Revisitando Harry Potter (I), «el Abracadabra de J. K. Rowling»

Pablo Aguirre Herráinz
Punto y coma
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12 min readMay 9, 2016
Fuente.

Si has hecho clic en este enlace tal vez pertenezcas, en mayor o menor grado, a una de las dos modalidades tipo de lectores de Harry Potter: la primera estaría conformada por un presunto adulto poco o nada impresionable ante el bestsellerismo moderno, que leyó a medias o con escaso entusiasmo las andanzas del señor Potter; la segunda se vería personificada en un presunto exadolescente, hoy veinteañero, que leyó la saga con alegría y esperó —fantaseando, claro [guiño-guiño] — que una carta con la rúbrica de Hogwarts llegara en agosto a la encimera de su cocina. Pues bien, ¿qué posibilidades tengo de convencer al primero de que Harry Potter sí merecía la pena, y al segundo de que debajo de la túnica de mago había una no muy sofisticada, pero sí tremendamente efectiva, maquinaria narradora; o dicho de otra manera, que J. K. Rowling fingió que hacía desaparecer el conejo cuando en realidad nos embaucaba con una serie de trucos de prestidigitación muy bien calculados, pero que de manera aislada no suman más magia que la producida por toda la población squib de Andorra?

En el presente artículo y en su continuación («Revisitando Harry Potter (II), “Magia Borrás y pata de cabra”», donde seré el «Rita Skeeter» de la saga), propondremos una lectura crítica sobre qué hay de mágico, y qué de majico (que diría un maño), en Harry Potter; qué funciona y qué no (pero nos da igual), porque un servidor también debe reconocer que era de los que esperaban la lechuza de Dumbledore (o la visita de Gandalf) en una adolescencia deprimentemente muggle.

A J. K. Rowling se le han reprochado dos cosas como autora (se le han reprochado cientos, pero yo me fijaré en dos): una, que no sabe escribir, y otra, que sabe escribir mejor de lo que lo hace. Ni que decir tiene que son ambas observaciones bastantes prepotentes y gratuitas, proferidas en muchos casos por críticos literarios, varones y elitistas ellos. El Ulises de Joyce es una gran obra metaliteraria pero, mire usted, como literatura juvenil de ficción deja bastante que desear. Ignorando el contexto no hay voluntad crítica que se sostenga y solo ego herido, en este caso, el de aquellos a quienes les repateó en su momento que Harry Potter fuera número uno en ventas, ergo en lecturas («¿los niños leen esto y luego qué?», cuestionó un lumbreras en su momento; «al menos leen», respondió alguien menos cretino).

«“¿Los niños leen esto y luego qué?” cuestionó un lumbreras en su momento; “al menos leen”, respondió alguien menos cretino»

J. K. Rowling sabe escribir, o mejor dicho, saber contar una historia de 3.407 páginas (248 más en castellano) y que millones de personas no se pierdan por el camino o abandonen el libro en algún estante florero. Otra cosa es que si miramos con lupa encontremos brochazos burdos o manidos aquí o allá, pero aún siendo esto cierto, algo habrá que mantenga al conjunto sólido y atractivo. Y más que atractivo: seductor, adictivo, hipnótico, hechiceresco. Para mí ese algo es el, ¿cómo llamarlo?… ¿«frenetismo», Allegro prestissimo?, del tempo narrativo de la obra. Si tienes paciencia y quieres hacer tiempo mientras llegan los nuevos libros y películas de la franquicia, a continuación te explicaré qué mandrágoras es esto del allegro prestissimo de Harry Potter.

Para mí no hay mejor legado harrypottiense que el fabuloso repertorio de «Dumbledore Cartoons» diseminado por internet, y que muestran por activa y por pasiva cómo de irresponsable pudo llegar a ser este neomerlín respetado por todos que era «dambeldor» (pues como buenos españoles pronunciábamos la primera sílaba «Dum» y el grupo consonántico «bl»). Fuente.

