La ineludible tentación de los cuentos

Martín Tacón
Punto y coma
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14 min readJul 6, 2016
El escritor argentino Jorge Luis Borges, uno de los más grandes cuentistas que ha dado el siglo XX. Fuente

Los cuentos poseen un incuestionable atractivo. Tienen un embrujo que nos envuelve, nos cautiva, nos atrapa. A través de escasas páginas y por un tiempo determinado —generalmente corto— un cuento tiene la facultad de conducirnos por imaginarios mundos y dimensiones, sumergiéndonos por completo en el conflicto de la historia. Con un argumento revelador, tensión narrativa, brevedad y un giro final inesperado y contundente, un buen cuento quedará grabado por siempre en la memoria del lector.

Somos seres de cuentos

Leí una vez que el cuento es la esencia misma del Hombre, de la vida. Los cuentos no son una invención reciente, responden a un llamamiento interior que arrastramos a través de los siglos. Siempre que algo notable nos sucede, sea extraordinario o banal, sentimos la ineludible tentación de contarlo, y hallamos que una de las formas más eficientes de hacerlo es a través del relato.

Contar experiencias a base de breves relatos es un hábito popular que prácticamente se remonta a los tiempos de los primeros balbuceos, en el inicio del lenguaje. Por entonces eran frecuentes las narraciones orales. Los siglos y las tradiciones fueron cambiando, pero el impulso de contar no sufrió casi alteraciones. Hay culturas que son más dadas a este tipo de narraciones, y no es casualidad que ellas se vuelvan propensas a producir un mayor número de cuentistas en su sociedad —tal es el caso de algunos pueblos latinoamericanos con ascendencia indígena—. Se puede creer que la pereza es un factor que inclina a un escritor a la brevedad, en tanto que la tendencia perezosa de un lector lo lleva, a su vez, a lecturas menos extenuantes como podría serlo una novela. Pero no es así; trabajan otros mecanismos ya fijados en nuestra tradición. El cuento es, para todos los Hombres, un medio universal de expresión, y es su cercanía con la condición humana lo que le otorga este singular atractivo.

«El término cuento era empleado por los renacentistas para designar formas simples: chistes, anécdotas, refranes explicados, casos curiosos. Quedó, pues, establecido el término cuento, pero nunca como designación única: se da en una constelación de términos diversos. En general retiene una división en temas orales, populares, de fantasía». Enrique Anderson Imbert.

Las mil y una noches, una célebre recopilación de cuentos medievales árabes. Fuente

Así podríamos entender, partiendo desde antiguas civilizaciones con sus mitos, sus leyendas y la influencia de sus corrientes mitológicas y cosmogónicas, cómo fue gestándose este género en la literatura tal como lo conocemos en la modernidad. La Biblia misma está escrita en versículos, que no son otra cosa que breves relatos en diferentes tiempos y reproducidos por distintos locutores. Remontándonos al pasado comprobamos que la evolución del cuento cumple un propósito comunicativo eficaz. Tal ha sido la popularidad del cuento en el siglo XX, que todos llevamos en nosotros un cuento que nos ha marcado de por vida —el boom latinoamericano fue una de las generaciones más proclives a la producción cuentista—. En mi caso particular, atesoro con gran cariño el recuerdo de cuentos ejemplares de Borges, Adolfo Bioy Casares, Roberto Arlt, Gabriel García Márquez, Rodolfo Fogwill, Onetti, Juan Rulfo, Julio Cortázar, Roberto Bolaño y Horacio Quiroga. De todos guardo al menos un cuento en mi memoria porque cada uno de ellos supo captar la esencia de este género prodigioso.

Las tendencias han cambiado un poco en las últimas décadas. Las particularidades del cuento —su economía de palabras, la constante tensión narrativa— lo vuelven un blanco fácil para rivalizar con un género más popular, exhaustivo y predominante en las tendencias literarias actuales: la novela.

La novela, su gran rival

Las novelas son, a día de hoy, el tendido de puentes más frecuente entre escritores y lectores. Quizás en la misma medida, los lectores han visto en la novela una respuesta satisfactoria a sus inquietudes literarias. Hablamos, por supuesto, de géneros completamente diferentes, casi opuestos. Sin embargo sus diferencias no siempre evitan la yuxtaposición de criterios; muchas veces se confunde la identificación genérica de ciertas obras porque éstas se han posicionado por sí mismas sobre un género a caballo entre el cuento y la novela: es la llamada nouvelle. Existen valores que se aplican sobre el género del cuento que pueden servir para diferenciar, por ejemplo, un cuento largo de una novela corta. Un cuento (o relato) es una estructura literaria delimitada, sin fugas, que se cierra sobre sí misma; al contrario de la novela, que actúa como una solución dispersa, abierta, y que permite el divague o la extensión. Un cuento jamás deja algo para después, porque un cuento lo dice todo y lo contiene todo, como una perfecta burbuja. El cuento puede actuar como un balazo, certero y limpio, con la particularidad de que se presta a interpretaciones diversas de carácter simbólico. En este sentido, y extrapolando la definición hacia comparaciones análogas, una novela es como una película, y un cuento es como una fotografía.

