El hombre arrepentido

Martín Tacón
quiasmo
Published in
3 min readApr 17, 2017

--

Jue después de saltar que me di cuenta. ¿Ve aquel monte detracito de la llanura, onde abundan los castaños y las yuntas? ¿Alcanza a ver, entre los molinos y el establo de don Eusebio, junto al promontorio, aquel granero colorado que asoma sobre el peñasco? ¿Lo ve bien? De ahí nomás me tiré, barranca abajo, pa’ salvar mi alma. “Se va usté a refalar”, me decía el patrón, “está requete alto y se puede lastimar”. ¡Ja!, si con lo compungío que estaba, no había dolor más grande que mi pesar. Y salté, sin despeluzarme, como quien no quiere la cosa, a encontrarme con la muerte, allá contra las rocas. Jue apenitas nomás de haber saltado, lo que un barraco demora en hacer lo suyo, que recordé lo que usté me dijo: “Si no soporta la pena, Faustino, ya puede ir a morirse”. Obre Dios, pensé; no vine al mundo a pijotear. Le hice caso, como buen marido. ¿Pero sabe una cosa, Anacleta? Nuestro hijo, el Juvencio, que en paz descanse, también me había jurado la muerte, por negarle un socorro y el pasto de sus potreros. Me dijo: “Que la enfermedá lo encuentre antes, padre, que si no yo a usté lo mato”. En mis pagos saben que no soy cucañero, y en el entrevero, aunque sea con la estirpe, no me ando cuerpiando. Pero al tiempo no le gusta esperar; es retobao, porque eso que llaman karma, por obra de gualicho y raudo como refocilo, llegó primero a la reyerta: por pelar la breva nomás lo afusilaron. La vida del matrero no suele durar. Y la Catrina, mansita como uno la veía, había puesto bajo tierra mi nombre. “Ándate a cavar tu propia tumba, padre, antes de poner un dedo encima a mi prometido”, así me dijo la pobrecita, cegada por la angurria, esa y otras aleluyas, por acusar de paco a ese malevo mamao. Pero el destino, que algo se traía entre manos, acabó cantando para el carnero; no con mi vida, sino la de ella. ¿Qué debía yo hacer? No existe juticia aquí en la tierra, prenda mía. Quien me quita mis hijos, me quita la esperanza. Perdí el guen cuero; por eso me aupé al granero del patrón don Eusebio, pa’ cumplir, al menos, con un juramento… Si viera usté, Anacleta, lo bonito que lucían sus corrales dende aquella altura, sobre la cumbrecita, onde el sol caía rastrillando la estepa. Salté, como le digo, convencío que tocaba el último fandango. Cuanto más me acercaba al suelo, más cerca me sentía del cielo. Y colina abajo, mordiendo viento pampero, no pensaba más que en el Juvencio labrando nuestra tierra, la yerba que le debía pa’ las yeguas; en la Catrina, dócil y vivaracha, que igual se conseguía un mejor marido; y en usté, Anacleta, que carga también con esta cruz, y sufrir no es trabajo de mujeres. En estas y otras cosas pensaba. ¿Cuántas cosas cree que puede pensar un hombre antes de morir? ¿Eh, Anacleta? ¿Cuántas cosas? Vaiga saber cuánto tiempo estuve cayendo, pero jue una caída larga, como la vida misma. Allá abajo, en la tierra yerma, mi sombra crecía rápido como vejiga de puerco, hasta que a un palmo del suelo lo supe: que habiendo perdido un hijo y una hija, lo único que me quedaba por cuidar era esta vida. Que un hombre no es guapo por saltar, sino por enfrentar las cosas con responsabilidá. ¡Comprendí entonces mi equivocación, que saltar había sido un tremendo error! Así, pues, al reventarme contra las piedras, yacido bajo luz mala como negado a estirar la pata, decidí que ya estaba bien con espichar un rato, que esta vida merecía ser vivida. Junté lo que quedaba de mí, el tendal de achuras esparcidas por el suelo polvoriento, y me jui andando despacio, despilchao y arrastrando tamango, camino a su querencia, pensando en una sola cosa.

Por eso vine aquí hasta su puerta, Anacleta, para decírselo, de corazón. Solo espero no haberlo perdido por ahí.

--

--

Martín Tacón
quiasmo

A veces escribo - Editor de Quiasmo: (https://medium.com/quiasmo). Instagram: @martintacon