Anthony y la soledad

Blacho Diaz
quiasmo
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6 min readJan 12, 2017

Por Bladimir Díaz Ravelo

“¿Quién se siente triste?

Cualquiera puede sentirse triste.

La tristeza llega y te encuentra”

De “El Libro Triste

Michael RossenQuintin Blake

En ocasiones me sucede que la tristeza me cae como la noche del cielo, tumbándome, aislándome. A veces me pongo triste por mi papá, por mi mamá, por Anthony que murió cuando tenía siete años, por Julio Cortázar que murió en el 84 o por mi abuela que aún no ha muerto. Es curioso vivir esa tristeza retardada o anticipada; flexible y fuerte como la red de un pescador. Me apena. Quizás sea porque me conmueve pensar en la muerte, o más bien, en la soledad de la muerte. Me imagino que la muerte es una anciana que camina con un escobajo bajo la lluvia por las calles de la ciudad, recogiendo a quienes se han quedado reposando definitivamente.

A lo mejor sea ese miedo que tengo a que la muerte barra conmigo las calles lo que hace que evite vivir solo y que duerma poco en las noches. Soy noctámbulo. Y paso la mayoría del tiempo en mi escritorio –si estoy trabajando en mis dibujos–, o recostado en el quicio de la puerta, en silencio, viendo llover. En fin, en ocasiones la tristeza me cae como la lluvia sobre las vías solitarias. Y me entran unas ganas terribles de romper el espejo que está en la alcoba, o de barrer el charco que se hace en las baldosas de la terraza; y sin proponérmelo, me encuentro pensando en ti, Anthony. Es triste pensar en ti.

A pesar de los años, todavía puedo recordar el olor a flores silvestres que inundaba la sala de tu casa el día del velorio. Había tantos ramos alrededor del ataúd, que el aroma se volvió insoportable y tuvieron que sacar la mitad a la terraza para limpiar el ambiente. Pero tu madre no se dio por enterada. Daba congoja verla sollozando, murmurando rezos de pie, contando las perlas de madera del Rosario, descansando la pena con el llanto. Eras su único hijo, Anthony, su único retoño después de tantos intentos fallidos. Mamá le dijo a una vecina mientras servía tinto en la cocina, que cuando muere un hijo, el alma de una madre no encuentra consuelo. Pobre, decía mamá, está atolondrada, derrotada por la impotencia. A veces daba gritos estremecedores, dolorosos, que interrumpían la contesta melancólica de los rezos.

En un momento dado, tu padre llevó del brazo a tu mamá hasta la cocina para darle Agua de Valeriana y yo me acerqué al ataúd. Yo quería verte. Mamá no quería, pero yo insistí en verte. Suponte que era la curiosidad o el miedo, o ambas cosas. Como no alcanzaba a verte, subí a un butaco y me empiné hasta poner mi cara sobre el vidrio del cofre cerrado. Excepto por las bolitas de algodón metidas en los orificios de la nariz y por tus ojos abiertos por un mondadiente partido a la mitad, yo creí que estabas vivo. Pensé: Anthony siempre con las bromas, haciéndose el que está dormido cuando de veras está despierto. Te llamé entre dientes para que te levantaras y jugaras conmigo, pero te hiciste el sordo. Te llamé pegando mi boca al vidrio del ataúd y te invité a que jugáramos al “Llanero Solitario”, o al “Yermis”, o a las “Estatuas”. Pero ni te inmutaste. Pienso que mamá no sabía qué hacer conmigo y por eso fue a quitarme de tu lado. Entonces me pellizcó en las costillas, y me sacó del velorio pidiéndome al oído que la disculpara. ¿Por qué?, pensé yo… ¿Por qué?

Ese día la tarde estaba apagada. Tu madre, a pesar de la Valeriana, pasaba de la calma al paroxismo, y viceversa. Más tarde mamá me explicó: fue ella, me dijo, quien te encontró flotando como un corcho en la alberca antes de irse al trabajo. Fue ella quien te sacó del agua y salió gritando pidiendo auxilio a los vecinos de la cuadra. Y fue mamá que estaba preparándome el desayuno para el colegio, quien primero corrió a su casa, quien casi se desmaya cuando te vio acostado al lado de los muebles y quien ayudó a llevarte al hospital en el carro destartalado que conducía Don Pedro. Pero en la sala de espera, cuando el médico de turno te dejó en la camilla porque estabas sin signos vitales, tu madre no podía creerlo y apenas salía del shock, corría a sacudirte y a suplicarte que te levantaras; pero ella no era Jesús ni tú eras Lázaro. Tú eras Anthony Gómez Valencia, el niño que cayó accidentalmente a la alberca desde la batea cuando intentaba coger el jabón de baño en el fondo del agua.