Para pillar in fraganti este «allegro prestissimo narrativo», propongo al lector/a lo siguiente: abre el episodio de la saga que más te guste por una página al azar (conviene evitar eso sí el desenlace — últimas 100-150 páginas — , porque se rige por otra cadencia dramática), y comienza a leer. Te encontrarás ante dos supuestos:

* Supuesto A: has dado con un párrafo o párrafos descriptivos. Estos párrafos habitualmente se centran en dos sub supuestos que son, a su vez:

Sub supuesto A-1: pensamientos de Harry Potter. Permiten atar cabos al personaje (según avanza cada libro el chico de la cicatriz es más y más perspicaz, pasando de tener la capacidad deductiva de un pepinillo en salmuera a ser el House de los colegios de magia) y, más importante aún, permiten a la autora justificar por qué los personajes actúan de una manera, por qué planean sus acciones de un determinado modo (aquí metódicamente se desarman posibles críticas o dudas sembradas en el lector, del tipo: «ah que por eso te llevaste/ no te llevaste la capa mágica») y, en suma, justificar por qué pasa lo que pasa.

Sub supuesto A-2: acciones de Harry Potter, donde incluyo actualizaciones periódicas del curso en Hogwarts (qué clases dan, qué pasa en ellas), descripción de actuaciones de los personajes principales, a menudo frustradas (vigilar algo, investigar algo, tratar de obtener acceso a un lugar o información de un personaje), y, hacia el final de cada volumen, el clímax correspondiente, que luego trataremos. También se pueden encontrar dos sub sub supuestos más, que son por lo general lo que llamaríamos el «lore» de la literatura (sencilla, bien medida) de Harry Potter, y su mundillo, mucho más rico pero también, anecdótico. Ejemplos:

* A-2–1: Descripciones: Gringotts es así, el aula de Adivinación asá, etc.

* A-2–2: Mímesis «mundo real»-mundo Harry Potter: los magos pueden desaparecerse y hace magia cuando son mayores de edad, lo mismo que nosotros conducir y beber alcohol, quidditch en vez de futbol-rugby-béisbol, etc.

La realidad SIEMPRE supera la ficción. Fuente.

Supuesto B, más suculento aún: has dado con una conversación [me relamo].

Observa su brevedad. Si transcurre durante un desayuno, comida o cena, en cuatro frases algún personaje advertirá que la sobremesa ha terminado y que toca salir del comedor. Si es en un pasillo entre clases, tendrán que acelerar porque la próxima lección va a comenzar. El señor Potter, la señora Granger y el señor Weasley son incapaces de iniciar y terminar conversaciones en movimiento o durante viajes o visitas prolongadas, donde comienzan a hablarse solo al término de las mismas (expreso a Hogwarts, día en Hogsmeade). Si encima hay toques de queda (cosa harto frecuente), entonces ya ni os cuento.

El supuesto B en todo su esplendor. Fuente: elaboración propia.

Lo mismo vale para el tiempo libre en la Torre de Gryffindor, donde no toca tanto irse a dormir como hacer deberes interminables. Por cierto, ¿alguien ha analizado lo cortos que parecen los días lectivos en Hogwarts? ¿Debemos creernos que todo el tiempo libre se les va en escribir cuánto, 30 cm en redacciones para Pociones? ¿O es que entrenar para jugar una liga de cuatro partidos de Quidditch es un empleo a media jornada?

Internet está bastante lleno de alusiones a este asunto de la sobreestimación de los deberes que reciben los estudiantes de Hogwarts en comparación a los de cualquier alumno muggle de Secundaria. Hay gente que mataría a Harry Potter sin dudarlo por no valorar suficientemente ser Harry Potter. Fuente.

Gracias a las conversaciones que no acaban (de haber podido seguir, la mayoría eran puro spoiler) y, más aún, y es algo que aún no habíamos mencionado, a la facilidad con la que los protas escuchan diálogos que no estaban destinados a sus oídos (dejé de contar cuando llegué a 20 escuchas ilegales), el ritmo performativo se mantiene y va in crescendo. Cuando cada caso está a punto de atragantarse de manera definitiva se produce la feliz casualidad que permite solucionar el rompecabezas, o bien el trío abracadabresco experimenta una anagnórisis digna de Edipo: «Ah, sí, Fulano, si llevaba toda mi vida oyendo hablar de él, ¡qué descuido!» o «claaaro, si este era el escudo del Racing de Santander, vaya cabeza la mía». Y todo continuamente marcado por el provincialismo del universo de Harry Potter, donde la cultura general sobre el mundo mágico ni es muy culta ni es muy general y donde un sencillo móvil con datos habría resuelto tramas capitales en cinco minutos.

Fuente: elaboración original (inspirado en un meme que hallé en el google de lo menesteres y que ya no volví a encontrar).

