Construyamos puentes

Una historia de piedra y alma

Pablo Aguirre Herráinz
Punto y coma
11 min readAug 27, 2016

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Puentes de Kelefos (Chipre). Fuente.

Reflexionando sobre la obra perdurable del ser humano paseamos por la ciudad y el campo, y nos detenemos en los lugares más emblemáticos. Tarde o temprano damos con él, y entonces nos paramos a mirar, a escuchar. Es algo casi instintivo. Además, el mismo espacio humano está diseñado de manera que nos lleve siempre ante ellos, a menudo a lo largo de un paseo ribereño o de un ensanche señorial. Vemos aproximarse su perfil, discreto, oculto por el mismo río que lo empuja, y ya cruzándolo descubrimos que nuestros pies se niegan a avanzar. Nos exigen una pausa.

El puente sobre el que nos alzamos nos demanda un modesto gesto, que no obstante tiene un gran significado en un mundo tan acelerado como el que habitamos. Pararnos, primero (si hay espacio lo haremos siempre convirtiéndonos en mediatriz del puente), y contemplar, después. Contemplar la ciudad, si la hay, a un margen u al otro (a ambos, si es más extensa y se enfrenta a sí misma). Contemplar los bosques, la plenitud del horizonte, los caminos que se dicen adiós a cada lado. Contemplar, sobre todo, el torrente de espuma que se desliza bajo nosotros, la pantalla cristalina de un espejo abierto a la realidad o la alfombra verdosa de una arteria de vida. Los puentes, aún hoy, nos retienen y nos hacen tomar conciencia de nuestro paso por el mundo. En definitiva, los puentes cruzan nuestra vida lo mismo que nosotros los cruzamos a ellos. Piedra y alma, historia y tiempo fluyendo a la par.

El majestuoso puente de Alcántara (Cáceres), con más de diecinueve siglos a sus espaldas, se levanta sobre el Tajo imponente. Fuente.

Los puentes miden el ánimo de las comunidades humanas, y junto a los puertos, realmente conectan al mundo con sus rincones. Así, cuando las sociedades se sienten seguras o poderosas se vuelven «pontificadoras», y cuando se sienten amenazadas, se repliegan sobre sí mismas y descuidan, o destruyen, los pasos fluviales.

Construir un puente supone también un alarde de técnica más que de originalidad, pues como toda obra humana primitiva los primeros puentes aparecieron de manera improvisada en el medio natural. Aunque claro, no es lo mismo aprovecharse de un árbol caído para salvar un río que elevar un arco de medio punto con dovelas aparejadas radialmente. Lo segundo, además de suponer una solución más duradera y eficaz, representa una inversión de futuro y una apropiación intensiva del territorio.

«Erigir un puente sobre el lecho de un río es como construir un castillo bajo asedio»

Mercancías, pensamientos y espadas son, en este orden o en cualquier otro, los principales elementos a los que prestan pasaje los puentes, si bien debiéramos también considerar al agua potable en esta relación aunque solo sea por la importancia que la construcción de acueductos (otro tipo de puentes) tuvo en el perfeccionamiento de la técnica antigua de construcción de pasos. En cualquier caso, ningún dominio humano se ha construido en la historia sin el servicio de estos portentos tecnológicos, lo que los convierte en recursos económicos, militares y culturales de primerísima magnitud. No en balde seguimos utilizando la expresión «establecer una cabeza de puente» para referirnos a audacias que solían ser militares, pero que hoy también se aplican a conquistas financieras, electorales o estéticas, entre otras.

Erigir un puente sobre el lecho de un río es como construir un castillo bajo asedio. Cada piedra se deposita frente al embate continuo de la corriente, de manera que es preciso atenuarla o superarla, bien mediante barreras artificiales que reduzcan su caudal o a partir de técnicas de sustentación especialmente diseñadas para plantar cara al torrente desde el primer momento: hundimiento de pilotes, pozos de cimentación, o el uso de materiales especiales de fraguado submarino, como el hormigón romano.

Ganada la primera batalla contra los elementos y establecido el basamento del puente, es el momento de prepararse para los asaltos venideros: una envoltura hidrodinámica compuesta por sillares (los llamados tajamares) que proteja la estructura del puente de la erosión continua de la corriente es lo esencial, pero la historia y la experiencia aconsejaron en cada época añadir todo tipo de refuerzos (muros extra, dovelas mayores, nervios, bóvedas), y rellenos (de cal, cuarcita, travertino, mármol); hasta llegar, muchos siglos después, al amplio buffet de la arquitectura moderna: soluciones en portland, metalizadas o pretensadas, con diseños que alteran la estructura y los puntos de apoyo habituales en el diseño tradicional del puente hasta convertirlo en una auténtica virguería visual. Aunque huelga decir que aún nos faltan algunas proezas tecnológicas por coronar, como la del revolucionario «puente espacial»:

Luego, aunque la máxima de la autoridad clásica sobre arquitectura (Vitruvio), establecía que en toda obra deben equilibrarse solidez, función y aspecto, lo cierto es que a en la práctica estos principios no siempre guardan armoniosa correlación, y en muchos casos se ha priorizado una estética determinada, debiéndose luego alcanzar la solución técnica correlativa. La Edad Media, por ejemplo, aplicó un sentido estético catedralicio a sus puentes y se empeñó, y no hay mejor palabra para expresarlo, en elevarlos de materia y espíritu —construyendo capillas en sus descansillos, privilegiando el arco ojival—; saturando, en suma, la perfecta mezcla alcanzada por el arco de medio cañón romano (tan platónico en su circularidad).

