Profecía antes de Navidad

z666
Punto y coma
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6 min readDec 22, 2015

La Navidad es un rito tan enraizado en nuestra psique de especie cultivadora de la tierra y dependiente de los ciclos astronómicos para su supervivencia, que ha conseguido sobrepasar el maquillaje religioso que le fue impuesto tras la expansión del cristianismo y ha vuelto a parecerse a lo que una vez fue: una fiesta pagana que celebra la victoria del sol sobre la oscuridad.

Pero comencemos esta historia por el principio.

La Navidad, en su origen cristiano, pretende conmemorar el nacimiento de Jesús (su natividad). De las circunstancias que narran su nacimiento se habla en los evangelios.

Mateo (1:18–2:15) cuenta que un ángel evitó que José repudiara a María convenciéndolo de que el niño –que bien sabía que no podía ser suyo- era fruto de la unión de su esposa con el Espíritu Santo. Más tarde añade que “vinieron del oriente a Jerusalén unos magos”, guiados por una estrella, para adorarle y entregarle “oro, incienso y mirra”. Como fueron tres regalos, se supuso que los magos eran tres, hasta que el Papa Leon I así lo dejó establecido en el siglo V. Más adelante se les ascendió a la categoría de reyes para que su visita concordase con la profecía contenida en Salmos* (72:10–11) y se les montó en camellos para que se cumpliese lo dicho en Isaías** (60:5–9).

Lucas cuenta que tras nacer Jesús se le acostó en un pesebre porque no había sitio en la posada. Luego añade que, espoleados por los ángeles, una horda de aterrorizados pastores se acercaron al pesebre para adorar al niño.

Estos elementos son únicos para cada evangelista, lo cual, unido al silencio de Marcos y Juan sobre el tema, no deja de llamar la atención (Marcos no menciona tales eventos porque su texto es anterior y estos mitos todavía no habían sido introducidos en la ideología cristiana).

La clave de este baile de (futuras) características navideñas está de nuevo en el interés de Mateo por “hacer cumplir” ciertas profecías preexistentes. Él mismo se jacta de ello citando en su relato, una por una, las profecías consumadas por su texto. Para conseguir su objetivo no duda en cortar las citas donde le place y sacarlas de contexto, como cuando resalta que en Belén nacerá el liberador de Israel. Lo que no dice es que se suponía que iba a liberarlos de los asirios, no de los romanos. Sucede lo mismo con la matanza de los inocentes, también profetizada y “autocumplida” por su mano.

Pero ninguna de esas chiquilladas llegó al nivel de trascendencia que alcanzó este verso de Isaías (7–14):

Pues el Señor mismo les va a dar una señal: La joven está encinta y va a tener un hijo, al que pondrá por nombre Emmanuel.

No podemos saber a ciencia cierta si la culpa fue de Mateo o del traductor que copió los textos del Antiguo Testamento del hebreo al griego (S.II a. C.). Fuese quien fuese, Mateo o un traductor anterior, alguien transmutó la palabra “almah”, (mujer joven) del verso original de Isaías, por “parthenos” (virgen). Si Isaías quisiera decir “virgen”, habría utilizado otra palabra en el original: bethulah.

Además, también fue modificado el verbo y su tiempo verbal. Así, de “una joven embarazada” pasamos a “una virgen concebirá”.

El resultado final es de sobra conocido:

Por tanto, el Señor mismo os dará una señal: He aquí, una virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel.

De esta manera uno de tantos cantos (luego denominados profecías) de Isaías quedó convertido en un hecho excepcional que no pasó inadvertido a los oportunistas como Mateo, abanderados del propósito de convertir a Jesús en el Mesías. Vio el filón y lo aprovechó.

Por eso para los judíos Jesús no es más que un personaje más de su historia litúrgica, porque ellos, en cuanto a buscar un Mesías se refiere, siempre han seguido el texto original, sin recortes ni erratas.

