Chinito

Norber Tebes
quiasmo
Published in
4 min readFeb 25, 2019

Cuando éramos jóvenes, el Chinito decía siempre que era un incomprendido. Le gustaba parecer rebelde más que serlo, y una de sus maneras de demostrarlo era poniéndonse en contra de todo aquello que pareciera moda o que fuera en dirección a eso. Decía que lo genuino que podía tener algo se perdía un poco cuando se masificaba. Escuchó a Sabina hasta que se popularizó. Lo mismo con la Bersuit, lo mismo con Borges, lo mismo con Nietzsche y el ateísmo. Cuando chupaba mucho, cosa que sucedía eventualmente en las comilonas de fin de semana, se acercaba sonriendo, te abrazaba, te hablaba muy de cerca y decía vaguedades, siempre las mismas, siempre con los mismos detalles. La verdad es simple, decía, a la mentira hay que trabajarla, hacerla creíble, sostenerla.
Una de las que más recuerdo era la que más me gustaba escucharle; la de cuando lo había encontrado el sentido de la vida o algo así. Contaba que la tarde del 14 de septiembre del ’95 estaba sobrio, encaró para el río, en bicicleta, con la guitarra criolla pintada con témpera celeste a cuestas. Se sentó sobre el pastito de la barranca, usó la guitarra como almohada y gritó “Anselmoooooo”. Y decía que a los pocos segundos se levantaba una brisa que le peinaba el flequillo de la frente, mecía los árboles cercanos, y luego, la calma, otra vez. Le gustaba hacer eso a voluntad. Decía que no fallaba. Pero que ese 14 de septiembre eligió susurrar ese “Anselmooooo” y al ratito sintió un retorcijón en la panza, como si se estuviera cagando, y que luego le pasó a la garganta, que se tocó la garganta y notó que le entraba el aire pero que eso no lo tranquilizó mucho. Se le hincharon las venas de las sienes, sudaba, decía, y se le nubló la vista. En este punto, te mira a los ojos como para detectar algo en vos que le diga que le estás creyendo. Bolubo, no veía nada, bolubo, decía. Podás crer vo (sic), se preguntaba y te preguntaba. Retomaba el relato. Se sentó en el pasto y palpaba con las manos la tierra. Se acostó por si se mareaba, cerró los ojos y se puso la mano en el pecho. Para sentirme, contaba. Que una sensación más mental que física se le clavó (sic) en la conciencia. Intraducible como una música, al decir de Borges, decía. Esto de Borges lo decía siempre en este punto, nunca antes, nunca después, con una consistencia y una confianza en sus palabras que disipaban, en cualquiera que lo escuchara, la posibilidad de una inventiva. Y después se quedaba mirando hacia adelante, abrazado a uno, con el vaso en la mano, moviéndolo hacia adelante, como señalando o buscando, ahí en ese momento, algún lugar que le permitiera destrabar el interrogante con que se tropezaba en este punto del relato. No lo lograba nunca. Y entendí todo, bolubo, decía. No hay otra manera de decirlo, entendí todo. Y cuenta que algo así como una angustia se le metía en el cuero, contagiándolo, ganándole la existencia, que se paró y se tiró al agua marrón, fría (sic) del Carcarañá, vestido; intuyó que eso lo iba a apartar de esa sensación de entenderlo todo y obedeció. Obedecí, bolubo. Decía que cuando emergió, esa sensación ya no estaba, que se cagaba de frío pero sintió un gran alivio. Fue hasta la orilla, miró al río como por primera vez, afinó la guitarra, como el culo, decía, y se ponía a tocar “Don’t Let Me Down”, una especie de cable a tierra. Luego se te desabrazaba de a poco y empezaba a alejarse y remataba, para nadie o para sí mismo: saber todo eso es mucha responsabilidad. No podía saber todo. Yo no puedo saber todo. Es mucho para una sola persona eso, decía. La mente no está preparada para saber todo, tanto.
El Chinito contaba todo esto sin alterar ningún detalle. Nunca le creímos mucho; nosotros le decíamos que sí cuando había que asentir, y cuando había que decir no, negábamos con la cabeza. Siempre lo vimos como un personaje de pueblo, de esos que no te da pena encontrar y al que invitás a tu casa a hablar al pedo. Con el tiempo se volvió más hosco, más ensimismado. Lo invitábamos a comer, hacía la seña de “después”, pero no aparecía. Al tiempito se fue a visitar unos parientes que tenía en la Patagonia y no lo vimos más.
Cada tanto pienso en esa anécdota del río, que nadie podía corroborar pero mucho menos refutar; bah, quiero decir, yo no puedo refutar eso. Fue el Chinito quien me inició en la lectura de Saer, a quien había leído antes pero no me había gustado. Me decía que yo estaba en pedo, que cómo no me iba a gustar. Leé a página 48 de Cicatrices, decía, y vas a ver. La edición de Seix Barral, advertía, alzando el dedito índice, sonriendo de coté. Lo mismo con Hendrix: a mí no me gustó cuando lo escuché la primera vez. Se lo comenté al Chinito. Vos estás en pedo, Gustavito, ja!, me decía. En el minuto 4 de Machine Gun, de la versión de Band of Gypsys, hay algo parecido a lo que yo sentí aquella vez en el río, pero multiplicado, Tavito, muy multiplicado. Pero claro, agregaba, tiene sentido si arrancás del principio; si no, no vale. Como todo, bah. Es algo que se va como construyendo, decía, y hacía la seña de una escalera con la mano. Luego se quedaba callado, mirando el suelo, sonreía apenas, y de a poco se le borraba la sonrisa. No sé si es para cualquiera. No sé si todos lo pueden sentir, Tavito.

--

--