Leopoldo María Panero, la poesía lúcida

Bertran Salvador
Punto y coma
Published in
6 min readMar 30, 2016

Me imagino a Leopoldo María Panero paseando por Mondragón con un jersey de lana, fumando sin parar. Siempre durante el día, las noches las tenía que pasar en el sanatorio. Cabizbajo, a ratos susurrando versos de Cummings, Pessoa o Bukowski aunque nadie le estuviese escuchando. Me lo imagino sonriendo y respondiendo de manera críptica a las preguntas que le hacía la gente, viendo en sus miradas la duda que los corroía: bromea o al fin ha perdido la cordura. Al filo de la noche regresaría a su presidio, a sus temores, no sé si derruido o resignado. Cómo debería sentirse Leopoldo, sin más consuelo que recordar aquellos años de trasnochar, cuando la noche era más divertida. Cómo debería sentirse al dormir encerrado, sufriendo, escribiendo esos versos desgarradores.

Supongo que a veces lo iban a visitar. Poetas jóvenes, cantantes, el joven Bunbury haciéndole una entrevista. Todos ellos peregrinando hasta la celda del poeta, buscando dar vida a unos versos, buscando en el hombre al mito, al maldito. Un anciano postrado, lúcido en su poética, extraño, heredero de una tradición de intelectuales pero condenado, difamado, rodeado de enemigos, a la postre olvidado. Y tal vez solo deseara que no lo consideraran loco.

¿quién, no puedo más,
que
parecer –por amor de querer cantar
entera la canción- siempre un loco?

La historia de Leopoldo María Panero no es una historia fácil. Decía algún personaje de Bolaño que iba a preparar una obra de teatro para escenificar su vida, la vida de los Panero, esa familia de intelectuales, radicada en el régimen que dio a luz a una progenie de izquierdistas y poetas. Una familia que vio crecer a Leopoldo, que lo vio convertirse en un estandarte de la izquierda y de la nueva poesía, que lo vio entrar en prisión, que lo vio jugar con las drogas, que lo vio internado diversas veces en sanatorios, que lo vio sufrir. Una familia que atestiguó su breve momento de fama — Cátedra publicó su obra recogida antes que la de ninguno de sus contemporáneos — pero era una fama agridulce, la fama del maldito, del loco. Muchos de los que le leían, quizás aún, quizás yo mismo, lo hacían con un filtro, la locura, que distorsionaba sus textos, que los iluminaba con la particularidad del personaje, no de las palabras, que hacía que un verso no quisiese decir lo que decía el verso.

Tampoco debe negarse que en un inicio ese halo de malditismo, de locura, era buscado. ¿Cuántas veces se reconoce antes al artista por su persona que por su obra? Así se establecen muchos de los clásicos, que todo el mundo conoce pero no tantos leen. Cortázar con un cigarrillo en la boca — a pesar de que no fumaba — , Bolaño y todas las historias que se le atribuían, Dalí y sus caprichos, Duchamp con la famosa «Fuente»… Todos ellos supieron construir un personaje público para convertirse ellos mismos en un ente comercial, una creación llena de pequeños detalles fuera de su campo artístico que los hacían conocidos, que los hacían ser el centro de las habladurías, que los hacían trascender del papel, del lienzo o del arte conceptualista. Y seguramente eso hizo Leopoldo Panero en un principio. Debió ser en 1968 cuando empezó a cuajar su mito, coincidiendo con su primera publicación, su primer intento de suicidio, su ingreso en el frenopático de Barcelona y su arresto por la Ley de vagos y maleantes. Un año movido, que sin duda fue el pistoletazo de salida para entrar en los círculos poéticos.

