¿Seremos capaces de perdonar?

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Punto y coma
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4 min readJul 11, 2016
Iván Márquez, líder guerrillero y negociador de las FARC. Fuente.

Esta semana, Iván Márquez, alias de Luciano Marín Arango, jefe de la delegación de las FARC-EP en La Habana, regresó a Colombia para asistir al sepelio de su madre, Carmen Emilia Arango. Lo hizo públicamente, solicitando el respectivo permiso ante sus pares en la mesa e informando de su decisión por los medios, lo que causó estupor y rechazo a partes iguales tanto en la oposición como en el ciudadano de a pie.

Todo lo que acontece en La Habana, aún más ahora que la firma de los acuerdos está cerca, produce un impacto en la opinión pública: de la desconfianza inicial pasamos a un interés creciente por el proceso. Las encuestas registran a una ciudadanía que quiere un cese al fuego a pesar de desaprobar la gestión presidencial. Hay la impresión, muy colombiana, de que la «Paz» hay que cerrarla cuanto antes para así prestar atención a otros problemas más agobiantes: paro camionero, inflación galopante, primer lugar mundial en la producción de coca, criminalidad rampante, gestiones polémicas de algunos alcaldes, funcionarios públicos haciendo campaña a dos años de las elecciones… Así que la noticia de Márquez, a pesar del revuelo que causó, terminó ahogada en el maremágnum informativo de este país cuyas prioridades oscilan de acuerdo a lo que divulguen los medios.

Sin embargo, hay dos factores que hacen de la vuelta de Márquez a Colombia una excepción en la forma en que la opinión pública percibe los avances de un proceso que no termina de cuajar en la psique de ésta. El primero es que Márquez regresa al país como un ciudadano más. El subversivo de hace 10 años hoy es un líder político en ciernes. Y lo hizo sin empuñar las armas. El segundo, que pese a haber ordenado y cometido actos de violencia, regresa para sepultar a su madre. Una paradoja que da simbolismo al proceso y acrecienta el mito de la guerrilla.

Hechos como la muerte a edad avanzada de «Tirofijo» en las montañas de Colombia o la imagen romántica del alzado en armas en contra del estado opresor son parte de ese mito. Un sublevado, gracias a los Diálogos, regresa para cumplir con un deber y, a diferencia de lo que ocurrió hace veinte o treinta años, pudo regresar a La Habana sin sufrir riesgo contra su vida. Visto así, el cuadro es poderoso: habla de perdón, reconciliación y de un avance en las garantías que debe ofrecer el Estado para proteger a sus ciudadanos, sin importar credo o ideología.

Pero así no fue percibido por una parte de la ciudadanía, incluso la oposición de extrema derecha que utilizó el regreso de Márquez para promover su agenda de desinformación apelando al dolor de las víctimas. El resentimiento con las FARC por parte de un sector de la población es insoslayable. «Sin perdón y sin olvido» es la consigna que agitan sectores interesados en sacar réditos a futuro del proceso de paz.

Hay otros elementos que juegan en contra. La torpeza mediática de las FARC y la ambigüedad del gobierno ante sus declaraciones han sido claves para el rechazo declarado de muchos ciudadanos ante los diálogos. Hay una percepción de que las FARC salió victoriosa del conflicto con el estado colombiano e impone sus condiciones en La Habana, mientras que el gobierno otorga sin resistencia en la mesa. Pese a los esfuerzos de una ciudadanía consciente por hacer claridad sobre el proceso, las dudas persisten, el rechazo cotiza al alza y una mayoría desea una firma, lo más pronto posible, para volver a la realidad.

Sin embargo, la gran pregunta persiste: ¿Seremos capaces de perdonar? El núcleo del posconflicto en Colombia está vinculado con este factor emocional del que depende nuestra cohesión como sociedad. La respuesta es desalentadora: no, al menos en esta generación. El perdón ahora se muestra como una opción, mas no como una prioridad que debería reconciliarnos en acciones concretas como país.

El posconflicto, como lo describí en «Carta de Bogotá», se nos está vendiendo como el país de Jauja del ensueño burocrático, nada más alejado de una realidad excluyente y del ambiente polarizado que nos caracteriza. Lo que funciona adecuadamente para una oposición de extrema derecha que quiere hacerse con el poder, y aunque no pueda romper lo alcanzado en un plebiscito, sí puede deteriorar el tejido social de este país. Ese mismo tejido compuesto por una ciudadanía que aún no está dispuesta a asumir su responsabilidad histórica en el conflicto mientras que la violencia muta en nuevas formas de terror.

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0hd es Héctor Delgado (@cerohd), Licenciado en Filología que escribe un proyecto denominado #52semanas. En paralelo, aglutina imágenes en Instagram bajo #366cerohd.

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