¿Sueñan los androides con obreros de derechas?

Pablo Aguirre Herráinz
Punto y coma
Published in
7 min readDec 9, 2015
Fuente: https://twitter.com/Gatosombra1/status/601778257164374016

1º Acto

“No hay cosa más tonta que un obrero de derechas”, decía Álvaro Álvez, habitante de Villaverde, Madrid, en el minuto 22 del programa número 219 de Salvados, que llevaba por título “Viva la clase media” y que buscaba, entre otras cosas, analizar el porqué del ocaso en la actualidad del discurso de clase. El joven, que parafraseaba una idea con la que no estaba de acuerdo (pronto nos dice que vota al PP y que su entorno es mayoritariamente izquierdoso), en realidad pretendía autoafirmarse como miembro de la clase trabajadora al tiempo que desnaturalizaba la imagen idealista del obrero anticapitalista: “seguimos con el mito de que la derecha es de ricos y la izquierda de pobres”. Es decir, que mientras un tercio de España (por seguir el dictamen de Metroscopia) se reía de este chico por ser un obrero de derechas –desubicado y encima pobre, luego además “tonto”–, él había construido en apenas dos frases toda una declaración de intenciones que nos privaba a “nosotros”, los progres, de nuestros principales fetiches paternalistas, amén de darle un repaso de aúpa a la cotizadísima superioridad moral de la izquierda. Entonces qué, ¿nos seguimos riendo del zagal?

Álvaro Álvez. en el programa “Salvados”, minuto 23. Fuente: enlace.

Venga, sigamos, pero en otra época.

Estamos en el año 1914 de Jesucristo y toda Europa parece quedar ocupada por el espíritu militarista de las grandes potencias del momento… ¿Toda? ¡No! Una aldea ideológica poblada por irreductibles miembros de la clase trabajadora resiste todavía a la llamada del fusil. Ellos son obreros (y obreras) internacionalistas, y por ende pacifistas, y no están dispuestos a matarse entre sí para la mayor gloria del generalato de turno. Pero hay un factor con el que nadie ha contado: la anti-poción mágica del nacionalismo. Coge un poquito de imaginería histórica, otro poco de concupiscencia material, himnos y banderas, sotanas, pupitres y cuarteles, y tendrás listo un caldo que se merienda todo lo demás. Y así, cuando llegó el momento de la verdad, los internacionalistas fueron los políticos y sus generales, y la tropa (franceses, alemanes, austro-húngaros, británicos, italianos, rusos, búlgaros, serbios, turcos, americanos, belgas, rumanos, nigerianos, indios, indochinos, argelinos y un largo, larguísimo, etcétera) se hermanó a lo sumo en las fosas comunes. ¿Y por qué? Porque en cierto modo, “no hay nada más tonto que un obrero nacionalista”.

¿Cómo? ¿Que aún os reís? Veremos.

1793–1795 (rebelión de la Vendée), 1808–1814 (Guerra Independencia), 1833–1840 (I Guerra Carlista), 1861–1865 (Guerra Secesión americana), 1871 (Comuna de París), 1917–1923 (Guerra civil rusa), 1936–1939 (española), y tantas otras fechas similares, relativas a conflictos civiles socialmente entremezclados, rebeliones campesinas “reaccionarias” o defensas multicolor ante invasiones extranjeras. Son todos momentos en los que un campesinado, a menudo idéntico geográfica o culturalmente, se rebela por lo más sagrado o por el rey contra una idea, una práctica o una imposición “libertadora”. Tradición frente a Dios sabe qué, que diría ese mismo campesino que no quiere que le priven de ser siervo (¿para ser qué?), que no quiere ser ciudadano (¿bajo la égida de quién?), ni quiere la economía de mercado (¿para llenarse el estómago con cuál derecho?). Ya lo tenemos, otro tonto bendito amigo de sus enemigos, el ya redundante “pobre tonto de derechas”, ¿o no… exactamente?

Entreacto

Se nos va quitando la risa tirando de Historia, me temo, porque si algo puso de manifiesto el programa de Salvados es que las ideologías sí que se crean y se destruyen, y que para nada se transforman por generación espontánea en versiones más actualizadas de sí mismas si nadie las cultiva y las poda. Cierta mayoría de medios, cierta mayoría de capitales y cierta mayoría de grupos de presión llevan mucho tiempo regando sus intereses mientras convencen al resto de que la era de las proclamas de cualquier tipo ha pasado. Para ello han tenido que refinarse un poco, entremezclarse, también, con discursos que no eran suyos, construir consensos, anatemizar la misma esencia del disenso. Han ganado muchos partidos no tanto por habilidad propia sino porque, de algún modo, convencieron a sus rivales de que no merecía la pena jugarlos. En este entorno surgieron, legítimamente además, muchos “obreros tontos de derechas”. En cambio, los obreros de verdad (de izquierda, se presupone), iban cambiando la chaquetas de pana por otras de más noble acabado (es decir, ascendieron de posición social, o creyeron hacerlo) o bien se juraban que nunca más las volverían a necesitar (abandono del discurso de clase).

Así renacieron entre otras cosas los –por mantener el léxico al uso– “burgueses listos de izquierdas”: habitantes de claustros, despachos y oficinas que leían y debatían cuestiones de rabiosa actualidad social. Su implicación con los desposeídos era total en las frías alturas del pensamiento, pero luego si cuajaba una nevada de realidad (y ha habido unas cuantas, desde el 15M a Gamonal pasando por numerosas huelgas y algún que otro desahucio) se abrigaban de cuerpo entero y no querían saber nada. No como los “obreros tontos de derechas”, que miraban al cielo ventiscado y se decían con la estoica resolución campesina o de trabajador de 1914 (o con la estoica resignación de los votantes del PP que salen en “Salvados”): “esto es lo que hay, valor, y al toro”.

