Un niño sin alma

Mónica Vega González
Punto y coma
Published in
8 min readJul 23, 2016
«El dañar a sabiendas es el camino de la irracionalidad». Fuente.

Un niño sin alma suena fuerte, me he tratado de convencer de ello por las últimas horas del día de ayer y las que van de este, pero al momento es la única expresión que me resulta acertada. El pensamiento me surgió justo después de terminar mi tutoría de la tarde, la única que doy en tiempo de vacaciones para poder tener alguna entrada de dinero y a la misma vez ayudar a una abuela preocupada por el porvenir y la educación de su nieto de siete años. Luego de dar la clase de lectura de una hora, me desahogué con mis hermanos por la hecatombe que he tenido que sobrellevar, por amor al arte y a los niños, durante los últimos seis meses y medio.

Jamás pensé que me toparía en mi camino con niños sin genialidades que descubrir. Antes de caer en generalizaciones, reestructuro: con niños sin la remota idea de que tienen talentos y destrezas que desarrollar, porque en algún lugar de su diminuto cuerpo debe haber alguna chispa. Yo he visto los comienzos de algunas de ellas, pero él parece no notarlo, y su entorno no es del todo sosegador — solo hay que visualizar cada logro conseguido con un premio de dulces, botellón de Pepsi caliente, algún helado gigante o una tarde completa frente a una tableta moviendo el dedo de un lado para otro como hipnotizado — . Debo decir que tampoco imaginé que en algún momento de mi vida iba a disfrutar tanto de sentarme al lado de varios niños a reforzarles sus estudios cuando salen del horario de clases. Lo disfruto tanto que llega un momento en que me afectan personalmente las malas decisiones que toman sus padres —en estos momentos escucho detrás de mí a dos chiquillos jugando al soccer en el patio de mi casa — . Escucharlos discutir ellos mismos las reglas con tanto empeño y alegría reafirma de muchas maneras mi vocación y el afán de proteger eso que llamamos niñez.

Ahogados en la indiferencia. Fuente.

No es por querer darme el crédito — también es bueno conocer nuestras aptitudes y no escatimar en hablar sobre ellas— pero saco canas cada vez que me toca prepararme para dar la tutoría de lectura a un niño que por el momento tiene un futuro incierto, que aún no lee fluidamente y que confunde los números del 1 al 100, que es hasta donde llega. Un niño del que alardean que sabe inglés — complejos de estos lares— pero que no sabe leer ni escribir en dicho idioma y que se tambalea en el otro, el español que usa ahora. Sí, lo mismo de esos panoramas caóticos e irónicos que te ponen a pensar sin darte por vencido —no me queda cupo en las tutorías— u optar por querer salvar a la humanidad —sí, le seguiré dando tutorías en el verano — .

Por mi parte, he dibujado jirafas, hipopótamos, dinosaurios, hormigas, cigarras cantantes, pero eso no parece ser suficiente para que el niño deje de mecerse en una silla estable por alrededor de una hora, con la mirada perdida sin ningún tipo de interés. «¿Quieres pintar?», pregunto, «¿Leemos este cuento?», «¿Vemos un vídeo sobre las estaciones del año?», «¿Escribimos en la pizarra de marcadores, mientras tratas de leer en voz alta?». Contestaciones inmediatas: «No me gusta aprender», «No me gustan los libros, prefiero ver películas o ver muñecos», «No quiero ver ese vídeo» — se tapa los oídos en el intento — , y así sucesivamente, con los pies encima de la mesa, mientras yo sigo dándole la cantaleta de que está tratando con un adulto, que aprender es increíble, que no está siendo justo con el esfuerzo que paso antes de darle cada tutoría. Luego, le planteo si su sueño es ser delincuente o quedarse en el segundo grado por toda la eternidad. Al menos a esta última su respuesta es un «no» —pero me temo que es un «no» sin pensar — .

Pronuncié un «basta»

Ahora bien, ¿por qué hago tanto ruido sobre esto? Primero, los niños no son animales, aunque luego de adultos nos queramos comportar como alguno de ellos —sin faltarle el respeto a los animales, claro — . Es inaplazable el encargarse de un ser humano desde el día uno, porque no será toda la vida que ese ser dependa de adultos para caminar. Pasará el tiempo: será adolescente, joven, adulto y anciano —si la violencia, los desastres naturales, la salud y la guerra lo permiten — . Yo he visto la sonrisa y los ojos llenos de alegría de ese niño cuando logró un cien por ciento en un reporte oral que no se atrevía a dar. Trabajamos durante semana y media porque algo me decía que él era capaz de eso y más. En aquella fecha recibía una llamada de su madre, contenta porque su hijo logró la nota máxima en aquella sencilla intervención hablando sobre su animal favorito. Lamentablemente se olvidó muy pronto, se quedó en aquel papel de construcción que de tanto tiempo dentro de su mochila se arrugó y terminó en la basura. Resulta que, como me temía, una sola hora de tutoría no sopesa las otras 14 horas de existencia, sin refuerzo y sin nada que aprender.

