Sativa salvaje

Crónica de una vuelta

cerohd
Punto y coma
12 min readSep 25, 2016

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Sativa intervenida con app DEFQT. Fuente

7:55 a. m.

Domingo.

Ahora escribo sobre la tapa del sanitario, a imagen y semejanza de un rockero con resaca de 40 días y 40 noches después de una orgía. Pero no hay chicas skinny tendidas al garete en el amplio espacio de este loft con vistas. Tampoco hay white noise emitido desde algún parlante. O guitarras destrozadas de cuyas cuerdas penden forros manchados de sangre. Cero perica. Tan sólo soledad… Y papel higiénico en cantidades suficientes para calmar las necesidades de una extinta familia de clase media venezolana, tierra desperdigada por todo el piso, y al fondo, recibiendo el sol, se yergue una matica de marihuana que sobrevivió a varias caídas en un tortuoso viaje en bicicleta de 15 cuadras de extensión.

Es el comienzo de una relación bonita.

Estoy aterrizando de un buen viaje que tuve ayer gracias a un pastelito marihuanero (dos mil pesos, para los curiosos) en un taller de Grow Weed en Chapinero en el que no sólo hubo oferta gastronómica sino también reuniones espontáneas de cultivadores caseros, pequeños empresarios de cáñamo en variedades textiles, niñas de piernas largas y mucha, mucha, bareta.

Rebeca, aquel personaje que comía cal en Cien años de soledad, hubiera disfrutado del pastel… El sabor de la tierra húmeda apenas camuflado por la harina y el endulzante. Comer tierra, tal cual. Así comenzó todo. Con un regusto lascivo, a coño sin afeitar, rebajado con un doble de aguardiente.

Hace algunas semanas barajo nuevas alternativas laborales. Tener un ingreso extra para vivir mejor. La más atractiva, por los riesgos que entraña, es legal en este país: el cultivo doméstico de marihuana para «propósitos medicinales». Imaginado así: con el espacio, en un barrio céntrico, dos macetas sembradas con semillas nacionales, de las que puedo esperar un retorno en 90 días. Tiempo suficiente para hacer una pequeña red a la que distribuiría el material con regularidad. Vender la yerba en sobres, buen precio, sin los inconvenientes de la calle: miradas furtivas, billete en mano y culo en tierra, probablemente una maleza con raíces de marihuana y un precio excesivo. Todo sin tener que emigrar a lavar platos al gigante del norte o mendigar con un acordeón en las calles de la madre patria. Un año sin trabajo estable o con estacionarios que pagan mucho menos de lo necesario, obligó a pensar en la reinvención cuando te afecta un downsizing general. Sin dilemas éticos a la vista ni considerando la idea de emular a Pablo o a Walter White. Solamente llenar la nevera de nuevo. No pasar tantas hambres. Abrazar la, a veces indigna por la doble moral social, profesión de jíbaro.

Pese a las leyes y a un panorama carnavalesco por la votación del plebiscito, Bogotá tiene un problema de distribución de ganja: el gobierno local ha tumbado las ollas que comerciaban al por mayor la yerba. Lo que ha generado una caída en picada del microtráfico. Los jíbaros son perseguidos por la policía y la inseguridad se disparó por el insilio de adictos y habitantes de la calle que moraban en el Bronx, la olla emblemática de Bogotá, a unas cuantas cuadras del centro de poder del país.

Las oportunidades se pintan calvas.

Sativa en distorsión. Fuente

Por un lado, la cultura de la marihuana medicinal, los activistas, el circuito que rodea el consumo responsable está disponible a golpe de click en Facebook. Al documentarme con anterioridad al evento, encontré foros, jardinerías y tiendas con una oferta de marihuana para ingerir, cremas y ungüentos medicinales, semillas, líneas de ropa, vaporizadores. Todos conectados entre sí, participan de ferias en las que promueven valores que marcan la diferencia ante el estigma que padecen los consumidores.

