¿Miedo a la oscuridad? Historia de un temor muy profundo

Pablo Aguirre Herráinz
Punto y coma
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9 min readApr 9, 2016
Portada del 9º álbum de la banda Iron Madien, diseñada por Melvyn Grant. Fuente.

A Fran, mi hermano nocturno.

I am a man who walks alone / Soy un hombre que camina solo
and when I’m walking a dark road / y cuando atravieso un sendero oscuro
at night or strolling through the park / por la noche o paseando por el parque

When the light begins to change/ Cuando la luz comienza a cambiar
I sometimes feel a little strange/ a veces me siento un poco extraño
a little anxious when it’s dark/ un tanto inquieto cuando está oscuro

Con estas estrofas empieza el célebre corte «Fear of the Dark» de Iron Maiden, cuyo álbum homónimo salió a la venta en el año 1992 logrando tres millones de ventas y obteniendo en live una nominación a los premios Grammy. Pero más allá de ventas o de puestos, lo más importante de Fear of the Dark es el lugar incondicional que pasó a ocupar en la memoria musical de millones de personas en todo el mundo, ya sean los fans declarados que la esperan en cada directo como agua de mayo (generalmente al caer el sol) u oyentes ocasionales en un bar a altas horas de la madrugada.

Cualquiera que conozca a los Maiden, aunque sea superficialmente, sabe que sus letras tienen una razón de ser. Que no hablan del tiempo o de salir a ligar, vaya, sino que tratan temáticas de cierta enjundia, a veces filosófica o histórica (no en vano el vocalista del grupo, Bruce Dickinson, estudió Historia Antigua en el Queen Mary), y más habitualmente, psicológica y neurótica. Así, Fear of the Dark nos habla de algo tan extendido como la oscuridad y el desasosiego que nos produce la ausencia de luz.

La canción, en pocas estrofas, nos desnuda por completo: ¿cómo reaccionamos cuando al buscar el interruptor de una habitación tardamos en encontrarlo? ¿Pasamos la noche hablando con conocidos de pelis de terror y luego al volver a casa nos sentimos observados? ¿Estamos en la cama o en el escritorio y nos aterra mirar a ese armario ropero, a esa esquina, porque tememos (presentimos) que algo nos observa? Ah, no hace falta ser un heavorro de chupa y parches de Kiss para darse cuenta de que en este mundo tecnológico y científico en el que nos desenvolvemos hay miedos primigenios que nunca podremos dejar del todo atrás. ¿Pudieron nuestros antepasados? ¿Qué diría un campesino medieval si le pusiéramos este tema de los Maiden?

El miedo a la noche, patria innegable de la oscuridad, es quizá el más temprano de los miedos del ser humano, y se halla inextricablemente unido a otro del que solía venir acompañado: el miedo a la propia muerte. No vamos a insistir ahora sobre los mil usos literarios y metafóricos del binomio noche/oscuridad-muerte, en su lugar solo recordaremos que en el principio de los tiempos (de nuestros tiempos), estaba un ser humano que era cazador-carroñero de día y presa temerosa de noche. En las tinieblas se resiente el sentido de la orientación, abunda el riesgo de sufrir un accidente fatal, caen las temperaturas y se pierde eficacia sensorial. La noche no es, desde luego, el hábitat natural del hombre. El cristianismo insistió en ello (salmo 103:20):

Posuisti tenebras et facta est nox in ipsa moventur omnes bestiae silvae [Tú ordenas la oscuridad y se hace de noche, en ella merodean todas las bestias del bosque]

La Alta Edad Media no es oscura por iletrada o por tosca, sino por quedar difuminada en un largo pulso ecológico y demográfico contra el bosque y el despoblado. Cuando oscurecía solo los astros y la lumbre del hogar desafiaban a las tinieblas. Nosotros, que nos hemos criado en la era eléctrica, estamos lejos de comprender lo que significa la palabra «negrura».