El nada discreto viaducto Millau, en el departamento francés de Aveyron. Con su longitud de casi dos kilómetros y medio y su altura de 343m, es una suerte de «puente de Babel» contemporáneo. Fuente.

Los puentes son herencias colectivas nacidas bien del esfuerzo tributario de la masa anónima o el evergetismo de un patriciado urbano que «redistribuye» una riqueza personal en mor de una mejor articulación del espacio público (y, habitualmente también, de sus intereses personales). En este sentido, los puentes son verdaderos regalos envueltos en piedra para las generaciones futuras, que podrán disfrutarlos aún cuando pierdan la capacidad (técnica o pecuniaria) para reproducirlos.

«[…] aún hoy cientos de miles de personas cruzan infinidad de plataformas de fábrica o inspiración romana»

Así, por ejemplo, el gran legado material de la Roma imperial no fueron los templos y anfiteatros dedicados a la divinidad y al aplauso, sino la red de carreteras y cruces que dejó establecida como recuerdo de un eco de pasos romanizadores (el paso de las sandalias del legionario, sin duda), de la que el puente es el más longevo elemento. De hecho, aún hoy cientos de miles de personas cruzan infinidad de plataformas de fábrica o inspiración romana, que si pagásemos por dicho servicio una miserable fracción de nuestra riqueza personal, ¡cuántos Imperios no se hubiera podido permitir Roma!

Lo que se conoce en heráldica como «puente defendido». Fuente.

El puente es también símbolo de prestigio y enriquecimiento. Las ciudades más orgullosas lo lucen en su escudo heráldico y le rinden tributo: sin ese puente probablemente no existirían o no serían lo que son. Aunque la avaricia, unida a una suerte de «especulación territorial», hace también que los puentes sean símbolos de un poder abusivo y desconsiderado. Esa fue la suerte, de hecho, de ciertos pasos fluviales codiciados por familias aristócratas u órdenes religiosas, que se aprovechaban de poseer los derechos de cobro del único paso fluvial en un territorio dado, lo que ha llevado también a curiosas historias relativas a vados y contrabando, lo mismo que a la construcción ilegal o en franca competición de nuevos puentes alternativos.

A veces los puentes también se viven como regalos envenenados, tal es el coste de su mantenimiento o reconstrucción. Las guerras, la corrupción, los malos ingenieros y las crecidas suponen verdaderos quebrantos para estas construcciones y las sociedades que les confían el tránsito de sus mercancías y personas. La historia es prolija en esfuerzos recaudadores a este respecto: pontazgos y portazgos, impuestos de sal y carne, sisas, donaciones, multas e incluso descargos de conciencia. Todo es poco para aplacar el hambre en cuidados que requieren determinados puentes, como el de Zaragoza —veterano en desplomes—, del que cierta profesora explicó a sus alumnos cómo el gremio de prostitutas de la ciudad contribuía a su permanente reparación a través de contribuciones tan pías como forzosas.

Otras veces son las autoridades las que tienen la obligación, moral y financiera, de cargar con las facturas del tiempo y la corriente. Así, desde el Pontifex romano (encargado originariamente del mantenimiento de los puentes sobre el divino Tiber) hasta el esfuerzo de las órdenes mendicantes y constructoras de puentes (los legendarios frères pontifes), o los servicios de Inspección de Caminos de la Corona española y los actuales Ministerios de Fomento, todos han cargado con el peso (y nunca mejor dicho) de mantener despiertos nuestros puentes, impidiendo que venzan su tensión al sueño plácido que les prometen incansables los lechos fluviales.

El puente de Waterloo, por Monet. Fuente.

La manera en la que construimos y utilizamos los puentes refleja también la visión que tenemos como sociedad del mundo que nos rodea: desde la antigüedad, por citar un caso, se considera una osadía construir un puente sin aplacar al río que corre debajo, pues ese río es un dios de pleno derecho y merece la más alta consideración.

Para los antiguos no era un mero accidente natural el que una riada se llevara un puente por delante, lo que no significa que se descuidaran las cuestiones arquitectónicas en mor del elemento piadoso: los dioses-río son entidades agrestes e iracundas, de modo que si alguien pretende salvarlas, más vale que lo haga con decisión. Este sentido expiatorio funcionaba también como acción de gracias, cuando los viandantes arrojaban al lecho del río monedas u otros objetos (a menudo valiosos) con los que rendir tributo por su sano pasaje. De nuevo en Francia, en el departamento y río de Mayenne, se han encontrado más de 14.000 monedas bajo las aguas.