Desenlace

Los estudiosos de los movimientos sociales modernos se hicieron un día una pregunta espinosa: “¿qué había antes de los movimientos sociales modernos?”.

Nada, concluyeron, o por lo poco, nada sustancial que llevarse a la boca. Algún que otro motín, alguna que otra rebelión campesina. Reacciones típicas de personas con hambre (y donde hay hambre hay frío), que incendiaban las páginas de la historia para entrar en un poco en calor y volver a ser buenos siervos, buenos súbditos y, en definitiva, buenos hijos de sus padres. Una conclusión tan autocomplaciente como esta aún se las arregló para durar bastante tiempo (por ejemplo hasta el presente), aunque algunos ya señalaron que los pobres pueden venderse barato, pero no gratis, y uno de esos aguafiestas fue Edward Palmer Thompson, historiador británico que acuñó una influyente teoría para explicar mejor la naturaleza de esos movimientos sociales premodernos. La teoría se conoce como “economía moral de la multitud” (frente a lo que podríamos llamar “economía política del individuo”), y cualquier persona interesada en profundizar sobre ella tiene mis parabienes a la hora de adentrarse en una nueva pestaña de google, porque aquí solo haré el siguiente burdo, pero cómodo, resumen:

Portada del libro de Thompson, libro cabecera de más “burgueses listos de izquierdas” que de “obreros tontos de derechas”. Fuente: enlace.

Defendía Thompson con esta teoría la existencia de una legitimidad movilizadora en los movimientos sociales premodernos donde los subordinados se volvían contra los grupos dominantes si una sucesión de desgracias (“crisis de subsistencias”) quedaban inatendidas, o si arrebatos de codicia o inacción por parte de los que tienen la sartén por el mango no eran prontamente corregidos y/o castigados. Por supuesto, este pacto era tácito y los grupos dominantes elegían a menudo ignorarlo, pues para algo eran los que mandaban. Claro que a veces sus subordinados, ante el desplante, iban hasta sus casas y los tiraban por la ventana (literalmente), motivo por el cual muchas veces los poderosos los reprimían a la primera de cambio (para que no tuvieran ocasión de “encenderse”). Pero esta olla no estallaba porque precisamente liberaba presiones constantemente. Cuando la olla estalló (Revolución Francesa en adelante), más por desavenencias entre los de la sartén que por empuje de los de abajo, se fueron reescribiendo las reglas de juego. Lentamente, de forma compleja, se elaboraron teorías y pensamientos que terminaron por enfrentar (a menudo cruentamente, a veces no) a quienes anteriormente jugaban al juego del ratón.

Así, con mil notas aclaratorias más y diez trillones de matizaciones, llegamos hasta nuestros días y nos descubrimos de nuevo ligeros de equipaje. Los excesos del socialismo, la sociedad de consumo, el bienestar, los terrores varios, las pesadillas, los sueños, todo ha quedado atrás y nos han dejado un regusto amargo de desconfianza hacia las etiquetas, los discursos de línea definida y la existencia de agendas contrapuestas. Algunos conciudadanos, legítimamente, han vuelto a una especie de estrategia de “economía moral de la multitud revisitada”. Le piden al PP o al partido de turno que les proteja de excesos, confían en que los buenos presidentes sepan de sus desvelos y no les olviden en los momentos de mayor necesidad. Puntualmente se rebelan, pero su fe (su voto), no lo cambian. Otros conciudadanos, muy leídos ellos, no quieren ser ni de fríos ni calores. No van a suplicarle al PP nada pero tampoco van a plantearse que más allá de sus narices hay otras necesidades, otras contingencias. Ni giran ni dejan girar.

Es decir, que la mitad hemos vuelto, a falta de algo mejor (más útil), a una mecánica de movilización popular “retromoderna”, que podríamos llamar, mientras que otros siguen temerosos (el sueño de las ideologías produce monstruos, dicen), y una mitad en alguna parte (no necesariamente en el medio), lleva ya dos años construyendo alternativas. Ninguno está innovando al 100%. Las tres posturas se han tomado ya en el pasado y volverán a repetirse. Los ricos volverán a burlarse de los pobres y los pobres volverán a votar a los que siempre ganan, mientras los que siempre ríen volverán a burlarse de los pobres y los pobres volverán a recordarles que son pobres pero no tontos, y que prefieren tener hambre a sentirse fríos. Y así las cosas, dentro de escasos siete días veremos quién se sigue riendo de Álvaro Álvez, que es obrero y votará a derechas, como hará un número nada desdeñable de españoles y españolas con bajo nivel de renta y estudios intermedios, es decir, miembros todos ellos de una clase trabajadora a la que la operación trabajador = izquierda hace tiempo que no les cuadra.

¿Aún es tarde para despejar la ecuación?

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Pablo Aguirre Herráinz es escritor nocturno y doctorando diurno. Actualmente centra su trabajo universitario en el estudio del difícil retorno desde el exilio republicano a España (años 1945–1985), a lo que se suman afanes muy profanos sobre temas de literatura histórica y actualidad obsoleta (guerras mundiales, etc.).

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