«El Jefe»

Blacho Diaz
quiasmo
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3 min readJan 4, 2017

Un hombre de piel trigueña y cabello ensortijado cavila sentado en la taza del retrete mientras mastica un mondadientes:

«¿Seré capaz de robar el Banco Central de manera tan limpia como dijo que lo haría mi hermano? ¿Sin apuntar con el arma a la cara de algún asustado individuo? ¿Sin sudar la adrenalina que produce el pánico ajeno? No, es imposible. Robar no es de ingenuos. Un error y zas, se va todo al mismísimo demonio. Un descuido, algún intruso inesperado en la escena o, como en las películas, alguna mujer bonita o conocida que no tenía por qué andar a esa hora en el Banco, modifica los planes, los cuatros socios encapuchados se desconcentran, y pum pum, un disparo en el brazo y otro en la cabeza del vigilante. Entonces el gerente del Banco Central por el susto olvida la contraseña de la caja fuerte, el centinela en la puerta escucha la sirena de la poli que se acerca y avisa gritando que vienen cerca los hijueputas esos, hunde el gatillo disparando al aire, sin intención alguien nervioso degolla al gordinflón gerente del banco, otro hace pis en su pantalón de tela fina y sin alternativa ni tiempo huimos como mugres ratas sin dinero, asustados, y con dos muertos encima. La calle es ancha, las zancadas también. Se pierden las armas, el esmero, y sobre todo la confianza. Un equipo de trabajo es valioso por su confianza. A la semana siguiente Joselito “Cuchillo” es degollado misteriosamente en la Calle del Zapato. Al atardecer del otro día, en un callejón del mercado, “El Negro” Efra cae herido de muerte por una bala perdida. Y el “Ñato” Agustín, el fiel centinela, aparece flotando como un pálido corcho en el agua turbia de la Ciénaga Miramar. El único que sigue vivo soy yo, acusado presuntamente de la muerte de tres buenos colegas por la hermana de “El Negro” Efra, la ex mujer de mi hermano ingenuo, quien era la chica del barrio que estaba en el Banco Central el día del malogrado robo. Yo, maldita sea, el inocente que la pasó borracho y drogado entre los orines rancios del puterío del Puerto.

Yo, que nunca sería capaz… de… nunca…».

El hombre esboza una insana sonrisa mientras se mira los bastos dedos de las manos. Del megáfono oye el primer llamado del guardia jefe de patio que ordena a los reclusos hacer fila para el conteo y posterior regreso a las celdas. Estornuda. Tose y estornuda de nuevo. Se embadurna de mocos el dorso de la mano. «Maldita gripa», dice, y se limpia la mano con la camiseta que lleva puesta. Se acomoda inclinándose hacia el lado izquierdo y se limpia el culo con un periódico que trae estampada imágenes de accidentes y cadáveres.

Al levantarse se sube la bermuda y piensa en la ex mujer de su hermano: en su trasero redondo y carnudo, en sus prietos muslos. Su imaginación recorre como una araña los rincones del cuarto sin ventanas y de paredes de adobe en el que se figura a la mujer durmiendo. Palpita de regocijo y sonríe. En su confusión no ha decidido qué quiere hacer cuando recobre la libertad: si matarla o perdonarla. «El tiempo es sabio», dice abotonándose la bermuda; pero su talante de asesino reprime los buenos deseos. Del megáfono oye el segundo llamado del guardia y luego el murmullo de los reclusos en el patio. Estira su mano hacia atrás bajando la palanca del retrete, abre la puerta del compartimento y sale dejando tras de sí un vaho apestoso que sube de la cañería e inunda el baño colectivo.

En el suelo del patio, haciendo la fila, escupe el mondadientes triturado. Han dicho su nombre y el hombre, grueso y de baja estatura, levanta el brazo. Otro tipo joven y lampiño, ubicado al costado derecho, se aleja dos pasos. Es «el Jefe», le han dicho al nuevo recluso, «el Jefe».

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Blacho Diaz
quiasmo
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Escritor no profesional… pero escritor al fin y al cabo. Nenhum escritor profissional … mas escritor depois de tudo.