Por otro, necesitaba consumir María. Llevaba un año exacto sin hacerlo, y doce o trece años sin un contacto regular con la yerba. En mi época universitaria era un consumidor habitual, desde que la descubrí probando una «torta mágica» (500 pesos de la época, para los curiosos) un viernes en el que sólo estábamos la jíbara y yo merodeando los pasillos de la facultad. De esos tiempos recuerdo que hasta en el desayuno había María. Un porro camino a la universidad. Un porro después de una clase. Un porro para no estar solo. Muy Calamaro todo.

Calamaro en sus buenos momentos.

Mezclados con Piel roja, las raíces duraban un poco más y camuflaban el fuerte olor del bareto que impregnaron todo lo que me rodeaba (ropas, diccionarios, mochilas). Icónica la foto del carnet, en el más alto de los vuelos, con una mata de camello semejante a la Sativa. Eran las dinámicas de un estudiante solitario, de bajos recursos, y muy poco destacable en lo académico lo que me impulsaron a consumirla entre siglos. Esa sensación de naufragio en la que la racionalidad y la lógica ya nada tienen por hacer y se perciben ecos oscuros. Ahí, María es la misma de hace quince años: ayudaba, a su manera, a sobrellevar la situación emocional por la que estoy atravesando.

Con detenimiento, considerar las razones del negocio en labrar salidas materiales y emocionales. Subrayar naufragio.

Así el panorama: cero jíbaros. Cero historias de plata y marginalidad. Cero riesgos. Autocultivo. Emprendimiento. Nada de escalar. Sólo el cash. Como el periodista que inventó el término adquiriendo una vaca y luego pensando en comprar un prospecto de Messi en algún país de Suramérica. Lo necesario para sostenerse y seguir escribiendo, sin tener que mendigar un empleo como he estado haciendo durante este largo año que todavía no termina. En la zona en que vivo, he visto y padecido atracos por la inseguridad relacionada con el microtráfico. Pero también percibo cómo se mueve el negocio de las maneras más impensadas: matronas con puestos de fruta venden bareticos entre 2 y 10 lucas; chicas que recorren las calles con jarros de tinto se intercambian papeletas con yerba y bazuco pa’ aguantar el trote con los climas de acá; vas a una finca y te pillas una mata, dos matas, tres matas; en los barrios de la gente bien se arman pitillos mientras chupan whisky… Pero cero intermediarios. Un negocio de Yo con Yo. Garoso.

Y así corrieron las semanas de agosto, mirando al cielo —profesión digna— pensando cuándo iba a fumarme mi porro mientras las nubes se hacían más negras y el vaso de mi estabilidad al borde de lleno, a punto de rebosar.

8:45 a. m.

Duermo con música de fondo desde que estoy solo. Tengo un equipo de sonido que hace una buena labor de poner bajos al rock que me gusta. Salió el sol, pero se ha devuelto varias veces a la montaña. Es domingo, al fin y al cabo.

Escribo desde el baño, y no tengo la más mínima intención de ponerme de pie y sentarme en otra parte.

Vamos al taller. Tenía la intención de dar trucos y claves para agricultores urbanos. Costaba 150.000 pesos del alma. Organizado por Colombia Cultiva, tenía un espacio comercial en el que había pomadas, dulces, gomas, vaporizadores y herramientas para el autocultivo.

Los talleres estaban fuera de mi alcance pero, por lo que escuché, el último fue el mejor pero lo cortaron intempestivamente por cuestiones de logística. En algún momento toda feria colapsa… Y no sólo las de ganja. Al parecer, el experto sí tenía mucho qué decir con respecto a las preocupaciones de los granjeros. Pienso, por el gentío, que hubo entre 30 a 50 aprendices (a 150.000 cabeza, para los curiosos), cada uno con su bolsa de insumos, su matera y su mata implantada, listos para iniciar. Me lo contó alguien — tiendo a olvidar demasiado rápido ahora y percibo que verdaderamente estoy aporreando el teclado del notebook— que tenía un conocimiento enciclopédico del cultivo y venía a escuchar nuevas cosas. Pinta de abogado, niño bien, muy cachaco, traje de saco y corbata un sábado a las 6 de la tarde, quien me indicó los cuidados para que mi injerto de sativa creciera bien.

