Bitácora de viaje: Río (I)

Martín Tacón
Punto y coma
Published in
7 min readMar 6, 2016

En noviembre del 2015 viajé en solitario a Río de Janeiro, Brasil. Toda mi vida me dije que las experiencias debían ser compartidas, porque lo más rescatable en ellas eran las anécdotas conjuntas. Hablar, por ejemplo, del recital de Pearl Jam con Pedro, o la noche acampando bajo las estrellas en la Cordillera con Andrea. Las experiencias estaban ligadas a un acompañante, por eso me decía también que jamás viajaría solo. Pero existe en este mundo un bichito que cuando pica, pica en serio, y su picadura dura para siempre. Es el bichito del viajante.

Tal vez, con suerte, convenza a algún desprevenido de que viajar es el mejor sinónimo de vivir

En esta «Bitácora de viaje» contaré la experiencia del viajar solo, intentaré describir las maravillas brasileñas, sus aromas y colores, sus playas y monumentos, y les añadiré una pizca de sentimiento que tal vez, con suerte, convenza a algún desprevenido de que viajar es el mejor sinónimo de vivir.

El vuelo

Una empresa de turismo me armó un paquete de 8 noches en Río de Janeiro con hospedaje en el hotel Oceano Copacabana, ubicado en la playa más famosa de Brasil. La elección del hotel corría por mi cuenta, de acuerdo a los precios y las facilidades de hotelería. Un consejo: consultar páginas como TripAdvisor y Booking. Mi paquete incluía aéreos, transporte del aeropuerto al hotel y desayuno. Partí en un avión de Aerolíneas Argentinas desde Ezeiza, Buenos Aires, a las 21:45, en un vuelo sin escalas. Viajé en primera clase (suerte de check-in), asiento 1A. El vuelo duró 3 cómodas horas. Vislumbré las primeras luces descendiendo en Río. Aterrizamos en el Aeropuerto Internacional de Galeão, alrededor de la 1 AM. El calor al bajar fue asfixiante. El golpe de humedad fue infernal. Las primeras personas que vi fueron dos negros que hablaban otro idioma, y era gracioso pensar que en tan poco tiempo se puede caer en una realidad completamente diferente. Recogí mi equipaje y busqué al hombre del transporte contratado que me esperaba con un cartel con mi nombre, lo saludé y me llevó a su vehículo. Condujo por la autopista hasta mi hotel. En el camino esperaba observar el Cristo Redentor, pero las nubes bajas me arrebataron la oportunidad. Río de Janeiro es una ciudad con una población de 6,3 millones de habitantes, construida hasta las cumbres de los morros. Por eso la ciudad a veces parece perderse hasta el cielo.

En el hotel Oceano Copacabana me atendieron dos recepcionistas dormidos. Llené el formulario personal y me informaron que los check-in de habitación se hacían a partir de las 15 horas. Eran las 2 AM. Guardaron mi equipaje y pedí permiso para dormir en un sillón del lobby principal, ¿qué otra cosa podía hacer? Dormí poco y mal. Miré el reloj: las 5 AM. «¿Y ahora qué hago?», me pregunté. Yo iba de jean y camisa, afuera reinaba la noche y el calor superaba los 35º con 100% de humedad. Saldré a caminar, me dije. Aprendizaje: ajustar bien los horarios para los check-in de habitación; llevar siempre a mano una segunda muda de ropa.

Río, cidade maravilhosa

El amanecer fue lento y el sol se confundía con las gruesas nubes. La ciudad no es como se ve en las fotos o películas: es mejor. Copacabana es una playa soñada, de arenas doradas, un bravo oleaje, oblicuas veredas y edificaciones altas y antiguas. Caminé por la Av. Atlántica hasta el Morro do Leme, en Ponta do Leme. Luego volví sobre mis pasos y anduve hasta el Parque Garota do Ipanema y Ponta do Copacabana. Mientras andaba, las veredas comenzaron a poblarse de atletas. Existen sendas especiales para los ciclistas y corredores, y cada 50 metros se ubican centros de entrenamiento. En los brasileños subsiste un espíritu deportivo, y aquellos atletas — que promediaban los 40 años edad — me hicieron ver también que la juventud es una actitud.

