La enfermedad de la democracia argentina

Augusto Salvatto
¿Qué está pasando?
5 min readDec 5, 2019

La semana próxima en Argentina, un presidente no justicialista entregará los atributos de poder en la fecha estipulada para el fin de su mandato por primera vez desde 1928. A simple vista, esto podría parecer un triunfo de la institucionalidad democrática argentina. Pero no nos engañemos, no miremos el dedo que señala la luna. La salud de la democracia argentina está muy lejos del aspecto sano que podría estar luciendo.

Una democracia saludable

Vivir en democracia significa mucho más que tener elecciones libres, justas y periódicas, sino que implica una serie de condiciones que hacen que el sistema en sí mismo sea viable. Hay ciertos elementos que, desde un humilde y silencioso anonimato, lejos del ruido provocado por una jornada electoral, permiten que el sistema funcione, como aquellos engranajes que difícilmente tengamos en cuenta pero sin los cuales las finas agujas del reloj estarían inmóviles.

El más importante de estos elementos es la alternancia, o la profunda creencia de todos los actores relevantes del sistema político tienen la capacidad real de acceder al poder una vez finalizado el mandato de su oponente.

Íntimamente ligada a la alternancia se encuentra la división del poder, hija mimada de un fortuito y feliz encuentro entre la tradición democrática y la liberal en algún momento del siglo XVII. Escasamente respetada en por estas latitudes, la división de poder es una condición fundamental para que exista la alternancia, y consecuentemente la democracia.

Por último, y siendo breve las democracias solo pueden funcionar bien cuando los distintos sectores políticos tienen acuerdos básicos sobre los pilares fundamentales de la vida en sociedad. Es común que, en regímenes democráticos, un sector político opine que su rival está equivocado, o incluso que es un idiota ignorante que no sabe lo que dice. Pero lo que no es admisible es que se odien y busquen autodestruirse.

La enfermedad argentina

La historia argentina es, desde su inicio una sucesión de enfrentamientos entre sectores con un profundo odio entre sí. Lo que hoy llamamos grieta nos acompañó con mayor o menor intensidad durante doscientos años, desde Moreno-Saavedra, Buenos Aires — El Interior, Unitarios-Federales, La Causa contra el régimen, peronismo-antiperonismo, River — Boca, Bilardistas — Menottistas.

Divisiones salvajes y encarnizadas que nos han legado eslóganes canallas como el “Viva el cáncer” o el “Muerte a los salvajes unitarios”. La política es la vida, nunca la muerte. Quien desea o celebra la muerte de un rival ignora la política y desprecia la democracia, llegando a niveles de bajeza que ponen en tela de juicio su condición de ser humano.

Pero en Argentina el rival es la encarnación misma del mal y por ende no tiene derecho alguno a gobernar, cuando no a existir. La democracia se va apagando lentamente cuando es considerada un juego de suma cero, en el cual ganar se transforma en condición para la supervivencia, en términos políticos o incluso judiciales.

Esta cínica e infantil interpretación de la política en términos maniqueos que atenta contra el verdadero funcionamiento de una democracia en nuestro país está alimentada por algunas pasiones negativas, como el fanatismo, el personalismo, la lealtad mal entendida y el avasallamiento de las libertades individuales en nombre de la voluntad general. Bacterias autoritarias que enferman periódicamente nuestro enclenque régimen democrático.

Las bacterias autoritarias

La pasión es necesaria para cualquier cosa que realicemos en nuestra vida, y consecuentemente también para la política. Pero el fanatismo es una ciega podredumbre de la pasión que niega la posibilidad de duda ante los dogmas de fe postulados por un partido o un dirigente. Cuando prima el fanatismo, la rendición de cuentas y la alternancia se vuelven muy difíciles, porque, así como la victoria propia es vista con éxtasis, la derrota es una pequeña experiencia de muerte. Que el rival gobierne es inadmisible, injusto y hasta ilegítimo.

El personalismo, otro mal histórico de nuestro país, lleva a los líderes políticos a concebirse a sí mismos como los dueños del Estado, la verdad y la justicia. Los únicos capaces de solucionar los problemas que a menudo ellos mismos provocan. El poder incuestionable y concentrado es exactamente lo opuesto a la democracia, que busca nutrir sus propias falencias con diversidad, debate de ideas y límites al poder absoluto. Nadie, individual o colectivamente, puede considerarse la encarnación de la patria, ni la república, ni el pueblo.

De la misma raíz del personalismo, nace su complemento inseparable que es la lealtad mal entendida. Podemos ser leales a una causa o a un amigo, incluso a un dirigente político, pero sin que eso implique una sumisión incuestionable a los dictámenes de una persona. Si mi amigo está lastimando a otros, o a sí mismo, una reacción leal sería intentar por todos los medios que cese en esa actitud, en lugar de un silencio cobarde y complaciente. Y cuidado, porque el hecho de que un partido político la tome como bandera con orgullo, no quiere decir que el resto no la enarbole en silencio.

Por último, las instituciones liberales y republicanas no pueden ser sobrepasadas en nombre de la voluntad general. La más digna de las causas se vuelve injusta en el momento en que se vulneran libertades y derechos pactados previamente para la vida armoniosa en sociedad. Y cuando eso sucede, ya no hay vuelta atrás, porque cualquiera podría arrogarse el derecho de incumplir las normas por el bien de todos.

Anticuerpos contra el autoritarismo.

Defender la democracia no es una cuestión de formas que puede ser postergada por excepcionalidades, y menos en un país que lleva más de medio siglo en supuesto estado de emergencia. La democracia es justamente un instrumento para lidiar con los problemas de la sociedad, y su crisis lo único que hace es agravarlos. Problemas como como la pobreza, la desigualdad, el hambre, la inflación y el fascismo social del que insulta al que piensa distinto.

Pero aquí la mejor defensa no es un buen ataque. La democracia no se defiende atacando a quienes la destruyen, porque así sería imposible diferenciarnos de ellos. La democracia se trata de valores, y solo con una militancia valiente, respetuosa y ejemplificadora de esos valores es que podemos defenderla.

Defender la democracia es incómodo porque puede implicar muchas veces dar la razón al de enfrente y contradecir a los propios, cruzar la vereda, aceptar la derrota, celebrar los logros ajenos y tener un profundo sentido de autocrítica.

Alternancia. División de poderes. Respeto al rival. Eso es lo que se requiere para salvar a la Argentina de su convalecencia. Tan fácil y difícil al mismo tiempo.

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Augusto Salvatto
¿Qué está pasando?

Social analyst and university professor. I studied in 7 different countries. Passionate about working at VISUS Advisory and AsteroidTechs. Soccer and poetry fan