Cuando un cuentista se aboca a la escritura de un relato, debe elegir lo que ingresará en su cuento desechando el resto de los componentes que rodean a una historia.

La metamorfosis de Kafka. Relato largo que roza los límites de la novela corta. Fuente

Escribir un cuento es muy similar a tomar una fotografía. En ambos casos, los artistas se dedican a recortar un fragmento de la realidad, detenerlo en el tiempo y explorarlo dentro de sus limitaciones. Cuando un fotógrafo toma una foto, está seleccionando un pequeño segmento de su entorno, dejando afuera todo lo demás, para fijar el centro de atención en eso que él desea que observemos. Lo mismo ocurre cuando un cuentista se aboca a la escritura de un relato: debe elegir lo que ingresará en su cuento desechando el resto de los componentes que rodean a una historia. Es una tarea de sacrificios, pero también de pureza. En el caso de las películas, éstas permiten otro tipo de juego; en ellas es posible cambiar de perspectivas, hacer acercamientos a los focos de interés, captar todo el entorno adoptando nuevos ángulos. Las novelas también permiten estas variaciones de óptica, retroceder en el tiempo durante varias páginas y volver al presente, sin que esto rompa la estructura interna de la narración. Tanto las novelas como las películas logran acumular sus efectos de forma progresiva en el lector o televidente. Entre capítulo y capítulo, el lector será capaz de ir sacando sus propias conclusiones. Esto no sucede en los cuentos ni en las fotografías, porque en este caso el impacto es directo, definitivo.

«La novela uno la escribe sucesivamente, luego esas sucesiones se organizan en la mente del lector o en la mente del autor, en cambio uno puede vigilar un cuento casi con la misma precisión con que uno puede vigilar un soneto: uno puede verlo como un todo». Jorge Luis Borges.

Estos atractivos que posee la novela como género literario están siendo bien explotados en nuestra época. Los lectores quieren leer novelas y los escritores saben que la novela es el trampolín hacia el éxito. En las librerías podemos comprobar que la novela le ha ganado la pulseada al cuento como género literario. Ya no es tan frecuente encontrarse con libros de cuentos. Está instaurada esta teoría de que un escritor novel, para dar el gran salto hacia el mundo de las letras, debe comenzar publicando una novela. No es tan desacertado este pensamiento: las propias editoriales prefieren ofrecer concursos y premios a las novelas como producto literario en lugar de los libros de cuentos o antologías.

Tal vez sea cierto que algunos escritores son más dados a la brevedad. Borges, por ejemplo, culpaba a su holgazanería por el hecho de preferir los cuentos sobre las novelas. El propio Borges aseguraba que «el cuento es un género más antiguo que la novela y quizás pueda “outlive”, quizás pueda vivir más allá de la novela». Edgar Allan Poe, en cambio, atribuía esa brevedad a su época: «Tenemos necesidad de una literatura corta, concentrada, penetrante, concisa, y contraria a una literatura extensa, verbosa, pormenorizada. Es una señal de los tiempos. La indicación de una época en la cual el hombre es forzado a escoger lo corto, lo condensado, lo resumido, en lugar de lo voluminoso». También en mis primeras experiencias literarias me incliné al género del cuento, porque desde que empecé a escribir me vi rodeado de libros y autores que abastecían mi universo literario a través de breves narraciones, obras que, de forma acotada, cumplían su trabajo de expresión y dejaban en mí una huella indeleble, mucho más cautivadora que las novelas. Ese encuadre sin fisuras con sabor a perfección que reside en ciertos cuentos (se me vienen a la cabeza Casa tomada, La forma de la espada, La luz es como el agua…) logró despertarme una especial fascinación por este tipo de narrativa. Comprendí, tras muchísimas lecturas de libros que iban y venían de mis manos, que en un cuento es posible la perfección.

Retrato de Edgar Allan Poe. Fuente

¿Qué hace a un cuento ser especial?

