Cortázar a punto de morir

Martín Tacón
quiasmo
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5 min readJun 15, 2020

En mi computadora llevo, con cierto rigor, una suerte de diario que comencé a escribir en 2016. En él escribo todo lo que considero interesante: frases ingeniosas que se me ocurren, sonetos inconclusos, fragmentos de libros o canciones, breves ficciones e incluso teorías sobre el origen del universo. Nació como una tentativa de aferrar las ideas y salvarlas del torbellino del tiempo y su perdición. El documento contiene más de 120 páginas, y de vez en cuando me sumerjo en ellas como un nadador de largo aliento. Es como escarbar en antiguas versiones de mí mismo. La última vez que lo hice, encontré un sueño que tuve el día 29 de abril del 2016. Fue un sueño rarísimo sobre Julio Cortázar, un escritor al que admiro mucho. Por fortuna logré registrar cada detalle. Ese sueño voy a contar a continuación.

En alguna ciudad que no sabría precisar pero que se parecía mucho a Buenos Aires, yo asistía a una clase literaria sobre Julio Cortázar. La clase ocurría en un aula universitaria, llena de alumnos, y yo estaba en el centro de la sala, sentado frente a un escritorio. Los alumnos presentes me hacían preguntas y me trataban como si yo fuera el doble de Cortázar. Esa situación me hizo sentir incómodo. Con algo de modestia, respondí solo a un par de preguntas y me fui, excusándome, diciendo que tenía algo importante que hacer. Cuando abandoné el lugar, mientras caminaba junto a una mujer desconocida, comenzó a circular el rumor de que el verdadero Julio Cortázar se encontraba postrado en un hospital, a punto de morir.

Decidí ir a ese hospital. Cuando llegué (la ciudad de abría ante mí como un abanico), en la entrada principal me encontré con una inmensa cola que provenía del interior. Aparentemente, el desolador estado de salud del escritor era provechoso para cientos de lectores y fanáticos que hacían fila para tener una foto o firma de Cortázar. Había personas con libros esperando obtener una dedicatoria especial. Había otros que simplemente querían escuchar su voz. Yo llegué al hospital junto a esta mujer, que no conocía, y nos pusimos al final de la cola. Era un día soleado. En una escena que ahora calificaría de irreverente, comencé a besarme con esta mujer. No sé por qué; los sueños tienen estos chicles mentales. De pronto la cola empezó a agilizar y avanzamos. Una vez dentro del hospital, una señora sentada en una mesa escribía números en trocitos de papel azul y los entregaba a los visitantes. Yo recibí el número 17.000. Los números servían para establecer un orden entre los visitantes. La cola zigzagueaba entre anchos pasillos y se perdía en lo alto de una escalera. Mientras avanzaba, advertí que yo iba vestido con un guardapolvo blanco, como un científico o como un alumno de primaria. A medida que me acercaba a la habitación de Cortázar, reflexioné sobre lo inconveniente de la situación. Me resultaba atroz que un montón de personas se estuvieran aprovechando del lamentable estado de salud del escritor. El pobre Cortázar estaría ahí adentro, recostado sobre una cama, al borde de la muerte, rodeado de seres queridos, mientras cientos de fanáticos esperan verlo por última vez, con sus libros y sus estúpidas ilusiones.

A nadie parecía importarle sus sentimientos. Tampoco a mí me importaban, que número en mano me dirigía satisfecho hacia él con una mezcla de ansiedad y turbación. Al atravesar la puerta de su habitación, lo vi. Ahí estaba el mismísimo Julio Cortázar, el grandísimo cronopio. Se lo veía bien; al menos no tenía cara de moribundo. Estaba tal como se lo conocía: la misma barba tupida y descuidada de sus últimos años, el mismo pelo oscuro y los mismos ojos grandes y celestes. Lo extraño es que su piel era más morena de lo habitual, y su voz no arrastraba las erres con ese acento francés tan particular. Parecía él en apariencia, pero no en esencia. Ese no es Cortázar, pensé por un instante.

Todos los que hayan soñado alguna vez con alguna persona conocida sabrán que a veces estas personas, estos personajes producto del artista onírico, sufren transfiguraciones o metamorfosis terribles que acaban por cambiarlos por completo. Es algo común en los sueños.

Me pareció, de pronto, que ese no era Cortázar. Tal vez un doble, pensé, una mala imitación. Sin embargo, no podía dejar de mirarlo con cierta admiración, escucharlo hablar, estudiar sus gestos pausados, el modo en que se reclinaba en la silla dialogando con sus fans, la forma en que encendía un cigarrillo y se lo llevaba a los labios. La mujer desconocida que me acompañaba, luego de hacerme notar que era ridículo dejar fumar en un hospital a una persona a punto de morir, se acercó a él y entabló conversación. Ahí supe que el próximo sería yo. ¡Me sentí en la obligación de recordar alguno de sus cuentos! El número 17.000 que yo llevaba en mi mamo de pronto se había transformado en una fotografía. Con algo de esfuerzo me aproximé a él. El corazón me latía fuerte, como si se me saliera del pecho. Primero estreché su mano y le pregunté cómo se sentía. Su mano era grande y su voz era grave. Le entregué mi fotografía para que la firmase y en ese instante me incliné levemente: señor Cortázar –dije–, a mí me gusta aquel cuento suyo del cronopio que encuentra una flor, en el que la flor acaba pensando que el cronopio es como una flor. Cortázar sonrió y empezó a decirme cosas. No sé qué decía, sus palabras eran como un vapor inasible, sin significado. Me seguía invadiendo la sensación de que ese no era Cortázar. Pero si no era Cortázar, pensé entonces, ¿por qué el corazón se me salía del pecho?

Algunos de los visitantes que esperaban detrás de mí también tuvieron la sensación de que era una estafa. Uno de ellos incluso rompió filas y se alzó en un grito salvaje diciendo que el verdadero Cortázar ya había muerto. Entonces Cortázar, es decir, el Cortázar que estaba ante nosotros, miró a esa persona y le dijo algo que hizo reír a todos. Otra vez, sus palabras fueron indescifrables, como un lenguaje ignoto. Glíglico, pensé. Cortázar me devolvió la fotografía y me fui.

Mi cita con el gran escritor había concluido. Mientras me marchaba, miré la fotografía entre mis manos: allí había una dedicatoria de Cortázar, de su puño y letra. De pronto empecé a sentirme triste y solo. Era el dolor lacerante de la ausencia. Se me venía a la cabeza el cuento “La salud de los enfermos” y la sorpresiva carta final de Alejandro, como un mensaje premonitorio. Descubrí que incluso en sueños es posible recordar libros. Tuve uno de esos momentos maravillosos del sueño en el que, reteniendo las últimas imágenes, cerramos fuerte los ojos para no despertar. Logré que el sueño continuara algunos segundos. Entonces alguien me tocó el hombro, era uno de los estudiantes universitarios, y me dijo: “Cortázar se ha ido, pero por suerte lo tenemos a usted”. Sus palabras me aterraron. Me alejé de esa persona lo más rápido que pude. Bajando a la calle, y sintiendo que en cualquier momento despertaría, miré sobre mi hombro para comprobar que nadie me estuviera siguiendo; no quería que me vieran cuando me pusiera a llorar.

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Martín Tacón
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A veces escribo - Editor de Quiasmo: (https://medium.com/quiasmo). Instagram: @martintacon