Por otra parte, no hay ningún registro sobre el día o año en que nació Jesús. Pero la falta de pruebas nunca fue un impedimento para los planes de la Iglesia. Como es costumbre, se apropió sin pudor de las fiestas y ritos de las culturas en las que se difundían sus dogmas.

Las Saturnales eran unas importantes celebraciones romanas, que se vivían en un ambiente festivo, con gritos de algarabía entre la muchedumbre, coronadas en un gran banquete seguido por un intercambio de regalos y liberación de esclavos. Se encendían velas y se decoraban las casas con plantas colgantes. Se celebraran del 17 al 24 de diciembre conmemorando el solsticio de invierno, la noche más larga y el triunfo del Sol al día siguiente (25 de diciembre).

Para matar dos pájaros de un tiro, la Iglesia hizo coincidir la conmemoración del nacimiento de Jesús con estas fiestas, muy extendidas y queridas en todo el Imperio. Sin embargo, la tradición “pagana” estaba tan arraigada y era tan fuerte que, muy a pesar de la Iglesia primitiva, la gente continuaba manteniendo el “espíritu” de las fiestas saturnales. Ante eso, los Padres de la Iglesia decidieron alargar las celebraciones e incorporar ese “espíritu alegre y festivo” que tan bien funcionaba. Incluso permitieron, a regañadientes, que continuase la costumbre de regalarse objetos, contraria a la idea de la limosna cristiana.

Lo cierto es que la Navidad del siglo VI no se parece en nada a la de hoy en día y la de hoy no se parecerá a la del siglo XXV. La Navidad, igual que otras celebraciones, cambia su significado y sus atributos con el tiempo. Las tradiciones son hijas bastardas de la ignorancia. El momento en que una decisión racional se convierte en tradición es aquel en que nos olvidamos del verdadero sentido de lo que hacemos, confiriéndole un carácter mágico a la costumbre de su realización o de mal augurio al de no completarlo.

Luego llegaría San Nicolás y su posterior transformación en Papá Noel, figura fagocitada por la actual Navidad y convenientemente adaptada a nuestra época. Pero esa es otra historia.

En nuestros días el significado de la Navidad ha evolucionado de celebración (=conmemoración) a celebración (=fiesta). El medio ha desplazado al fin y se ha convertido a la postre en el objetivo, en una tradición (=proceso cuyo propósito es perpetuarse en el tiempo).

Los aspectos religiosos de la Navidad han quedado relegados al interior de las Iglesias. Incluso los belenes caseros se montan sin verdadera devoción: es solo tradición. En una irónica venganza, la cultura popular ha arrancado de manos cristianas el significado de la Navidad para entregárselo de nuevo al paganismo primigenio de la comida, los gritos de euforia y los regalos, que pueden ser oro, pero nunca incienso y mirra.

La nueva estrella que guía a los magos es el alcohol, rey indiscutible de cada velada junto con el cumplimiento del adecuado protocolo de etiqueta vigente. Se nos impele a estar felices y desear la felicidad ajena bajo pena de traicionar al grupo. Y ya se sabe la suerte que corren aquellos individuos que no imitan al grupo: son derribados y vilipendiados.

La Navidad no es buena ni mala, es un concepto cambiante, en constante evolución, que cada generación en su inmensa ingenuidad cree estático y definitivo, inamovible, pero que ha cambiado y seguirá cambiando con la venida de nuevas eras. Ayer aullábamos “¡Io, Saturnalia!”, hoy “¡Feliz Navidad!”, mañana ¿quién sabe?

Lo único seguro es que estaremos cumpliendo la profecía incorrecta.

*El Libro de Salmos es una recopilación de poesía religiosa hebrea del siglo II a. C.

**Isaías fue un profeta hebreo que vivió hacia el siglo VII a.C.

z666 escribe en el Libro de a Bordo desde 2010. Puedes contactarle por email: z666sin@hotmail.com

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