El puente es también, como el camino y por alusión alegórica, un espejo en el que se ve reflejado nuestro existir, así como las decisiones que tomamos y la rectitud (o vileza) de nuestra obra. Cruzar un puente (o un río), es adentrarse en el terreno de lo desconocido, un poco en el sentido del viejo dicho de Bilbo Bolsón en el «Señor de los Anillos» pero adaptado convenientemente a nuestro propósito temático:

Es peligroso, Frodo, cruzar un puente, pones tu pie en el camino, y si no cuidas tus pasos, nunca sabes dónde te pueden llevar.

Los griegos hubieran dado la razón al viejo hobbit si tan solo hubieran compartido tiempo y lugar con él. No en vano realizaban sacrificios a sus dioses tutelares (militares —Atenea— o agrestes —Hécate, Hermes—) antes de salvar las corrientes fluviales, de manera que si los augurios no eran propicios, se podían aplazar e incluso cancelar acciones militares enteras, o por lo menos cambiar de ruta y buscar otros puentes (y de nuevo otros ríos) más comprensivos. Pero quizá no sean los griegos los más conocidos «cruzadores de puentes», sino los romanos, de nuevo, y en concreto la figura de Julio César. Apestando a sudor y cubierto de polvo galo, el futuro dictador se detuvo en los márgenes del Rubicón y su diminuto puente e hizo aguardar a su ejército. No era Julio, según diversos testimonios, un hombre excesivamente temeroso de los Dioses ni de los hombres, pero como general romano había que estar loco para cruzar aquel pequeño río sin encomendarse a algo, pues la guerra civil, cuando no la muerte, esperaba al otro lado.

Habitualmente se representa a Julio César vadeando el río con sus tropas, sin servirse de ningún puente, aunque según Suetonio sí debió de existir uno. Fuente.

Los puentes son también lugares de encuentros ficticios y reales. En la Edad Media, por ejemplo, era frecuente que los puentes más alejados de las comunidades fuesen frecuentados por bandidos o asaltadores. Algo menos peligrosas eran las mascaradas populares y carnavalescas que llevaban a los jóvenes del lugar a ocupar determinados puentes y humildes vados, donde, a menudo borrachos, arrojaban al agua a quienes no compartían sus particulares chanzas. Ocasionalmente podía suceder también que un caballero demasiado petulante se estableciera en un puente durante un determinado periodo, ofreciendo un paso de armas a cualquiera que tuviera el arrojo (y el tiempo libre necesario) para desplazarse hasta allí, o tal vez se trataba de emular al David Beckham de la época, Lancelot du Lac, que tuvo también sus más y sus menos con diversos puentes poco transitables a la hora de penetrar en el reino imaginario de Gorre, donde estaba presa su amada Ginebra:

Chrétien de Troyes, «Lancelot, el caballero de la Carreta» (v. 646). Fuente.

Por cierto, quien no vea en esta historia una clara inspiración para el «puente de la Muerte» de los Monty Python tendría que ir a revisarse la vista, ¿o quizá nuestros lectores están pensando en el puente invisible de «Indiana Jones y la última cruzada»? Ambas referencias me parecen muy acertadas y reflejan bien, desde tonos muy distintos, la visión que el cristianismo hizo del puente como metáfora de tránsito trascendente sobre este río de lágrimas que es la existencia humana, a cuyo borde se halla el abismo por el que se arrojan o caen los pecadores y suicidas.

Aquí tenemos a Lancelot cruzando el «Puente de la Espada», aunque no se puede decir que lo esté haciendo con mucha maestría, me temo. Fuente.

Y por último, no se puede terminar un artículo como este sin aludir al significado más cálido que nos ha dejado la idea del puente, el mismo que ha querido recoger de esta historia y piedra los impulsos más nobles y las razones menos materiales: «construir puentes» entre culturas opuestas o ignotas, trazar líneas que unan pareceres diversos y salvar ríos que separen. El «puente de la Concordia» en París es un ejemplo, pero también la revista literaria «El puente», que unió a la España exiliada con aquella parte de la España interior dispuesta a salvar una distancia que no solo era geográfica, y también los puentes que ayudan al desarrollo y los que se levantan bajo el propio subdesarrollo y construyen además comunidad, o quienes evitan que nos lancemos de un puente o nos ayudan a no tener que vivir más bajo aquel.

Por todo ello, gracias a quienes construyen y cruzan puentes.

Me despido con una canción que surgió a raíz de un puente y de alguien (Paul Simon), que se detuvo a su vera y se sintió mejor.

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Pablo Aguirre Herráinz es escritor nocturno y doctorando diurno. Actualmente centra su trabajo universitario en el estudio del difícil retorno desde el exilio republicano a España (años 1945–1985), a lo que se suman afanes muy profanos sobre temas de literatura histórica y actualidad obsoleta (guerras mundiales, etc.).

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