El libro que me enseñó a escribir

Martín Tacón
Punto y coma
Published in
6 min readMay 26, 2016
William Shakespeare. Fuente

El libro que me enseñó a escribir, la luz en el camino o la estrella en altamar. Cualquiera de las fórmulas me parecerá vaga y, en último término, imprecisa, siempre que la enseñanza no haya sido escribir sino comprender. Este libro me enseñó a comprender, a descubrir lo que siempre había estado oculto dentro de mí.

Desde la juventud me persigue un íntimo fanatismo por la literatura de misterios. Los detectives eran unos personajes que me intrigaban y me despertaban las cosquillas de la curiosidad. Le debo a mis profesoras de secundaria la lectura de obras de Chéjov, Pirandello, y sobre todo la exquisita excursión en las obras de Arthur Conan Doyle. La figura de Sherlock Holmes encendió la primera chispa que devendría más tarde en el fogoso hábito de la lectura. Mientras tanto, los libros se escapaban de mis manos como temerosas golondrinas, no sin que en el fondo más recóndito de mi ser latiera, irreconocible, un principio de pasión. Fui ciego a estos designios por años, hasta que llegó el día en que dije basta, consciente de que hay ciertas urgencias que deben ser satisfechas con premura, y encaminé mis pasos hacia la suntuosa biblioteca de mi abuela. Entre el montón de libros — donde abundaban filosofías de Schopenhauer, Platón y ficciones de Dostoievski, Kafka y Borges — , vislumbré uno pequeño pero ilustre, antiguo pero digno. Su título: «Grandes genios de la literatura universal: William Shakespeare». Desconfiado e ignorante, me adentré en sus amarillentas páginas. Aún siento su olor mientras escribo, aún siento sus afilados bordes en mis delicadas yemas. El libro lo acabé esa misma semana. Conocí la verdad sobre Romeo y Julieta, sufrí la locura fingida del príncipe Hamlet, equivoqué los corazones en el Sueño de una noche de verano, y padecí un severo grado de ambición junto a Macbeth. Así, de la noche a la mañana, me volví escritor.

Mi fascinación fue inconmensurable. De pronto tenía un propósito en el mundo, al levantar la mirada ondeaba una bandera en el norte, y comprendí el significado de la vida. Mi propósito era claro y mi sentencia esa mañana fue definitiva: yo puedo escribir como Shakespeare. La anécdota resulta irrisoria siempre que se anteponga cualquier mortal al dramaturgo más celebrado de todos los tiempos, desde luego, pero antes de reparar siquiera en el absurdo, me detuve en ese ignoto, poderoso verbo: escribir. Disfruté leyendo y releyendo aquel libro hasta tal punto que podía recordar exactamente dónde se encontraba cada pasaje, cuando quería leer cierto fragmento lo abría en la página indicada, y cuando necesitaba inspirarme en alguna escena específica, mis manos sabían siempre por dónde diseccionar el tomo. Mi abuela fue amable conmigo al obsequiarme el dichoso libro, virtuosa ella en la interpretación de los silencios, y ahora puedo mirar hacia la izquierda del escritorio donde escribo este artículo, distinguir el lomo bordó con detalles dorados en la biblioteca, y sonreír con la certeza de que ese libro me enseñó a escribir.

… o a comprender, dejarme llevar por la luz en el camino o la estrella en altamar. Más pronto que tarde descubrí que ningún sueño es suficiente, que el rigor y el trabajo del oficio se aventajaban ante las más mínimas ilusiones. Como buen aprendiz, culpé a la inspiración de mis peores momentos literarios. Entendí que la inspiración es renegada, caprichosa, escurridiza. Es como una amante: cuando la tenemos, queremos disfrutarla hasta el último segundo, y cuando no, la extrañamos a cada instante. Comprendí que es un error común depositar demasiada confianza en la mochila de la inspiración: después de todo la inspiración es solo un tiempo de lucidez en el que las ideas fluyen con naturalidad. Confiar en la inspiración es tan malo como confiar en la esperanza, porque ambas son enemigas del trabajo duro, del esfuerzo y la dedicación. Aquel libro de Shakespeare me había enseñado a escribir, pero nunca me mostró lo riguroso que es el camino del escritor, no me señaló los gajes del oficio, jamás iluminó los puentes quebrados, no me indicó dónde se ocultaban las bestias en la noche profunda ni me enseñó cuál es el peor de los enemigos cuando nos descubrimos a nosotros mismos en la soledad.

Así, de la noche a la mañana, me volví escritor.

Unos días atrás una amiga me preguntó: «¿Cómo puedo hacer para aprender a escribir mejor y sin errores de ortografía?». Leyendo, le dije yo. Creo que se sorprendió de recibir una respuesta tan concisa, me miró esperando que dijera algo más o que confirmara lo que ella esperaba que yo dijera, pero en lugar de eso me quedé callado, hasta que de pronto sus ojos empezaron a comprender. Nada es tan simple; la simplicidad es tal solamente en manos de los hábiles. Para cultivar una buena escritura es importante esparcir semillas en nuestras lecturas, porque lo que primero florece, primero da frutos. Peor que un mal libro es no leer; pero no existen malos libros, y esto último puede ser mentira. La única forma de distinguir entre lo que está bien y lo que está mal, o dicho de otra forma, distinguir lo que podría ser un buen aprendizaje de lo que no, es leyendo a aquellos autores que sabemos que nunca van a defraudarnos. Hay que leer a los clásicos, siempre. Al inicio de la etapa de aprendizaje que estoy atravesando, me obligué a mí mismo a no leer obras traducidas. Suena estúpido que después de hablar de Shakespeare afirme esto, pero tengo la certeza de que la única forma de aprender cien por ciento mi lengua es leyendo textos escritos originalmente en español. Por eso, como argentino que soy, pasé por una época en que sólo leía autores latinoamericanos. Poco a poco, el sano hábito de la lectura — pero también la atención y la inteligencia — conlleva inevitablemente a desarrollar una buena escritura. Luego, como en todo, la práctica se encargará de hacer al maestro.

Para cultivar una buena escritura es importante esparcir semillas en nuestras lecturas, porque lo que primero florece, primero da frutos.

No existen manuales que enseñen a escribir, ni profesores. Los decálogos son falsos, y si eres astuto verás en ellos una manera de conocer mejor a la competencia. Ninguna verdad es absoluta. Desconfía de todo, empezando por este artículo. «Si a algo somos sensibles los seres humanos es a las intuiciones profundas», leí alguna vez. Eso es la inspiración. El oficio del escritor es mezquino, desagradecido, mal remunerado, y al mismo tiempo fascinante. Por eso escribe, pero no escribas. Sufre pero sin sufrir. Vuélvete loco y haz como Bolaño: escribe tus cuentos de tres en tres, o de cinco en cinco. Lee todo lo que encuentres en tu biblioteca solo para decir que apenas uno de esos libros valía la pena. Desarrollar la imaginación es un proceso humano enriquecedor e invaluable, así que mátate escribiendo, porque de todas maneras dormirás feliz sabiendo que hay una luz en tu camino y una estrella en altamar.

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Martín Tacón es un periodista argentino. Lleva más de cinco años escribiendo en el Libro de a Bordo.

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