En aquel tiempo la cristianización, que es religión de luz y salvación, de estricta separación entre existencia terrenal y dicha celestial, luchaba todavía por consolidar una visión del mundo que el habitante del pagus (del pueblo) no terminaba de interiorizar (nace así la voz «pagano»). En consecuencia el bosque frondoso, que es lo mismo que decir la noche cerrada (y a la inversa), se convertían en territorio proclive para todo tipo de encuentros no siempre o no solo indeseables.

Los Aquelarres o Witches’ Sabbath (en inglés), son los grandes protagonistas de la noche medieval dentro del cliché que todavía hoy perpetuamos. En ello influyeron siglos y siglos de procesos inquisitoriales convencidos del peligro inherente al trinomio mujer / noche-/ influjo demoníaco. Fuente.

El campesino medieval no sospechaba que algo pudiera observarlo entre la penumbra, estaba convencido de ello. Aparecidos, tentaciones, brujerías y demás fenómenos de ultratumba o naturaleza sobrenatural ponían a prueba su fe en ambas direcciones: a veces lo tentaban hasta perderlo, otras veces acudían a su servicio (los Nachtschar o Benandanti, por ejemplo, eran entidades espectrales benéficas y, por lo que parece, bastante juerguistas).

Para convivir con este mundo extraordinario, que no es sino la otra cara de la moneda del día a día cotidiano (¡qué casualidad!, ahora hablamos de «día»), el ser humano construyó su propio diccionario práctico. Donde mandaba lo mundano se desplegaba la red del refranero y los dichos populares; donde imperaba lo sobrehumano entraba en juego el complejo código de la superstición. La división entre un hemisferio y el otro es más actual que pretérita.

Que por cierto, la «noche geocéntrica» no es «noche heliocéntrica». La segunda se deriva del sistema de doble rotación que conocemos (planetaria y orbital con respecto al sol), mientras que la primera resulta de la sombra que proyecta sobre sí una Tierra rodeada de luz celestial. Nuestra noche oscura es la norma y no la excepción en el espacio sideral, la noche medieval es una sombra puntual dentro de un gran salón iluminado. A este modelo se corresponde el Almagesto ptolemaico y la visión escolástica de las siete esferas (o los siete círculos-cielos), en torno a los cuales construyó el autor de las Crónicas de Narnia, C. S. Lewis, diversas obras de ciencia ficción como Out of the silent planet, que es también, y ya es casualidad, un track del duodécimo disco de los Iron Maiden (novela y canción no guardan mayor relación, pero no por ello el mundo deja de ser un pañuelo, ¿verdad?).

Volviendo al campesino decíamos que busca mediar con un entorno donde la noche y la muerte son rasgos tan consustanciales como el día y la vida, los primeros compañeros de la primavera (luz y abundancia) y los segundos del invierno (oscuridad y hambre). Y hablando de cosas consustanciales a esta época, en su Historia sobre la noche en la Europa Bajomedieval, Craig Koslofsky nos desvela un curioso dato: el variable calendario agrícola y la imprecisión del horario rural (tiempo de trabajo/ocio/descanso) romperían la imagen que tenemos de un campesino que se acuesta y se levanta con el sol.

Antes al contrario, el campesino permanecería despierto si su trabajo así lo requería y caería rendido al sueño vespertino el resto del tiempo. En consecuencia, es frecuente que a menudo durmiera en dos tandas, lo que dejaría un lapso temporal intermedio impreciso pero sin lugar a dudas nocturno. ¿Qué harían durante el mismo? Bueno, ¿qué haríamos nosotros? Seguir trabajando, tener un encuentro familiar, o bien íntimo, salir a pasear, beber, tal vez robar unas manzanas y, sin ninguna duda, interactuar con la noche, bien sirviéndonos de ella o guardándonos de su nefasto influjo.

«Los ojos expuestos a la luz (artificial o celeste) ya no se orientan tan bien entre las sombras»

A estas gentes sencillas la Iglesia con el tiempo les convenció, o les obligó a admitir, que su mediación era torpe, que requerían de un profesional. Es posible que a partir de este momento el labriego y la labriega observaran la frondosidad del bosque con creciente incertidumbre. Los ojos expuestos a la luz (artificial o celeste) ya no se orientan tan bien entre las sombras.