Aunque no tengo hijos he podido mirar con detenimiento a mis padres, sobre todo volviendo a las memorias que tengo de niña a su lado. Jugaban al vóleibol con sus hijos, también a la pelota, otras muchas veces al baloncesto. Luego llegaba el momento más querido: el de jugar a maestros y estudiantes. También recuerdo ver a mi madre con mi hermana — la brillante — construir un trasbordador de lego y me viene a la mente aquella estrella de legos, que se movía con un panel pequeño de luz solar, que también nos costó varias horas armar. Rememoro todas las veces que observábamos a nuestra madre escribiendo y leyendo. Nos urgía —a mis hermanas y a mí— agarrar aquellos libros por los que mi madre tomó la iniciativa, para luego desmenuzarlos en conversaciones que aún en nuestros días no acaban. Incluso, hace unas semanas saqué varios clásicos de la estantería de libros del último cuarto de la casa, los puse todos a la mesa y les dije a mi madre y a la hermana que estaba cerca: «vengan, escojamos cada una alguno, nos lo contamos y nos los vamos pasando», para no embrutecernos demasiado. Toda mi vida no tuve claro qué sería, qué estudiaría, a qué me dedicaría, pero no era porque me faltaban opciones, sino porque tenía demasiadas —consciente de que no todos las tienen, pero el que posee la posibilidad de expandir su universo no puede quedarse varado — . En el medio de mi historia —porque aún sigo siendo muy joven — le encontraba un encanto especial a mi lengua y los demás lo encontraban también por mí y aquí estoy escribiendo, planificando y dejándome sorprender. Entonces, ¿por qué sigo deletreando mis vivencias? ¿Será porque anhelo que cada padre o adulto pueda descubrir en el niño que tiene enfrente todas las genialidades, destrezas y saberes que lo harán conocer sus posibilidades ante un mundo que los necesita con tanto apremio?

Sí, un niño sin alma suena absurdo, pero, ¿será mentira? Fuente.

Necesitamos seres humanos: científicos, blogeros, atletas, cantantes, poetas, enamorados, escritores, madres, padres, filósofos de la vida y de diploma, cuentistas, médicos, abogados, geeks, ingenieros, artistas, mutantes de todo tipo de saberes, de destrezas y de opiniones; gente realista, idealista, pesimista, soñadora, introvertidos o extrovertidos que muevan este planeta a sus límites y que así mismo lo salven de su perdición. Recursos hay; aprender a usarlos es la tarea, con sus desaciertos y aciertos —esos siempre estarán — . También hay que enseñar que el fracaso es bueno. No necesitamos Trumps, ni certámenes de belleza, tampoco fronteras muy delimitadas que nos mantienen en una guerra para beneficio de unos cuantos —que siempre son los mismos—, colores para unos y para otros que nos dividen y delimitan demasiado los roles convirtiéndolos en estereotipos. El mundo necesita de adultos que sepan reconocer en sus niños a un ser humano en crecimiento, que tiene las mismas necesidades que cualquiera, que requiere de atención, disciplina, regaños de amor y no de dulces, tabletas y muñecos que estimulan a definir todo por la diversión inmediata que me produce un objeto.

«Cada vez había más personas sordas». Fuente.

Hoy terminé con la tutoría, tratando de parecer elocuente ante la mirada perdida de un niño de siete años. Él se veía arrepentido, pero ¿qué iba a hacer yo? ¿Mantenerme en un círculo vicioso solo por cobrar el par de pesos que me mantienen durante el verano? ¿O decidir terminar con unas semanas que me estaban causando frustración e impotencia? No sé cuál es la contestación correcta; solo sé que en mi pecho se mueve un sentimiento extraño y agrio. Pero, al momento, es la única manera que alcanzo para tan solo hacerle entender a ese niño lo que se está perdiendo. Una hora no basta, pero una vida, aunque corta, sí se puede usar para marcar la diferencia: desde el hogar, desde la base, para que luego ese niño que se convertirá en adulto pueda ensuciarse y limpiarse por su cuenta. El universo tiene billones de años, nuestra vida es un segundo, perder el tiempo es inaceptable. Un niño sin alma es demasiado absurdo.

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Mónica Vega es literata y editora de carrera. Escribe desde Puerto Rico, su país natal, con planes de continuar estudios graduados en Literatura Latinoamericana en los EEUU.

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Mónica Vega González
Punto y coma

Literata y editora de carrera, estudiante de por vida. Escribiendo desde el silencio, pero siempre en salida ante el mundo.