La consecuencia de este disciplinamiento temporal impuesto por Rowling, al que se suma el racionamiento argumental descrito, es que el lector obtiene con cuentagotas la información que necesita saber al ritmo deseado por la autora. Si el libro fuera más lento se haría pesado, y si diera más información se descubriría a sí mismo. Entonces la historia nunca, o casi nunca, pierde ritmo, y el final tiene premio: el lector palurdo recibe de golpe todas las claves explicativas y el más perspicaz ve confirmadas sus inteligentes suposiciones. Así se genera la adicción: leer Harry Potter es llevadero a corto plazo y gratificante a la larga.

Esta fórmula no la ha inventado J. K. Rowling, claro, pero con su obra se ha labrado un asiento en el pódium de la escritura comercial del siglo XXI. Su lectura nos produce pequeñas secreciones de placer que tejen una complicidad (más aún, una lealtad) entre lector y obra que se acrecienta con el tiempo. No es de extrañar que muchos best-seller sean auténticos mamotretos en número de páginas. Pues bien, como decía, el lector acelera su consumo porque aunque numerosos elementos narrativos le complacen en el momento (guiños, gracias, referencias), lo más importante para él queda a cuenta: conocer al malo, su plan, si Harry Potter lo derrota y cómo. Si por el camino hay excesivas casualidades, ligerezas o incoherencias (veremos algunas en el segundo artículo), no resultan apenas indigestas. Se pasan por alto y a otra cosa.

También es verdad que la historia aún se podía haber acelerado más. Aunque tampoco hay que pasarse. Fuente.

Un papel especial merece la construcción del finale harrypottiense, verdadera especialidad de Rowling. Poco importa que estos finales sean una gran sucesión de deus ex machina (particularmente en lo que se refiere a las heridas que recibe Potter, siempre importantes pero nunca mortales, o a la aparición discrecional de aliados o enemigos en el momento oportuno), o que se conviertan en secuencias predecibles tras los primeros volúmenes. El caso es que funcionan porque el lector viene ya calentito y lo que quiere son respuestas a las anteriores trescientas, cuatrocientas o quinientas páginas.

¿Y qué estructura adopta este finale? «El niño que vivió» y sus dos inestimables siempre:

a) Irán donde no había que ir: la catacumba de la Piedra Filosofal, la Cámara de los Secretos, la Casa de los Gritos y el despacho de Misterios en el Ministerio. He obviado el cuarto libro porque por una vez es Voldemort quien manipula a Harry Potter para ir a un sitio que él desconoce, y el sexto porque es Dumbledore el que abandona Hogwarts con Harry (eso sí, para ir donde no debían ir). El séptimo no merece mención porque es el final de la saga y si aquí no había Clímax y enfrentamiento final era para quemar a la autora por un delito peor que la brujería: la sosez.

b) Darán pie a una speech aclaratoria donde se terminarán de desvelar todos los flecos que se habían ido doblando desde las primeras páginas en Privet Drive. Sin excepción alguna (Quirrell-Riddle-Sirius-Voldemort-mortífagos-mortífagos-mortífagos) el malo o presunto malo de turno presumirá de lo bien que lo ha planificado todo y de lo alegremente que va a proceder a desmembrar al protagonista. Pero Harry y sus amigos se las ingeniarán siempre para salir de cualquier situación que incluya maldiciones imperdonables o criaturas abisales a través de conjurillos de confusión, desarme o petrificación.

c) Un Potter ensangrentado vuelve a la base de operaciones (siempre Hogwarts), donde recibe varias palmaditas en la espalda y se da tiempo para que si algún rezagado aún tenía algo que matizar sobre la complicada trama lo hiciera en el espacio reservado para ello: la enfermería. Acto seguido el curso académico termina, si la saga va avanzada se llora a tal o cual personaje y Potter «Penas» termina volviendo a su hogar adoptivo sin mucha pompa.

De nuevo Rowling sabe mecer bien la cuna de la narración en función de nuestro apetito mediato: en la anterior fase abre interrogantes, pausada y cautelosamente, y ahora los cierra a la torera, logrando ese orgasmo argumental en el que nos deleitamos nosotros, lectores, convertidos en auténticas furias devora-páginas. Pero claro, como Rowling apela al elemento emocional más que a la elegante colmatación de líneas estéticas o argamasas racionales (propias de otras tradiciones literarias socialmente «más elevadas»), para cierto público su escritura es igual de fácil que su lectura. Y está bien ser crítico con un escritor, pero infravalorar aquello en lo que sí destaca es innecesario y mezquino.

Si se me diera bien dibujar viñetas podría haber resumido todo este artículo en dos o tres cuartillas. Fuente.

