituido por un gesto mucho más práctico dentro del contexto de una guerra total, aunque quizá menos caballeroso: los aviadores comenzaron a llevar pistola (y a utilizarla). Por supuesto, acertar a un objetivo diminuto a lomos de un artilugio zarandeado por el viento no era nada fácil, y la mayoría de los proyectiles se perdieron en las nubes, pero el mensaje quedó claro: «esto no es un paseo, aquí hemos venido a matarnos».

«A partir de este momento, el ser humano moría y mataba ya prácticamente en cualquier campo de batalla imaginable»

Derribar aviones, desde tierra o desde otro aparato, se volvió algo esencial, pues combatir bajo la superioridad aérea del contrario suponía renunciar a casi cualquier movimiento táctico de tropas o material (pues lo aviadores todo lo contaban después, si llegaban vivos a su aeródromo), y por eso un ejército de ingenieros y trabajadoras industriales consagraron su genio y su salud a la labor de crear artefactos voladores más rápidos, resistentes y letales. Si en verano de 1914 había unos 900 aparatos en el aire, para el final de la guerra se calcula que se habían construido unos 150.000.

A partir de este momento, el ser humano moría y mataba ya prácticamente en cualquier campo de batalla imaginable: en la oscuridad del océano y bajo él, en las altas cumbres y las minas profundas, en 40.000 km de trincheras tendidas como inacabables fosas comunes (donde hay que decir que, muy respetuosamente, no crecía el romero) y, por último, en los cielos tapizados de amaneceres que tan solo unos meses atrás eran acariciados por los pinceles del impresionismo europeo.

La cinta «El Barón Rojo» (2008) comienza con esta hermosa escena, que aunque exagerada, viene a sintetizar el ideal caballeresco de la aviación de primera hora.

Aunque fue la Segunda Guerra Mundial la que obsesionó al ser humano sobre el enemigo que silba desde lo alto, fue la Primera la que asentó la costumbre de mantener un ojo avizor puesto siempre en el cielo. Nada fue tan representativo de la modernidad del nuevo conflicto como el avión y su disciplina, la aviación, hasta ese momento considerada una suerte de esnobismo exhibicionista y alocado, apropiado para las nuevas centurias de jóvenes ricos y aventureros que llenaron el mundo a comienzos del siglo XX con sus excéntricas modas y competiciones: coronar todas las cimas, batir todos los récords, llegar donde nadie ha llegado antes. Para toda esta juventud selecta el estallido de la contienda mundial supuso un soplo de aire fresco y un billete hacia el glamour del uniforme de piloto, que debía hacer que los soldados se volvieran a su paso y las mujeres se mordieran el labio.

La realidad de la contienda se impuso pronto. Ya no era solo soportar la idea de que la muerte en el aire podía venir por cualquier lado, y de un modo horroroso además (el temor a quemarse vivo estaba tan arraigado que la pistola reglamentaria solía usarse contra uno mismo), sino que hasta en los pequeños detalles el día a día de la guerra emborronó el sentimiento de caballerosidad aristocrática de la aviación de preguerra. Las normas formales del combate aéreo se ignoraban, pues se disparaba a objetivos desarmados o se remataba a quienes ya habían sido derribados; se lanzaban bombas de mano (antes de la aparición de los primeros bombarderos especializados) contra los pobres diablos de la infantería en las trincheras; se atacaba a traición, aprovechando el cegador resplandor del sol o la cobertura de las nubes; se disimulaba el color del avión para no ser tan fácilmente alcanzado y se prescindía de cualquier pericia o elegante pirueta que no tuviera por finalidad mejorar el rendimiento en combate.