El idioma era un problema, pero la voluntad lo puede todo

Así empezaban mis vacaciones en Brasil, sin itinerarios y dejando que la deriva decida mi rumbo. Intenté divisar el Cristo Redentor, pero fue imposible: la nubosidad era densa y constante. Caminé hasta Praia do Arpoador, más allá de los límites de Copacabana, y vi la franja dorada de la playa de Ipanema extenderse hasta Ponta Dois Irmãos (Punta Dos Hermanos), donde se levanta el prestigioso Hotel Sheraton al pie de las favelas. En Río de Janeiro todas las distancias son largas y caminar bajo el sol es extenuante. Sobreviví hasta las 15 hs. sin dejar de caminar y conocer. Reconocí precios, anduve por el centro y visité los centros comerciales más atractivos, las plazas. El idioma era un problema, pero la voluntad lo puede todo. Después del check-in, subí a mi habitación (6º piso, cama matrimonial para mí solo, TV), me vestí de playa y fui a descansar a la costa, frente a las olas y la brisa atlántica. Filmé mis primeros pasos en la arena y fotografié todo lo que veía.

Esa misma tarde subí a conocer la piscina del hotel, en la terraza, y allí me topé con un matrimonio argentino. Cuando dije «hola» y ellos respondieron «hola», supe que no acabaría ese viaje yo solo. Ellos eran de Coronel Pringles, un pequeño poblado bonaerense. Intercambiamos números telefónicos y quedamos en avisarnos para conocer el Pão de Açúcar (Pan de Azúcar) en Urca. Más tarde, después de unas horas de reposo bajo el sol — la gente en las calles rejuvenece a medida que envejece el día — volví a la piscina y conocí esta vez a dos chicas argentinas de Mar del Plata. Dos garotas, que dirían en Brasil. Venían de Búzios, acababan de alojarse. Esa noche salimos a cenar los tres. Recorrimos los principales restaurantes de la zona más cercana al hotel. En Río se puede comer bien a precios que rondan los 20 y 100 reales. Cenamos frente a la playa, en un restaurante ubicado en la esquina de la Rua Siqueira y la Av. Atlántica. Cada uno comió un plato de abundante lasaña y tomamos cervezas Corona con limón; pagamos R$ 26 por persona más propina. Luego tomamos unas caipirinhas en los boliches nocturnos de la costanera y nos fuimos a dormir.

La libertad, en definitiva, conduce siempre hacia otra felicidad

La experiencia del viajar solo había durado nada más que un día. Aprendizaje: ábrete a las personas porque no importa dónde estés, nunca estarás solo. A la mañana siguiente compartimos los tres un desayuno americano en el hotel y salimos a recorrer la playa de Ipanema.

De pronto, sin saberlo, viajar solo a Río de Janeiro me había abierto puertas que ni siquiera sabía que existían. En Las magníficas 7 ventajas de viajar solo había leído una vez que este tipo de experiencias te permitían conocerte a ti mismo, y es cierto. Uno mismo es quien decide y actúa de acuerdo a los pensamientos y gustos personales, y se aprende a saber qué es realmente lo que uno quiere. El tiempo es uno solo — el de uno mismo — y eliges qué hacer con él. El próximo destino lo eliges tú. Aprendes a reflexionar y a valerte de tus habilidades. A la hora de sociabilizar, aprendes a mejorar tus dotes sociales. La soledad te obliga a interactuar con otras personas, a encontrar a tus iguales y a comunicarte abriéndote caminos entre las dificultades del idioma. Aprendes a abrirte a las personas. Conoces gente interesante, historias. En Río de Janeiro estuve 24 horas solo y luego el resto de los días los pasé acompañado por otros argentinos que conocí en el hotel. Aprendes a escuchar y prestar atención. Aprendes que no existen las obligaciones ni las ataduras: haces lo que quieres cuando quieres. Viajar solo desarrolla el instinto y mejora la capacidad de improvisación; esto te lleva a analizar distintas rutas, sopesar opciones. También fuerza las relaciones íntimas; si viajas con un amigo, o en pareja, es seguro que le prestarás más atención a esa persona que a cualquier otra. La libertad, en definitiva, conduce siempre hacia otra felicidad.

Próximamente, capítulo número 2.

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Martín Tacón es un periodista argentino. Lleva más de cinco años escribiendo en el Libro de a Bordo.

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