La realidad está hecha de palabras

Carlos Vázquez
Punto y coma
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4 min readJun 8, 2016
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Piense en estas palabras: «yo os declaro marido y mujer»; «diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno, ¡ignición!»; «te declaro culpable»; «hágase la luz».

Tendemos a pensar que las palabras sirven para describir el mundo. Olvidamos que antes formaron el conjuro del brujo que el diálogo de los filósofos. Las palabras tienen poder, tanto para revelar como para ocultar la realidad. Por lo general las usamos para lo segundo. No es que yo desconozca una materia, no: ¡es que ese otro tipo es un pedante! Pedante. Qué maravilloso es poder conjurar una amenaza contra mi ego con una simple palabra. Puedo añadir que «se lo tiene muy creído», que «desciende de la pata del caballo del Cid», que es «el listo de la clase» y — para rematar — el siempre elegante «¡gafotas!». El poder de las palabras es tan grande que no hace falta ni pronunciarlas: basta con pensar todo eso y su conocimiento superior se convierte en un pecado y mi indolencia en un rasgo ético.

Las palabras no son moralmente neutras: las usamos para justificar nuestros vicios y disminuir las virtudes de otros. Si soy un cleptómano, es que tengo un problema. En cambio, si te llamo ladrón, ¡tú eres el problema! Si me caes bien digo que eres ambicioso. Si no, eres un trepa. Te llamaré tacaño si ahorras en mí. ¿En cambio, yo? ¡Yo soy ahorrador!, A-HO-RRA-DOR, que es muy pero que muy distinto.

Yo era muy joven —demasiado joven— cuando descubrí todo esto. Más preocupado por la verdad que por mi ego, desterré de mi diccionario las palabras autocomplacientes. Decidí que antes que llamar pedante a otro me llamaría ignorante a mí mismo. Dejó de haber gente antipática, sino sólo gente para la que yo no era interesante; y si alguien no entendía mis explicaciones no era por su estupidez sino porque yo no me había expresado con claridad. Me prohibí calificar a nadie de ególatra, avaro, estúpido, lento, dejado o despilfarrador. Entonces yo era muy idealista. Muy ingenuo.

Como un asceta, también me prohibí ser condescendiente conmigo mismo. No quería que las palabras ofuscasen la auténtica distancia que me separaba del éxito; las usaría como un faro para guiarme, no como un espejismo para el alivio momentáneo. La verdad era lo más importante.

¿Cuál fue el resultado de tan noble experimento?

Que quede claro que actué por ignorancia, que sólo sabía la mitad de la historia. Sí, las palabras son conjuros y tienen poder. Y si uno no se aprovecha de ese poder, queda a merced del de los demás. Yo no denigraba a nadie, pero otros no tenían esa nobleza, esa ingenuidad. Yo no me autocomplacía con palabras condescendientes; mi alma iba desnuda donde las demás se protegían con corazas.

Tardé años en comprender que la autoimagen, que se alimenta de palabras, afecta a la verdad. Afecta a cómo eres, a cómo actúas. Si la sometes a un régimen de realidad, le niegas el alimento y debe alimentarse de las palabras de otros. Entonces tú eres el avaro, el despilfarrador, el sabelotodo, el tonto, el raro, el anodino, el mustio y el parlanchín, todo a la vez.

Abandoné el experimento. Trato de encontrar la virtud aristotélica en el punto medio. Estoy probando con una dosis al día de autoengaño antes del desayuno, a ver si mejoro.

La verdad está sobrevalorada. Al fin y al cabo, ¿qué es la verdad? Seis letras, un sonido.

Una palabra.

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Carlos Vázquez finalizó recientemente su doctorado en Informática y actualmente busca continuar su carrera académica. Escribe en el Libro de a Bordo desde hace más de diez años.

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Carlos Vázquez
Punto y coma

Doctor en Ingeniería Informática; escritor aficionado