Por todas las Habiba

Se manifiesta la ciudad en contra de la Prohibición musulmana

Mariana
Punto y coma
5 min readFeb 1, 2017

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No. Hoy no. Fotografía por Mariana González.

Conocí a la que ahora sé que se llama Habiba en el elevador del edificio donde vivo, donde ambas vivimos. Lo primero: no sabía que se llamaba Habiba. No sé mucho sobre términos o nombres árabes, así que me pareció que su mamá la había llamado así cariñosamente — como cuando Madre sustituye mi nombre por mamita o cariño — . Nos acompañamos en ese corto tramo, del piso cero al dos, y desde que entramos juntas a ese pequeño espacio cuadrado podía sentir sus ojos curiosos encima de mí. Yo era una pieza de su rompecabezas y estudiaba todos mis lados antes de encajarme en él.

¿Pero qué digo? Yo también la miraba curiosa.

Yo observaba su cabello, cubierto por un velo color rosa púrpura, ella, pues, miraba el mío, medio suelto y medio recogido; lo que resulta luego de un largo día de trabajo. Ella me miraba las piernas, el rostro, la mano que sujetaba una bolsa con un galón de leche, la otra que no cargaba nada… Yo, mientras, observaba sus ropas coloridas e intentaba resolver qué edad tendría. ¿Siete, quizás ocho? Recordé entonces que las chicas musulmanas empiezan a usar el velo cuando les llega la menstruación. ¿Tal vez entonces tenga nueve? (Sí, sentí lástima enseguida: ninguna mujer merece tener que lidiar con dolores menstruales ni toallas sanitarias a tan joven edad).

Entonces, quizá porque quería escucharla — ya no me conformaba con mirarla — , le pregunté por su día en la escuela. No contestó enseguida. Se tomó su tiempo, no porque fuese tímida, no podía serlo: lucía la media sonrisa de quien está llena de ideas y repleta de respuestas brillantes. Se movía de lado a lado, quizá ella también ahora estudiaba mi voz. Llegué a pensar incluso que me contestaría con la misma pregunta: «Y a ti, ¿cómo te ha ido en el trabajo?».

Pero no fue sino hasta que su mamá la animó, diciéndole, «Responde a la chica, Habiba», que me dejó más que claro que de su voz, al igual que de sus ojos indiscretos, no podría salir ni una pizca de timidez. Le gustaba mucho la escuela, iría el lunes de nuevo y tenía muchos amigos. Sus palabras eran puro entusiasmo, y sé que me habría contado más, que habría conocido más de ella si el ascensor no se hubiese abierto. Subir solo dos pisos, sin embargo, jamás me había parecido un tramo tan largo.

Entonces, sucedió que el día después de dejar a Habiba en ese ascensor, de camino a su piso número seis, el presidente — así, con minúscula — de los Estados Unidos prohibió la entrada de musulmanes a toda la nación norteamericana. Tuviesen sus documentos al día, o no, no podrían entrar aquí.

«Hagamos que cada cultura pueda caminar sin miedo…» Fotografía por Avner A. Vélez.

Sí. Pensé en Habiba.

Y no solo en la Habiba que seguramente miraba la televisión cuatro pisos más arriba, sino en todas las que no podrían pisar jamás esta nación. Las imaginé perdiéndose el ir a la misma escuela a la que va mi pequeña vecina, esa que tanto le gusta y a la que iría todos los lunes hasta ser profesional. Las imaginé limitadas a un pedazo de tierra, las imaginé creyendo que realmente son prohibidas en esta parte del mundo. Las imaginé a todas, sobre todo, teniendo que renunciar a la oportunidad de llegar a esta bulliciosa y viva ciudad: a renunciar a comer pretzels, a hacer un pícnic en Central Park, a caminar bajo el invierno de enero, a hacer la ciudad toda suya si así les daba la gana.

Me quité los zapatos y me calcé otros; más pequeños, más grandes. Quería convertirme en todas las Habiba, en la que conocía y en las que no, y no pasó un segundo cuando ya empezaba a sentirme restringida, limitada y oprimida. A todo esto, y a mucho más que sabía que aún desconocía — necesitaba calzar mucho más que unos pares de zapatos ficticios para saber — , me estaba sometiendo la Prohibición y la Supremacía tirana de los Estados Unidos.

Y porque fui todas las Habiba por un rato interminable, y porque este lugar en la Tierra es tan mío como de ellas, decidí que saldría a la ciudad a alzar la voz, a alzar sus voces. Luché por sus derechos, que también eran los míos, y, más que nada, deseé con todo el corazón, y solo para ellas, que no existiera hombre en la tierra que no las dejara ser libres de ir y venir a su antojo.

Y así, las Habiba y yo luchamos juntas, con los mismos zapatos y la misma media sonrisa de mi pequeña vecina, llena de ideas y puras respuestas. También lucharon junto a nosotras otras 10,000 personas más. Estoy segura que cada una de ellas también habían conocido a lo largo de sus vidas a una colorida Habiba.

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Mariana González (@MarianaGlez8) es editora autónoma. Es natural de Puerto Rico pero a día de hoy escribe desde cualquier café de Nueva York.

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Mariana
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Editora, de profesión y por necesidad (y siempre en el café más cercano)