Centenario de la reinvención del horror: Verdún

Pablo Aguirre Herráinz
Punto y coma
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7 min readFeb 21, 2016
Verdún, hoy. Fuente.

[NOTA: este artículo no aborda cómo transcurrió la batalla de Verdún, sino que la valora. Si echas en falta más contexto te invito a visitar estas recientes publicaciones, más explicativas: Verdún en elPériodico Internacional, El País, El ABC y El Mundo]

Si tuviésemos la facultad de viajar en el tiempo y nos plantásemos en las inmediaciones de Verdún hace hoy 100 años, en cuestión de minutos dejaríamos de existir, anímica y materialmente. Un millón de proyectiles disparados desde las nueve de la mañana hasta el atardecer del lunes 21 de febrero de 1916 nos habrían pulverizado. Así comenzaba la reinvención del horror: la batalla de Verdún, y con ella, la forja de un mito y de un trauma colectivo que servirían tanto para condenar la barbarie como para elogiarla y reactivarla.

Aquí contemplamos, sin metáfora alguna, un mar de proyectiles disparados en Verdún. Fuente.

Como escribía ayer el periódico ABC: «ni Verdún fue una batalla decisiva en el desenlace de la guerra, ni la más sangrienta, ni tuvo consecuencias políticas». Sin estar del todo de acuerdo con esta última afirmación, puede aceptarse que el matadero de Verdún fue muy pronto superado por otros aún más diligentes en su ritmo asesino (recuérdese el Somme, que en cuatro meses será también centenario, o Passchendaele, que lo será en 2017). Además, no podemos olvidar que hubo guerra mundial más allá del frente occidental, y que en la parte que les tocó vivir a los rusos, por ejemplo, perder 120.000 hombres en una semana (Tannenberg, 1914) o 400.000 en un mes (Gorlice-Tarnów, 1915) estaba a la orden del día.

¿Por qué fue importante Verdún?

Porque demostró que un millón de alemanes y un millón de franceses podían batirse durante diez meses en un frente de escasos diez kilómetros, dejando tras de sí más de 300.000 muertos, sin que pasara nada más. Y este hecho — por mucho que le pese al redactor del ABC que citaba arriba — representa una consecuencia política en sí misma, o más bien la confirmación de que el sistema de dominio imperante y sus ramificaciones económicas, sociales y culturales soportaban bien el desgaste afrontado. Decir que nada cambió, a pesar de la pérdida de una inimaginable cantidad de vidas y recursos materiales, no es lo mismo que decir que todo siguió igual. Verdún generó dudas y fantasmas por igual, pero ambos bandos supieron superarlos… por el momento.

Decir que nada cambió, a pesar de la pérdida de una inimaginable cantidad de vidas y recursos materiales, no es lo mismo que decir que todo siguió igual. Verdún generó dudas y fantasmas por igual, pero ambos bandos supieron superarlos… por el momento

Esto fue especialmente notorio en el caso francés, donde el hecho de haber evitado la derrota en el campo (la derrota ante la ofensiva alemana en Verdún) se interpretó al punto como un tipo de triunfo moral que preconizaba a su vez un ulterior éxito militar. Esto es sintomático de cualquier conflicto total, donde el mero hecho de mantener el pulso bélico ante condiciones extremas se ofrece a la opinión pública como antesala de una pronta victoria. De otra manera, solo el fanático ofrecería su cuerpo para el sacrificio.

El «no pasarán» no pertenece tanto al Madrid de 1936 como a la Francia asediada de veinte años atrás, cuando urgía dar la impresión de que, como dirá luego Juan Negrín (ahora sí en plena Guerra Civil española), «resistir es vencer». Fuente.

¿Qué hizo Francia?

Francia, que frente a Alemania era una nación menos poblada e industrializada y tenía por tanto menos boletos para ganar la carrera de fondo que representaba la Primera Guerra Mundial, tuvo que responder ante Verdún de un modo más «imaginativo» que su rival. Para ello rescató un sistema de relevos en el frente que apelaba al sacrificio compartido e igualdad asociadas a la tradición del «ejército revolucionario» francés; aquel que se levantó para defender su propia soberanía (como hizo en plena Revolución), y que ahora se erigía una vez más en defensa desesperada de la «civilización». Esta retórica no debe, empero, llevarnos a engaño. En Verdún, como en la década de 1790, los soldados que más a menudo murieron fueron los ciudadanos pobres, y los que menos, los oficiales ricos, pero en lo que aquí nos compete lo cierto es que el sistema de relevos cuajó bien porque ofrecía una apariencia de equilibrio y justicia frente a la triste suerte de la guerra.