«Doña Álida nunca se recuperará del todo», le decían los psiquiatras a tu padre. Pero a los del barrio nos parecía normal: nunca perdió la cordialidad del saludo ni su luto sobrio. Fue, descartando los días en que estaba enferma, cada mañana al cementerio después de misa de seis. Allí murió veinticinco meses después cuando limpiaba la maleza que crecía sobre tu tumba. La sepultaron al lado de tu tumba para cumplir su última voluntad. Supongo que tendrán cada día un diálogo vespertino encima de las bóvedas, tú saltando de un lado a otro y ella contándote sus numerosas anécdotas familiares.

Lo cierto es que desde que se apagaron tus ojos, ha sido angustioso vivir solo, porque en los sueños a veces te apareces pidiéndome que juegue contigo y ya no quiero porque tienes mondadientes en los ojos. Anthony, me da tristeza no poder jugar contigo ni siquiera en la atemporalidad de los sueños. Procuro entender tus deseos, pero en realidad no comprendo la soledad de los muertos…

Imagen de la contratapa de “El Libro Triste

Temo que si juego contigo en los sueños, tendría que decirte tarde o temprano que estás muerto y luego te pondrías a llorar; me lo negarías; y tendría que mostrarte un espejo como el que tengo en mi alcoba para que te vieras la cara, y te asustarías; y quién sabe si te hago acordar de esa mañana en que te caíste por descuido en el agua y no alcanzaste a pedir ayuda porque te fracturaste la cabeza con el borde de la alberca. Y de inmediato, esa nada simple que supongo es la muerte; y ya mañana será otra noche y querrás que te explique el accidente mil veces y me harías sentir, como ahora que escribo esta historia, un mal tipo a pesar de haber publicado un libro de historietas con dos amigos o de tener una novia que me dice cosas tiernas al oído.

Aunque, la purita verdad es que temo que en el sueño nos pongamos a jugar al “Llanero Solitario”, o al “Escondido”, o a las “Estatuas” y en esas pase por la calle la anciana muerte recogiendo a los que se han quedado reposando definitivamente, y me lleve por equivocación creyendo que estoy muerto cuando estoy apenas dormido; y eso pondría triste a mamá, a papá, a la abuelita que aún sigue viva y quizás también a Comotú, ese Gatito Persa que compré en una veterinaria del Comercio para hacerme compañía. Mas, siendo así las cosas, estar muerto no sería tan triste y solitario como lo imagina el común de la gente. Morir implicaría irme a jugar contigo. Anthony, ¿me dejas pensar unos cuantos años más si juego contigo en la eternidad de los sueños? Vamos… Qué te cuesta. Mira que aún en la tristeza nos llenamos de esperanza.

Fíjate que en ocasiones, cuando estoy en las noches dibujando, y el cenicero está abarrotado de colillas de Pielroja y cenizas, y Comotú se adormece encima del escritorio, y la puerta de la calle está cerrada, creo escuchar frente a mi casa el rastrillar de la muerte sobre el pavimento. Imagino que está afuera reclamándome y de pavor se me engrifan los testículos. Entonces corro la cortina, me asomo con cautela por la ventana y veo la calle solitaria. A veces Comotú también se asoma; entonces le acaricio el lomo, me mira a lo Pink Tomate y le abro la ventana para que salga a cazar lagartijas o mariposas azules. Me alivio pensando que eres tú, Anthony, quien espantas a la anciana de mi casa. Pienso que tú no quieres la muerte sino que prefieres los sueños. Pienso que me cuidas aunque siga siendo proclive al olvido.

Yo sé que no está bien que te lo diga, ni a ti ni a nadie, pero en ocasiones la nostalgia, es decir tú, la noche o la lluvia, me cae como el silencio que es cerrado, que es húmedo, que es doloroso.

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Blacho Diaz
quiasmo
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Escritor no profesional… pero escritor al fin y al cabo. Nenhum escritor profissional … mas escritor depois de tudo.