Frente a la «oscuridad cómplice» del mundo rural de la que habla Jules Michelet en su tratado sobre las supersticiones en la Edad Media, aparece la ciudad como tea ardiente. Aunque no es un producto perfectamente ordenado en sí mismo, la ciudad trata de colonizar o por lo menos de regular la noche. Toques de queda, guardia nocturna, cierre de puertas, clausura de negocios. Todo se prepara para velar no solo el descanso sino la salvaguarda del orden. Y es que la noche es el objeto de una jurisdicción y de una preocupación muy particular: la del delito común y, más concretamente, contra la propiedad o la autoridad (atracos, robos, fraudes, conspiraciones, herejías, y un largo etcétera). No en vano todavía hablamos de «nocturnidad» como agravante de todo crimen acaecido bajo el influjo del astro lunar.

Para guardar la noche urbana no hace falta más que una lámpara, una campanilla, una lanza y un leal sabueso. Bueno, todo eso y una persona que los blanda o dirija por las no siempre empedradas calles, y ¡ay del que sea hallado deambulando en la oscuridad sin portar fuente de luz propia! Multa al canto, o peor. Fuente.

Sea como fuere, el avance de la modernidad y el «siglo de las luces» terminan por infligir graves heridas a la noche omnipotente, siendo quizá la más reconocible la que supone la extensión del servicio de alumbrado público desde la segunda mitad del siglo XVII hasta nuestros días. Si la ciudad nunca dormía, ahora tampoco quedaba del todo aislada en la noche. Culturalmente hablando, se extiende también el consumo de chocolate, café y té, que nos mantienen «despiertos» y, por ende, iluminados. La visión del trabajo protestante también hace mucho por alargar un horario laboral hasta entonces limitado con celo. Los talleres, lo mismo que las calles, pueden permanecer «encendidos» 24 horas.

Parece así que la noche ha perdido su lugar, que vivimos en un intenso mar de luz, en un día inacabable y radiante, pero, a la hora de la verdad, los jóvenes siguen poblando la noche lo mismo que el deseo y la tentación, y cuando se enciende una lámpara se descubren infinidad de sombras, no todas sospechosas. Un servidor termina de escribir estas líneas con la luz echada y la puerta cerrada. Sabe que tendrá que atravesar un pasillo oscuro para irse a dormir y tal vez tarde en encontrar el interruptor. Sentirá pasos, mirará y no habrá nadie, y al llegar a su cuarto estará esa esquina ante la que no se volverá, por lo que pueda estar observando. Y es que como escribía el dramaturgo Alfred de Musset en su poema Le saule (el sauce), adelantándose en siglo y medio a los Maiden:

Oh ! qui n’a pas senti son cœur battre plus vite/ ¡Oh! ¿Quién no ha sentido su corazón latir más deprisa
À l’heure où sous le ciel l’homme est seul avec Dieu ?/ en la hora en que bajo el cielo el hombre está a solas con Dios?
Qui ne s’est retourné, croyant voir à sa suite/¿Quién no se ha vuelto, creyendo ver tras sus pasos
Quelque forme glisser?/ alguna forma deslizarse?

I am a man who walks alone and when I‘m walking a dark road…

Bibliografía

  • DELUMEAU, Jean, El miedo en occidente. Madrid: Taurus, 1999.
  • KOSLOFSKY, Craig, Evening’s Empire: A History of the Night in Early Modern Europe. Cambridge: Cambridge University Press, 2011.
  • MICHELET, Jules, La bruja. Un estudio de las supersticiones en la Edad Media. Madrid: Akal, 1987.
  • SCHMITT, Jean-Claude, Les revenants. Les vivants et les morts dans la société médiévale. Paris: Gallimard, 1994.
  • Carmina.

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Pablo Aguirre Herráinz es escritor nocturno y doctorando diurno. Actualmente centra su trabajo universitario en el estudio del difícil retorno desde el exilio republicano a España (años 1945–1985), a lo que se suman afanes muy profanos sobre temas de literatura histórica y actualidad obsoleta (guerras mundiales, etc.).

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