Difícilmente tengamos esta sensación de perfección en una novela. Quizás sí en fragmentos determinados, pero no tanto en su totalidad, porque en el análisis minucioso observaremos pasajes sobrantes, capítulos fuera de contexto, aquello que llamamos relleno literario. Durante una lectura, después de numerosas páginas y capítulos, sobre todo una vez que el lector empezó a pensar y a elaborar sus propias interpretaciones del material novelado, la novela logra una simbiosis con el lector que lo acerca a la transición y, paralelamente, lo aleja de la sensación del perfecto producto. Un cuento, es decir, un buen cuento, apenas deja tiempo al lector para la reflexión. A esto Edgar Allan Poe lo llamaba la unidad de impresión, destacando que un cuento debe leerse en menos de dos horas porque ese es el tiempo suficiente para conseguir los efectos buscados en el lector. Un buen cuento te atrapará desde el primer párrafo —hete aquí el gran reto: encontrar un buen cuento que no tenga un buen comienzo—, te conducirá en volandas por su puntual desarrollo —trabajando a contrapelo del tiempo y el espacio— y te sentenciará con un giro final —un giro definitivo, que no dejará ningún cabo suelto—.

«La historia se construye para hacer aparecer artificialmente algo que estaba oculto. Reproduce la búsqueda siempre renovada de una experiencia única que nos permite ver, en la superficie opaca de la vida, una verdad secreta». Ricardo Piglia.

Así definía el cuento Horacio Quiroga: «El cuento literario […] consta de los mismos elementos sucintos que el cuento oral, y es como este el relato de una historia bastante interesante y suficientemente breve para que absorba toda nuestra atención». Y destacaba aún sus dos máximas cualidades: «Dos cualidades se han exigido siempre: en el autor, el poder de transmitir vivamente y sin demoras sus impresiones; y en la obra, la soltura, la energía y la brevedad del relato, que la definen». Quiroga observaba que estas dos cualidades son tan específicas, que desde las remotas edades del hombre el concepto del cuento no ha variado. Mientras otros géneros han ido experimentando distintas mutaciones estéticas según las modas a lo largo de los años —como vemos en la historia de la poesía y la evolución de la novela en el último siglo—, el cuento sigue siendo el mismo de siempre.

Gabriel García Márquez, a propósito de la diferenciación entre el cuento y la novela, acuñaba su propia definición: «El cuento es una flecha en el centro del blanco y la novela es cazar conejos».

Estas precisiones inalterables son las que hacen del cuento un género inmortal en la literatura. Como una perla en gestación, un cuento necesita su medida de dolor, sacrificio y presión. Julio Cortázar, otro experto cuentista, tenía su propio concepto sobre el cuento, un concepto muy severo, por cierto: «Alguna vez lo he comparado con una esfera; es algo que tiene un ciclo perfecto e implacable; algo que empieza y termina satisfactoriamente como la esfera en que ninguna molécula puede estar fuera de sus límites precisos».

Gestación del cuento y sus características

Cuántas veces habrá sucedido, vagando en horas donde el día parece cerrarse a un soliloquio de habitualidades, que de pronto una imagen, un sonido o una secuencia de siluetas se transforman indefectiblemente en cuento. La literatura tiene estas inescrutables experiencias. Alguien pregunta: «¿Cómo nace un cuento?» Surge entonces la sonrisa del contar. «No sé, mira —alguien responde—, cualquier cosa puede volverse cuento: una canción mal entonada, esta hoja seca que pisamos, aquel anciano a la sombra de un ciprés. Nunca faltan cuentos; lo que faltan son buenos ojos para distinguirlos».

Una idea puede surgir por medio de una epifanía o manifestación espontánea motivada por cualquier circunstancia de nuestro entorno.

Ya que he citado a grandes cuentistas y todos ellos nos han dejado sus inolvidables reseñas sobre cómo escribir cuentos —y sus saberes profesionales abundan por todo internet—, voy a describir mi experiencia personal; quizás así alguno se sienta identificado. Todo comienza con una idea. Una idea puede surgir por medio de una epifanía o manifestación espontánea motivada por cualquier circunstancia de nuestro entorno. A veces una sola palabra basta para enarbolar una historia. O un recuerdo, una foto en blanco y negro, una escena de dos niños jugando en el parque. Las ideas están ahí fuera, en todas partes. En la mente del escritor, esa visión o particularidad se ha transformado ya en una noción de cuento (hay a quienes le ocurre algo similar pero en poesía). Allí está, frente a nosotros, es un cuentito alegre y sonriente. Una vez poseído por el cuento, ya no hay escapatoria: debo escribirlo, quitarlo de mi cabeza traduciendo el idioma del pensamiento y transformarlo en texto. Generalmente a mí me ocurre que la idea contiene ya el principio o el final del cuento, pero casi nunca viene acompañado con el desarrollo. Es como tener la cabeza y la cola de un león. Sabemos que lo que queda por completar es el león, solo debemos averiguar cómo.