¿Y qué podemos decir de los personajes en Harry Potter? ¿Pintan algo o son también un «frenetismo» andante? Mi humilde opinión:

  • El trío dinámico: se salva Hermione y por los pelos. Weasley es un pobre inútil envidioso (no es un ataque gratuito: tal vez un servidor no sería mucho mejor en ese mundo) y su gurú es un autómata (tampoco hago escarnio: Harry Potter es al mundo de Harry Potter lo que el héroe trágico a la tragedia griega: un mero pelele). No es de extrañar que Daniel Radcliffe no convenza del todo, a mí no me convencía el actor de papel y tinta al que trataba de encarnar. Hermione, como digo, despunta en comparación por su mayor complejidad y porque el libro no la disculpa constantemente. Como el protagonista es Potter y su gran amigo de pubertad es Ron, ella es la cansa y la criticona, es decir, la «chica» del grupo. Evoluciona y se endurece mucho más que sus compañeros, llegando a ser una bruja muy capaz, atractiva (sin necesidad de mentar a la señorita Watson) y sensata. El pelirrojo tiene un suerte que no se la merece, vamos.

«La gran genialidad de Rowling no ha sido tanto llenar un colegio imposible de adolescentes de opereta sino poner ese mundo al servicio de un ejército de improvisados lectores quinceañeros»

Dicho esto, el trío de personajes funciona bien porque, junto al mundo de instituto de Hogwarts, permite que nos asomemos con complicidad a un entorno que nos resulta al mismo tiempo familiar y exótico, que nos apela desde lo emocional y nos hace desear ser uno más a la carta: ¿en qué Casa quieres estar? ¿Qué clases cogerías tú? ¿A qué dedicarías tu tiempo libre? De esta manera, el público pubescente lee lo que hace Harry Potter pero en realidad piensa en lo que haría él en Hogwarts. Así, la gran genialidad de Rowling no ha sido tanto llenar un colegio imposible de adolescentes de opereta sino poner ese mundo al servicio de un ejército de improvisados lectores quinceañeros.

Parece que el amigo Radcliffe ve sus primeras películas como el adulto observa sus poemas de juventud: con reservas y un cojín tapándole la cara. Fuente.
  • Gentes de Hogwarts (mundo mágico en general): en apariencia es muy difícil meterlos a todos en el mismo saco, pero si ese saco tiene forma de caja de grajeas de sabores con sabor a cliché bien nos sirve: estudiantes que odian a Harry Potter, incondicionales de Harry Potter, profesores «durillos» que ignoran que hay una Guerra Civil en ciernes, funcionarios incompetentes, lectores de prensa amarilla acrítica, terroristas brujos omnipotentes, etc. etc.
  • Personajes señalados: son aquellos a los que en justicia no se podría acusar de planos, aunque solo sea por el síndrome de Estocolmo que nos han provocado tras varios kilogramos de lectura: incluiríamos a la familia Weasley, a una parte de la Orden del Fénix, lo mismo que ciertos mortífagos y profesores de Hogwarts (Dumbledore no, Dumbledore mola aún más), sin olvidar, cómo no, a los más grandullones y pequeñajos: Hagrid, Dobby, etc.
  • Piedras preciosas: para mí son dos parejas, y ya. Una de diamantes en bruto (Draco Malfoy y Neville), y otra de verdaderos amos del escenario (Gandalf británico y Snape Rickman —sit terra levis — ). Solo por estos dos últimos Rowling merece un voto de confianza, porque tanto el «Joven Saruman» como el «Judas que se cayó del caldero» suponen un plus de contingencia y realismo en un mundo que por lo general peca de maniqueísmos y conveniencias. Para cerrar el círculo del allegro prestissimo narrativo no hacía falta construir personajes complejos, valía con unos bocetos que se movieran a la velocidad requerida. Luego gracias por el extra señora J. K.
Si no ponía esta viñeta reventaba. Fuente.

Y ahora, deberes para casa: escribir una redacción de cinco centímetros en pergamino de vitela de trasgo sobre qué te ha parecido este artículo y por qué crees que Rowling es o no una bruja eficaz, y compartirlo más abajo.

Nos vemos en el segundo artículo.

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Pablo Aguirre Herráinz es escritor nocturno y doctorando diurno. Actualmente centra su trabajo universitario en el estudio del difícil retorno desde el exilio republicano a España (años 1945–1985), a lo que se suman afanes muy profanos sobre temas de literatura histórica y actualidad obsoleta (guerras mundiales, etc.).

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