Fuente

En aquella época, los grupos poéticos se formaban en torno a las antologías, organizadas por los maestros de la época. Entre ellos, Josep Maria Castellet, quien empezó a destacar a la generación venidera, los Gil de Biedma y Carlos Barral, José Agustín Goytisolo, o Alfonso Costafreda (que fue excluido en una primera antología). Y Leopoldo María Panero, que abría su parte de la antología los Nueve novísimos con la siguiente entrada:

Vivo dentro de la fantasía paranoica del fin del mundo y no solo no quiero salir de ella sino que pretendo que los demás entren en ella. Todas mis palabras son la misma que se inclina hacia muchos lados, la palabra FIN, la palabra que es el silencio, dicha de muchos modos […]

Poco a poco, el joven Panero iba produciendo más y más poemas, y se iba consolidando en su postura predilecta de maldito. Dicho malditismo, que en realidad tiene su origen moderno en Verlaine y el siglo XIX, se asociaba con aquellos artistas transgresores y antiburgueses que, en general, tenían un vivir bohemio o dandi, excéntricos y desgarrados, como gusta de clasificar Gimferrer. Y Panero era el ejemplo por antonomasia, heredero de unas tradiciones burguesas y complacientes con el Régimen, contra las que no hacía más que oponerse con fuerza Así, uno de sus primeros poemas fue «Canto a los anarquistas caídos en la primavera de 1939», y una frase lapidaria :

Cómo duele en la sombra desear cuerpos muertos.

Desde ese inicio, su lírica fue ganando en complejidad, en significados cifrados, en una particular forma de narrar, a veces mezcla de prosa y poesía, como en La matanza en el día de San Valentín o Homenaje a Eliot. En sus versos se iba intuyendo un carácter procesal y unitario, y además se iba formando su propio estilo literario, caracterizado por una especie de inacabamiento y caídas de ritmo extrañas, o la puntuación, cuanto menos discutible en un sentido académico.

Pero más allá de su personalidad literaria, destaca como veníamos diciendo su personalidad pública. Panero, que empezó siendo el chulo que se metía con toda España, acabó encajonado socialmente en ese papel, acabó convertido en la exageración misma de lo que había fingido ser. Se encontró sin posibilidad de escapar del personaje, quedándose encerrado en su propia jaula. Sus poemas giraban entorno al loco, la locura, Mondragón, sus ganas de escapar de esa cárcel impuesta, de ese personaje obligado a vivir y revivir. Hasta el punto que llegaba a decir:

Qué es mi alma, preguntas
[… ]
es quizá un esclavo
lamiendo con sus labios las sobras de la vida.

Tal vez Leopoldo María Panero sea el perfecto ejemplo de la importancia extraliteraria, o extraartística, de todo creador. Y aunque en su obra el yo narrador no siempre se identifique con la persona real, es evidente que su éxito relativo, y su particular expansión y difusión por las nuevas generaciones de poetas e intelectuales, se debe a su personaje, se debe a la compleja y nada azarosa secuencia de eventos que fue desgarrando una vida, que fue construyendo en torno a cimientos cada vez más verídicos el mito del maldito. Es una historia difícil. Es un destino aciago para el escritor: ser estigmatizado, tratado de loco, quizás finalmente convertirlo en loco, hacer de su expresión poética la aproximación más fidedigna del sufrimiento y el dolor del loco. Y finalmente olvidarlo, clasificarlo en un corriente literario, hacer de su obra una más en una lista infinita. Robarle la individualidad del sufrimiento.

Y ante esos sufrimientos, ante esa incomprensión y ante el peso de la vejez fue Leopoldo María Panero apagándose, a caladas. Si su poesía está llamada a perdurar, casi carece de sentido. A veces, cuando me lo imagino, recuerdo las palabras de Panero en su autobiografía: «Narro únicamente la historia de un escritor imaginario […] que soñó que el arte es largo, y trabajo y no sueño, que soñó, en definitiva, haber escrito».

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Bertran Salvador es un intento de escritor barcelonés que compagina su carrera de Biólogo con su pasión con la escritura y la cultura.

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Bertran Salvador
Punto y coma

Escritor y biólogo, obsesionado con lo que menos importa. @Bertran_S