El llano en llamas, libro de cuentos del escritor mexicano Juan Rulfo. Fuente

En este punto recuerdo otra interesante reseña de Cortázar: «Basta preguntarse por qué un determinado cuento es malo. No es malo por el tema, porque en literatura no hay temas buenos ni temas malos, solamente hay un buen o un mal tratamiento del tema». Quizás el desarrollo, por una cuestión de forma, sea la parte más compleja de abordar a la hora de escribir una obra literaria. Otras veces la idea original viene acompañada con el desarrollo, lo cual es un bálsamo, pero nos encontramos ante el inconveniente de que ahora no trae el final. Sea cual sea el caso, las ideas son tozudas y siempre llegan incompletas; ahí es donde entra en escena el escritor, ese intermediario que con el lenguaje como única herramienta debe conjugar su epifanía y construir con ella un producto literario. A veces, cuando escribo cuentos, me siento como un médium, captando mensajes en el aire, dictados celestiales y voces inaudibles, convirtiéndolas en poesía y literatura. Aunque pueda parecer un acto impulsivo, el secreto está en encontrar la manera de no dejar nada al azar, para que cada pieza del rompecabezas cumpla su estricta función.

Es primordial entender, en primera instancia, que un cuento es el relato de un hecho de indudable importancia.

Como todo rompecabezas, este está compuesto por distintos elementos. Es primordial entender, en primera instancia, que un cuento es el relato de un hecho de indudable importancia. Mientras la mano escribe, el ojo del escritor jamás deberá perder de vista ese hecho de capital importancia, porque ese hecho es la esencia del relato, su fundamento, su razón de ser. El ajuste del tema a la forma de la narración, con su tiempo y su espacio, es lo que determinará la calidad del cuento. Un consejo que escuché una vez es que cuanto más cerca empecemos del final, mejor. Sirva este ejemplo para comprender que el tiempo no es nuestro aliado: el cuento es enemigo de la extensión.

Fundamental también es tener el tacto afinado para determinar si tu historia merece ser contada en primera persona o en tercera. El narrador es un amigo que acompañará al lector desde la primera palabra hasta la última, y debe ser tratado con coherencia.

Una vez encauzadas todas estas cuestiones, aceptando asimismo el concepto de brevedad y unidad, podemos empezar a pensar en los personajes. El género se caracteriza por la intervención de un escaso número de personajes. No hay que enrollarse demasiado: un puñado de personajes bastan para contar una buena historia. El género del cuento nos resulta tan atractivo porque indaga en la condición humana, con todas las connotaciones emocionales y espirituales que eso conlleva; por eso los personajes son vitales, no importa si el protagonista es un animal, una piedra o cualquier objeto inerte, la virtud del mismo radica en su humanidad, en cómo ellos, a través de su pequeño mundo, nos abren la puerta a un universo amplio sin fronteras con significados representativos para los seres humanos. Por supuesto, un escritor puede ser ciego a estas implicaciones, pues a veces trabajan a niveles inconscientes.

Julio Cortázar, escribiendo en París. Fuente

Tenemos nuestra idea, sabemos cómo queremos contarla y conocemos a nuestros personajes. Ahora es tiempo de otorgarle autonomía al cuento. Recuerdo haber leído una frase que lo sintetizaba muy bien: un cuento debe sostenerse por sí mismo, como el puñal materializado en el aire en los pensamientos de Macbeth, o como la sonrisa del gato vista por Alicia. Esto es la autonomía del cuento, o como lo llamaba Cortázar: su esfericidad. El cuento debe contener toda la idea, sin fugas. Como un globo: si el aire escapa o algo ajeno quiere entrar, el globo se rompe. El ritmo de la narración tiene la facultad de mantener la tensión interna del relato. Con un ritmo sostenido, y precisando los límites que representan el contorno de nuestra idea, difícilmente la esfera se rompa.

El producto final es invaluable. Los buenos cuentos no tienen precio. Todo niño quiere escuchar un cuento antes de ir a dormir. En ellos se esconde el pequeño principio de algo enorme. ¿Y cuál es el final? La verdad es que no había pensado un final para este artículo. Es un león sin cola. Lo que voy a hacer entonces es invitar a los lectores a contar cuál es su cuento preferido. Porque quizás esto no deba tener un final. Quizás baste con que algún valiente se anime a explorar en el interior del escritor que todos llevamos dentro para empezar a fundar los secretos del perfecto cuentista.

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Martín Tacón es un periodista argentino. Lleva más de cinco años escribiendo en el Libro de a Bordo.

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