El recrudecimiento de la matanza diaria también democratizó mucho más lo que hasta entonces había sido un estamento militar de restringido acceso y novedosa creación, íntimamente relacionado con los cuerpos de caballería y, en el caso del Imperio Alemán, con la nobleza terrateniente. Figuras del calado de Manfred von Richthofen (más conocido por su nombre de batalla: «Barón Rojo») convivirían en los anales de la aviación militar con personajes tan estrafalarios como el norteamericano Edwin Charles Parsons, veterano de la Revolución Mexicana y miembro de la escuadrilla franco-americana Lafayyete, que sobrevivió a la guerra y tuvo luego una atareada biografía siendo agente del FBI, técnico en Hollywood y héroe de guerra en Guadalcanal. Pero la fama y la longevidad nunca estaban garantizadas en un oficio que se relacionó pronto con el consumo de estupefacientes, permisos envueltos en música y mujeres hasta altas horas de la madrugada, y un sentimiento liviano de la vida y la existencia. El propio Parsons escribía estas líneas a algún familiar en Estados Unidos en octubre de 1916, y las reproduzco in extenso por ser dignas de un guión de Kubrick:

He conocido por puro azar a la que fuera amante del rey Constantino de Grecia, la señora de Milán, que posee un apartamento aquí. Hemos vivido juntos y desde entonces estoy moral y físicamente en ruina. Os aseguro que estoy contento de no tener que volar este mes. He ido a la escuela dos veces y me han reñido, pero la culpa es de esta mujer que me consume. […] Fumamos opio hasta las tres o cuatro de la mañana todos los días por lo que estoy feliz de que esto llegue a su fin… He perdido peso a un ritmo preocupante… Iré a París el miércoles para ver a mi amiga rusa la cual estoy seguro es una espía, y me quedaré con ella hasta el 1 de noviembre. Luego iré a Pau para aprender a hacer loopings y otras acrobacias antes de ser enviado al frente. […] No sé si os he dicho que un chico que me encontré el primer día del mes me ha dado un cheque de 400 francos por la única razón de que es forofo de los aviadores. […] Por Dios que me estoy convirtiendo en un perezoso, pero ¡qué vida asombrosa! El dinero fluye con tanta facilidad como lo gasto.

Detalle del documento original, depositado en los Archivos Departamentales de Pau: 1M-100: Aviation militaire.

Esta peculiar carta sugiere dos dimensiones sobre el universo del piloto en la Primera Guerra Mundial que rara vez aparecen tratadas en las publicaciones más generalistas. Ambas son «temáticas de retaguardia»: la primera tiene que ver con el mundo de las academias de vuelo donde se forjaban, si sobrevivían al entrenamiento, los grandes ases de la guerra; la segunda guarda relación con el hecho de que la carta más arriba reproducida no sea una original, sino una copia utilizada por los servicios de policía.

La guerra aérea era cara: «¿Y tú? Compra bonos de guerra». Fuente.

Los pilotos, por su escaso número y mayor separación con respecto a la tropa, su libertad de movimiento como oficiales, el carácter de la guerra que llevaban a cabo (que no convencía a numerosos militares) y la escasa media de vida de las escuadrillas, construyeron un cuerpo diferenciado en el ejército, relacionado con el consumo y tráfico de drogas, la vida «licenciosa», un carácter indómito y una facilidad natural para ser víctimas o perpetradores de delitos de inteligencia (espionaje, sabotaje, etc.). Así, si la nueva gama de aviones de combate revolucionaba el campo técnico y estético de la guerra moderna (los famosos triplanos Fokker Dr. 1 alemanes, el Sopwith británico o el Spad francés), los conductores de estos ingenios voladores habían adoptado una identidad misteriosa y atractiva, pero también bohemia, amargada y sospechosa desde el punto de vista nacional.

Conforme las llanuras europeas quedaban sembradas de árboles solitarios y aviones hundidos en el barro, ser aviador pasaba a ser equivalente a ser el protagonista de una breve tragedia griega. Con esto no pretendo decir que la letalidad del frente fuera mayor para los «caballeros del aire» que para el soldado de a pie, ni mucho menos, pero la acumulación inacabable de misiones y misiones (antes se encontraban caras nuevas que enviar a las trincheras que al aire) reducía la media de vida de los aviadores por debajo de la de los encargados de las ametralladoras.