Pero en ese momento yo estaba volando.

Por lo que escuché en la carpa, mientras repasaba la muestra comercial, de parte de un colectivo que organizó para la siguiente semana un taller de extracción al que van a venir pequeños cultivadores del país, la yerba es más potente si se consume vía oral en vez de por aspiración. El hombre me enseñó distintos tipos de gomas que se obtenían tras la extracción. De las gomas, maravilla, se hacen cosas como chocolatinas de sativa. Pero nada de ganas de chocolate en ese momento. Aspiraba a fumarme un bareto, como en los viejos tiempos.

Hasta que llegué a donde los que vendían las tortas.

Y ahí la vuelta, 17 años atrás era ahora. Una torta mágica.

Comer la marihuana es más saludable que fumarla. Los pulmones son tan delicados que inhalar el humo de la sativa es tan riesgoso como el del tabaco en cuanto al daño de la «flora».

Ese momento justo en que suena un click y te encuentras despegándote de la piel. En mi caso lo percibí cuando alguno de esos turros se burlaba de mi forma de hacer preguntas, «Parece periodista porque pregunta como periodista», mientras yo quería saber cómo cuidar mejor mi injerto, que había sufrido su primera caída en la tienda de licores cuando compré el doble para bajar el olor a coño de la torta.

Los chicos de Colombia Cultiva no estaban de acuerdo con nada que se saliera del marco ideológico del uso de la marihuana. Aburridos. Así, mientras unos ven una plataforma activista otros perciben una posibilidad de negocio pijo (las chicas de las piernas largas eran modelos de una tienda que va abrir en un barrio bien de esta ciudad) y algunos más la ven bajo ese continente inabarcable de la diversión. Usualmente cincuentones, rockeros de los setenta, barriga cervecera, futuro asegurado y mujeres poco deseables. Así que mientras el turro me daba lecciones, yo percibía la discusión al lado y sonreía ligeramente para contener el aluvión de carcajadas que estaba sintiendo en esa oquedad que llaman alma.

Lo de las indumentarias me parece importante. Los grupos se dividían por ahí, por su vestuario: los turros a semejanza de la moda Ramone Hardrockera de los ochenta; las reinas de la yerba, con sus ligas trazando esas curvas magras y delirantes; los dreads y las barbas descuidadas… Claro que dudaban: camuflado militar, gruesas gafas y tenis a juego, dios, parecía un jodido roadie de hip hop buscando ganja para un reguetonero — me surgió sin complicaciones, el vestuario: uso shorts y camuflados con más frecuencia de la que debiera — .

Así que cuando salieron todos los aprendices a la mesa a reclamar los insumos, me acerqué a preguntar de nuevo qué hacer con mi injerto. Ahí aparece el personaje del que les hablé líneas arriba y me dijo algo que apunté en las notas de mi iPhone:

«Cuidados»

  • Turma de lombriz
  • Agua cada día de por medio
  • Abono con ortiga
  • Dejar que el injerto crezca en el vaso y cuando lo llene totalmente trasplantarlo a una maceta más grande

Me dio la mano y se fue.

Tomé la bicicleta y con nulos reflejos empecé el viaje de vuelta a casa. La maceta pequeña y el injerto se cayeron en la calle 53. Luego de recuperar la Sativa, aceleré y sentí de nuevo como la velocidad iba abriéndome paso por una congestionada ciclorruta de peatones que hacía las últimas compras del fin de semana.

Llegué a un restaurante. Hambre tenía y estaba en lo más hondo de mi oquedad percibiendo el tiempo cada vez más lento. Lento. Y yo estaba en el borde de la navaja, a punto de cortarme. Me conecté a la wifi pública para planear un poco. Comenzaron a aparecer notificaciones de… Tinder… y las usuales plañideras de mi hermana.

Ahí saqué la fotico que puse en Instagram.

Sativa en su nuevo vaso, después de dos caídas. Fuente

Luego regresé a este lugar, intentaron robarme y me tendí en el sofá. Eran, apenas, las 8:30 de la noche de un sábado, estaba solo.

La ingesta de la marihuana fue suave, blanda y duradera. Como la paz o el laxante que promociona la paz.

