Arriba es abajo, abajo es arriba

Saturnine
quiasmo
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3 min readJun 22, 2018
Sam Roloff

Uno, dos, tres. Su cabeza contra los azulejos. Una melaza oscura impacta en la pared formando un dibujo abstracto. Pedacitos demasiado densos aportan relieve a la obra. Las manos firmes de él se aferran al cuero cabelludo de ella y tironean con desesperación. Ella siente su cabeza desprenderse del cuerpo y, como un reflejo, aferra su cuello.
La música sube y baja, sube y baja de su estómago hacia su garganta, y amenaza con echar sus tripas hacia afuera al ritmo de una canción. Entonces la mano de él hurga un poco más en la cabeza de ella, palpando el cráneo. Con esa mano oprime mientras la manosea con la otra. Tirada, moribunda, no responde. Él se afirma en cuclillas, cierra su mano hasta que los nudillos empalidecen y descarga todo el peso de su puño sobre la mandíbula de ella. Primero, un hilo tímido seguido de un chorro grumoso que explota desde la boca amenazando con extender el dibujo de los azulejos hacia el piso.
Sabe que tiene que aguantar. Contar los impactos la ata a la realidad. Sabe que cortar la cuenta, dejarse llevar por la tranquilidad de la finitud significa una sola cosa: morirse. Y no quiere. Los azulejos rojos, las baldosas rojas, los artefactos rojos…
De la boca, como perlas, los dientes resbalan en fila formando una constelación sobre su pecho. El diseño muta con cada espasmo. Acerca una mano inestable y mira la uña de su dedo anular hamacarse. Él la ve y con sus dedos como pinzas se la arranca y la apoya sobre su pecho entre los dientes. Jadea. Toma la mano derecha de ella y observa la carne expuesta. La sangre parece brea. Ella, una muñeca mutilada.
Sobre la pared, el reloj digital es su única conexión con todo lo que parece desvanecerse. Mira los palitos de neón. Hace fuerza para meterse entre ellos, acostarse sobre ellos y aferrarse a la geometría de un cero o un ocho, como una jaula donde nadie pudiera tocarla.
En sus pupilas dilatadas se curvan los números. Él no consigue respuesta. La zamarrea y la obliga a mirarlo. Con la mano izquierda aprieta su cara hasta marcarla mientras que con la derecha busca algo. Tiene puesta una camisa oscura. Para que no se manche, piensa ella. Saca del bolsillo un atado de cigarrillos y un encendedor. Ella ojea la secuencia y vuelve a clavar la mirada entre los espacios vacíos de los números. Él la suelta, prende un cigarrillo y exhala el humo. Los números de neón se reflejan sobre el aire, que ahora tiene más densidad, y se expanden. El cero entonces parece un lazo que la rodea y la protege. Siente calor. Se siente segura. El humo la cubre y el cero de palitos rojos también. Él la pierde. Grita. La sacude. La escupe, pero ella no reacciona. Entonces agarra el cigarrillo y dibuja infinitos ceros sobre el cuerpo de ella: en los brazos, los muslos, la cara. Ella se mira y se siente cada vez más protegida por esas circunferencias que le dan calor. Respira lento.
Suena una alarma. La puerta se abre. Él se va.
El escozor cala hasta los huesos.
Se abraza a sí misma, aprieta los brazos contra las costillas y cuenta los ceros en sus piernas.
La calidez avanza, toma lugar en su cuerpo. La controla. El calor, la arena se abren paso. A través de los párpados apretados ve el brillo rojizo del sol. El ruido de las olas arrulla y calma. La sal en el aire arde un poco, pero como un cosquilleo. Se frota los ojos. Ahí está. La carpita con forma de iglú, las estacas enterradas y las tanzas cortando un cielo demasiado celeste. El sol arranca destellos sobre sus piernas. Quema. Respira el aire salitre y siente un frío acuchillante en la espalda. La voz de su mamá resuena desde las profundidades. Un olor dulzón la colma desde lejos. Olfatea el aire como los perros que buscan entre la basura. ¿Choclo con manteca? ¿Panchos? Carne quemada.
Estira los brazos y se prepara para enterrar los dedos en la arena calentita.
Sangre, mierda, meo. Las manos resbalan y se hunden en el cúmulo de porquería que hace días nadie limpia. Nadie entra. Nadie escucha.
El piso refleja los focos del techo. Arriba es abajo, abajo es arriba.
Ella no existe para nadie.

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