Nuevo Barrio

Valentín
Quebrada Arriba
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4 min readAug 3, 2020
Imagen de Alejandro (@arboh en Instagram)

Hace catorce años una maestra y sus dos pequeños hijos de siete y nueve años se vieron en la necesidad de dejar su vida atrás y partir hacia un nuevo comienzo, marchándose del agitado barrio en el que vivían en una casa a la que personas iban constantemente a preguntar si había moño en las madrugadas. Normal, los antiguos “clientes” desconocían que ahora residía allí una madre con sus dos niños.

Los pequeños abandonaron una escuela que era mixta, pero tan encerrada y agresiva que casi solo había varones; allí no estaba permitido correr y se sufría bullying por el mero hecho de ser nerdo. Los promotores del matoneo se valían de calvazos para reafirmar su dominio e incriminaban de vez en cuando a los hijos de la maestra en faltas disciplinarias que no habían cometido, dejando varias obligaciones que suponían firmar el observador con el rostro embadurnado en impotencia líquida.

La maestra y sus dos niños salieron de un lugar en el que, poco tiempo antes de partir, fue asesinado un muchacho que no era el primero ni sería el último; esa hostilidad era rutinaria, poco más que una noticia de balcón. La familia dejó atrás un lugar donde, para jugar, no se podía pasar de la esquina y solo se permitía bajo la atenta y restrictiva mirada de un adulto. Igual los pelados grandes se las ingeniaban para ofrecerles dulces a los más pequeños a cambio de entregar “paquetes” a sus pares en el otro lado del barrio. Se fueron de un lugar agitado en el que, a pesar de los pesares y gracias al amor de la maestra, no faltaron las risas y los pequeños lograron grandes hazañas como montar en bicicleta, encontrarse en la cancha con los otros niños y tratar de chutar bien la pelota.

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Aquella primera noche en el nuevo barrio, lejos del barullo anterior, fue quizás la más extensa de sus vidas. Arribar después del crepúsculo les privó de disfrutar la travesía, pero les permitió el primerísimo encuentro con el asombro en los rayos de luz que anunciaban el comienzo del día siguiente. Hallaron un aire frío y denso, el más limpio que hubieran inhalado, y descubrieron la imponente cordillera que daba al frente del balcón: espesa, muy verde, visible desde gran distancia y cuya falda se aproximaba hasta ultimar en la quietud de un cuerpo de agua artificial, el más grande que hubieran visto los niños que carecían aún del mar.

Instalados, ahora sí, los niños jugaban con libertad por los caminos del nuevo barrio: cogían guayabas, hacían sapitos en el agua, participaban en guerras de boñiga y se adentraban en el bosque sin la custodia de los adultos. Aún así, el cambio más abrupto fue la escuela: gigante en comparación con la anterior, que parecía más bien una cárcel. Los recién llegados pudieron correr y tuvieron amigas por primera vez en la vida. En sus compañeras más cercanas encontraron bondad y ternura que reemplazarían las dinámicas competitivas y juegos bruscos de los varones. Así que, emergidos de un entorno tan hostil, las prefirieron antes que a los los hombres. Los niños no encontraban simpatía en los hijos de las otras maestras, que preferían jugar con sus celulares antes que untarse de tierra y tirar baño.

Con el tiempo se dio la apropiación del lugar por parte de esta familia, cuyos miembros se consolidaron como pobladores del nuevo barrio, llegando a ser reconocidos como tales por la comunidad. Se convirtieron en auténticos habitantes del territorio. Argumentos no sobraban: la maestra se ganaría el cariño de muchos niños, gracias a su particular forma de enseñar. Los niños, por su parte, pasarían a ser conocidos como los hijos de la profe.

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El nuevo barrio, que los recibió con los brazos abiertos, disfruta de la maestra, acogió la infancia de los niños y ahora les ve convertirse en hombres. Crecer en el nuevo barrio fue una experiencia sublime y libre, lejos de la voracidad del acelerado estilo de vida contemporáneo en la ciudad. Muchas personas usan el recurso vacío y facilista de recitar el orgullo de ser del nuevo barrio, hablan de un paraíso, del mejor vividero del mundo, pero en realidad no es un “remanso de paz” y, por el contrario, presenta una profunda carencia de memoria histórica.

Ahora es más ajeno a sus habitantes, pues recibe cada vez con más frecuencia a un gran tumulto de idiotas que viajan, que obstruyen la vista para apreciar la cordillera, que calientan el aire y que agitan constantemente el cuerpo de agua.

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Valentín
Quebrada Arriba

No me hace gracia eso de cambiar un par de monedas por mi libertad