En 1916 el país galo lo dio todo, otra vez, y perdió mucho, otra vez

Este sistema, llamado «la noria» y concebido por un general que estaría llamado a jugar posteriormente un bochornoso papel en la historia de Francia (Philippe Pétain fue, entre 1940 y 1944, cómplice de los nazis y del Holocausto) garantizó que la mayor parte de los soldados franceses pisaran Verdún al menos una vez antes del fin de la campaña o, si procedía, del fin de sus respectivas vidas. No quedaba otra: antes de Verdún 650.000 franceses «ya no eran más» y el 85% de su población en edad militar estaba movilizada. En 1916 el país galo lo dio todo, otra vez, y perdió mucho, otra vez. Hubo grandes secuelas: se afianzó la creencia ciega en la victoria, se cavaron infinidad de tumbas y el recuerdo colectivo se trufó de recuerdos de pesadilla y de loas patrióticas. Pasada la guerra, «si un excombatiente no había pasado por Verdún — se decía — no había pasado verdaderamente por la guerra». La idea del bautismo de sangre de la cultura de trinchera aflora aquí con una plasticidad pasmosa.

El dibujante Jacques Tardi, nieto de un soldado francés de la Primera Guerra Mundial, no se anda por las ramas al dibujar aquella. Para él no hay nada que conmemorar, y sí mucho que condenar. En su título «Puta guerra» [Putain de guerre] dibuja Verdún como lo que fue: llamas, barro, esquirlas de metal y carne abierta. Para él, todo lo demás es atrezzo. Fuente.

Conclusión: sobre batallas que no aportan nada pero que lo cambian todo

Cuando la batalla de Verdún concluyó, en diciembre de 1916, la guerra no estaba más próxima a su final que en febrero de ese mismo año. A las fábricas de municiones y armamentos de ambos bandos, donde se dejaban las manos nuevos ejércitos de obreras, no les había quedado más remedio que ponerse al día. Nuevos contingentes de viudas y de niños sin padre, también, guardaban el luto de rigor estrechándose el cinturón que imponía el racionamiento. La huelga era un lejano recuerdo. El internacionalismo, un eco inaudible. El año de 1917 sí que terminaría por alterar a Francia, radicalizar a Alemania y revolucionar a Rusia, pero hasta ese momento Verdún se fue como había venido: con fanfarria militar. Los estados mayores sacaron conclusiones tácticas y los políticos se curtieron en otro tipo de batallas. El nacionalismo y la «cultura de guerra» perseveraron. Los acaparadores y cierto tipo de industrias se forraron. Nada cambió pero nada fue ya igual.

Verdún, por sus condiciones orográficas y geoestratégicas, generó los escenarios típicos de la Primera Guerra Mundial que todos y todas tenemos en la cabeza: mapa laberíntico de trincheras, barros movedizos, búnkeres siniestros, bosques segados, cotas montañosas y cadáveres de varios meses de antigüedad diseminados por aquí y por allá. Fuente.

Pocos años después llegó la paz. La región de Verdún, irreconocible por el batido de artillería, permaneció apacible y abandonada del mundo (la posibilidad de sufrir un accidente mortal al pisar un obús olvidado sin duda influyó en este sepulcral respeto que se le tuvo). Era un «lugar de memoria», como se les llama hoy a este tipo de espacios, donde en 1932 se inauguró un cementerio militar y un osario-monumento dedicado a los más de 100.000 soldados sin identificar que yacen bajo la tierra abrazados; y es que los huesos humanos, cuando no los retiene la carne, se abrazan, precisamente.

Pacifismo y fascismo fueron hijos en cierta manera de esta contienda entre estados-nación que se desarrolló entre el 14–18

En la Francia de entreguerras, el recuerdo de Verdún — y de la guerra en general — dio lugar a pulsiones contrapuestas. Para muchos, el recuerdo de la masacre quedó como un funesto presagio del sinsentido de la guerra y de las cotas de brutalización banal que puede coronar el ser humano (el tiempo demostró que aún no habíamos dicho la última palabra en este sentido); para otros, excombatientes la mayoría, Verdún dejó una impronta de nostalgia irracional: la trinchera se convertía en una capilla donde se rendía culto a la camaradería viril, al sacrificio poético y al hermanamiento de la violencia. Pacifismo y fascismo fueron hijos en cierta manera de esta contienda entre estados-nación que se desarrolló entre el 14–18. Cada uno derrotado a su debido tiempo en una perpetua reinvención del horror, la barbarie y — quiero pensar también — de la piedad del ser humano. El correr de la historia reflejará, como viene haciendo, a qué hemos prestado más atención como sociedad y qué clase de proyecto de vida global defendemos.

Bibliografía

  • Francisco Veiga y Pablo Martín, “Las guerras de la Gran Guerra: 1914–1923”. Madrid: Catarata, 2014.
  • Número especial “Verdún 1916”, Desperta Ferro, 13 (2015).

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Pablo Aguirre Herráinz es escritor nocturno y doctorando diurno. Actualmente centra su trabajo universitario en el estudio del difícil retorno desde el exilio republicano a España (años 1945–1985), a lo que se suman afanes muy profanos sobre temas de literatura histórica y actualidad obsoleta (guerras mundiales, etc.).

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