«[…] quien había aparecido en el periódico como el nuevo as del momento, se despedía rápidamente con una esquela patriótica»

El carpe diem era la norma y la superstición, la religión más extendida entre los pilotos. Bufandas especiales, pinturas de guerra (los famosos nose art) y un buen número de tabúes (no fotografiarse antes de un vuelo o tocando la hélice del aparato) y de historietas macabras (aviones fantasmas, accidentes causados por criaturas etéreas, luces sin origen, etc.), ayudaban al aviador a mantener a raya el miedo hasta el momento del vuelo, cuando se contaba con ponerlo todo en manos de la experiencia, el instinto, y la suerte. Los nervios de acero, el alcohol, o el ser un temerario ante el peligro también ayudaban. Al final, no obstante, la estadística rendía cuentas hasta con los mejores, y quien había aparecido en el periódico como el nuevo as del momento, se despedía rápidamente con una esquela patriótica.

El genial dibujante Jacques Tardi resume en estas dos viñetas la historia de la aviación en la Primera Guerra Mundial. Fuente: ¡Puta guerra! [comic].

Con respecto al segundo tema no muy conocido de la historia de los aviadores en la guerra («el calvario de las escuelas de aviación de retaguardia»), hace dos años tuve la oportunidad de realizar un pequeño estudio sobre la escuela de instrucción de Port Long, en las landas de Pau (Departamento de Pirineos Atlánticos), trabajo del que reproduzco los siguientes extractos:

«Centrada en lo que se denominó “etapa de perfeccionamiento” de pilotos (la última y definitiva de las que preveía la instrucción de aviadores de guerra), la escuela realmente fue conocida por el tratamiento intensivo dado a la práctica de la acrobacia y el duelo aéreo, lo que la convirtió en una “fábrica de ases” voladores. Fue también un punto de reunión para pilotos de medio mundo (rusos, italianos, latinoamericanos, así como franco-americanos, principalmente), y mientras más y más se diplomaban y especializaban, más demandaba el Estado Mayor francés. Así, si en 1916 suministró al frente con 342 pilotos de caza, en 1918 se le pedía que entregara casi esa misma cifra cada mes. ¿El resultado? En 1917 cada once días moría un piloto de media, en 1918, cada seis. Terminada la guerra, 111 tumbas habían sido ocupadas por alumnos desafortunados».

«Dentro de la triste categoría de víctimas mortales por accidentes de aviación, el piloto medio tiene 23 años y ocho meses de edad y vuela a 644 metros de altura cuando se producen los primeros problemas, ostenta el rango de cabo y, si se excluye a aquellos instructores o mecánicos en vuelo vinculados con el funcionamiento de la escuela, hace dos semanas y media que pisa los aeródromos de Pau (es decir, aún les faltaban de media seis semanas de instrucción). De quienes se precisa oficio antes de la movilización militar (33 casos sobre 50), la mitad se destacan como trabajadores cualificados de taller o fábrica, y una quinta parte como estudiantes. Se entiende que no eran, ni habían sido antes, pilotos profesionales».

Aviador francés en las Landas saludando al prefecto de Pau. Fuente: Biblioteca universitaria de Pau.

«En cuanto a las causas de los accidentes, resultan difíciles de precisar si uno se remite a los informes oficiales, puesto que se observa una tendencia a atribuir al factor humano casi cualquier accidente que haya podido involucrar una cadena de fallos combinados. Es decir, de los cuarenta y tres informes que se presentan a la prefectura solo diez parecen señalar que el origen del problema pudo ser mecánico, mientras que casi el triple suelen hablar de “maniobras equivocadas”, sin olvidar algún que otro desvanecimiento por parte del piloto o situaciones en las que aquel, a partir de una infracción del reglamento de vuelo, no encuentra la manera de salvar la nave y su vida con ella (aterrizajes poco precisos, retrasos en tiempos de maniobra, inclinaciones muy pronunciadas del morro del avión, secuencias de palancas mal accionadas y un largo etcétera)».