El viaje fue maravilloso, con la bajada final.

Es cierto: la mariguana te da una percepción de lo real aún más afinada de la que usualmente tienes. Pasas por estados de euforia, de introspección profunda, de tristeza —esta vez fue así— y las respuestas a problemas que te planteas a diario que, usualmente, respondes de una forma superficial, se transforman en algo con profundidad. Te sorprendes de no haberte planteado con mayor claridad tantas cosas antes.

Todo el tiempo pensé en mí, con cierto y necesario distanciamiento, pero también con regocijo. Estaba muy cómodo por ser lo que soy. Lo que sea que soy. Si existe la aceptación plena, acontece bajo el auspicio de los opiáceos. Pensaba que si había alcanzado semejante nivel de sensibilidad, cómo sería con una Yerba de poder, una Ayahuasca, por ejemplo… un yagé, una mandrágora.

Cuando me conecté, leí el tono de frustración de algunas personas, la ternura de una recién llegada, escribí un tuit como respuesta a esa fiebre de adopción de animales que terminan encerrados en los apartamentos de los contemporáneos, en arriendo, llenos de cosas, y mucha, mucha, soledad.

El dependiente me preguntó: «¿Es un trébol?» A lo que respondí «Es marihuana» y me replicó «Le consigo buena tierra para que no se le vaya a dañar la matica» lo que en efecto hizo y me dio un vaso de plástico más grande en el que ahora reposa la sativa.

Cuando volví a pensar en los demás, lógico era encontrarme con el recuerdo de mi expareja. Cuando trasvasé la mata me acordé que había elegido ella una orquídea y la cuidaba, a su manera. Ahora, paradoja, me encontraba haciendo lo mismo. Trasplantando una matera, alargando la vida de una mata que había sufrido dos caídas en menos de dos horas — el tiempo de vuelo hasta ese momento—.

Me di cuenta o percibí de nuevo ciertas cosas que habíamos hecho a un lado. Y que al final terminaron separándonos. Y después, cuando ya estaba en el lugar y no quedaba más por hacer, y el viaje pasaba por turbulencias, pensé en que estaba muy solo y ya era hora de darme una nueva oportunidad. Necesitaba follar, también.

Después, entre chats y chats que se alargaban a medida que hablaba con personas potencialmente follables, fui cogiendo sueño. Hora del piloto automático, necesario para frenar la introspección.

Y dormí.

3:50 a.m.

Desperté consciente que había concluido. Aún con sueño, pero aterrizado. Intenté leer el cómic. Tenía cerrada mi garganta y no había sufrido una erección. Era hora de otro breve sueño que me condujera hasta las 7:55 a. m. Había concluido, volví a decírmelo pero esta vez entre preguntas, y me senté en el baño a aporrear el notebook para recopilar la experiencia.

Estoy sensible. Fue un buen viaje. Subí el volumen al equipo. Envié un mensaje de audio que nunca llegó a su destinatario. 15 minutos de perorata y salmodia espiritual que envidiaría el mismísimo Jack Kerouac. Luego me senté en esta tapa de inodoro a reconstruir el viaje, con la angustia de no escribir todo lo que pasaba por mi mente. Pero escribía sin abrir la aplicación de notas. En el aire, el vacío. Fue un buen viaje, repito, estoy saciado y pienso en el ahora: en cómo encontrar el dinero que necesito, en tomar decisiones con respecto a mi freelo, en mi deporte, me habla la chica que conocí en Tinder desde las 6 a. m., «Soy delgada y menuda» — tal fue su pick-up line con la que enloquecí. Y me queda hundir el botón de publicar para que alguno de ustedes lo lea. ¿Y los planes anteriores?…ni idea, por ahora.

Escribir así, terapéutico. Fue un buen viaje, repito. Y no sé qué más hacer hoy. Domingo.

Sativa con 20 días de vida. Fuente

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0hd es Héctor Delgado (@cerohd), licenciado en Filología que escribe un proyecto denominado #52semanas. En paralelo, aglutina imágenes en Instagram bajo #366cerohd.

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