«Los escuetos informes sobre el traumático fallecimiento de estos jóvenes (algunos muchachos de 18 o 20 años) no impresionan menos leídos desde la contemporaneidad. La realidad sacude con fuerza al lector al constatar cómo unos centímetros de fuselaje separaban a estos hombres de la letal gravedad. En ocasiones estas finas tiras de chapa y madera se desprendían en pleno vuelo, dejando al piloto encapsulado a merced del viento. Aún peor, la altura y la velocidad se conjuraban las más de la veces contra ellos: una rotación de hélice insuficiente a distancias del suelo de cien metros o menos (y casi la tercera parte de los accidentes se iniciaban por debajo de esta altura), dejaba a los pilotos atrapados en una carlinga-ataúd, puesto que con la tendencia de estos biplanos a cabecear hacia un lado era más que probable que el aparato terminara dando vueltas de campana en las pistas o estrellando la cabeza del piloto contra el suelo durante decenas de metros. Así, quienes no se dejaban los brazos estabilizando a cada Nieuport en apuros pronto se dejaba las piernas o el cráneo. La mitad morían al instante, la otra no tenía tanta suerte, y cuando las exequias se celebraban uno o dos días después, discretas y silenciosas, no siempre se podía reconocer al cadáver».

La pesadilla de Ícaro. Fuente 1 (fotografía izquierda y central); Fuente 2 (fotografía derecha).

La guerra no es honrosa, ni justa, mucho menos hermosa. Nada empujaba a creer que fuera a ser distinta a cientos metros de altura, y sin embargo hubo gente que lo creyó. La cosa no se quedó ahí, pues hubo quien también consideró que sería posible realizar una guerra «limpia» en tierra, donde los hombres morirían igualmente, sí, pero como desvaneciéndose con el rostro plácido; llevándose consigo el honor de haber dado todo por su patria y evitando una existencia que para muchos hubiese sido de trabajo agotador, enfermedad y, si hacemos caso a ciertos testimonios de la época (y no hay motivo para ignorar la voz de aquellos actores), de indolencia y abotargamiento. Muchos cambiaron de opinión bien rápido, por supuesto, y otros tantos ya habían adivinado que tamaña concentración de fuerzas en ambos lados no podía traer nada bueno; que la «belle mort» quedaba mejor en un cuadro historicista que en la biografía de un ser de carne y hueso.

«Se ve que los seres humanos nunca renunciamos a desear matar al contrario de la forma más elegante posible, si bien luego las circunstancias nos conducen tan solo a matarlo sin florituras»

Sea como fuere, la aviación en la Primera Guerra Mundial fue un ensayo de lo que vendría después en materia de terror aéreo. Las guerras coloniales de entreguerras pulirían la táctica del ametrallamiento sistemático de civiles indefensos, tarea que luego completarían los hábitos de vuelo de la Segunda Guerra Mundial, expertos en bombardeos a gran escala (de «alfombra») y versados en duelos masivos entre auténticos enjambres de cazas. La idea de la «aviación caballeresca», un poco trasnochada e infantil si la miramos pensando en los drones actuales, se olvidó para siempre, pero, ironía del destino, la mecanización progresiva de los conflictos hizo que en su lugar se idealizara el retorno al combate directo, cuerpo a cuerpo, donde los hombres se miran a los ojos antes de dar el golpe final. Se ve que los seres humanos nunca renunciamos a desear matar al contrario de la forma más elegante posible, si bien luego las circunstancias nos conducen tan solo a matarlo sin florituras. Quién sabe, tal vez debiéramos renunciar a buscar la belleza en lo grotesco, pero ya dice el mito que por mucho que le advirtió Dédalo a Ícaro, aquel se siguió precipitando contra el sol.

Fuentes

  • Archivos Departamentales de Pau.
  • Paul Fussell, La Gran Guerra y la memoria moderna, Barcelona, Turner, 2006.
  • Ian Patterson, Guernica y la guerra total, Barcelona, Turner, 2008.
  • Michael S. Neiberg, La Gran Guerra: Una historia global (1914–1918), Barcelona, Paidós, 2006.

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Pablo Aguirre Herráinz es escritor nocturno y doctorando diurno. Actualmente centra su trabajo universitario en el estudio del difícil retorno desde el exilio republicano a España (años 1945–1985), a lo que se suman afanes muy profanos sobre temas de literatura histórica y actualidad obsoleta (guerras mundiales, etc.).

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