La chica del museo

Martín Tacón
quiasmo
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5 min readJun 18, 2020
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Hay historias que se niegan a ser contadas. Este es un relato que siempre quise escribir, pero por motivos diversos no encontraba la forma de llevarlo a buen puerto. Está basado en una serie de casualidades que viví, y la razón por la que no pude escribirlo antes es que la historia no tenía un final. Era un suceso inconcluso. Pero este año ocurrió algo inesperado, algo que dio por cerrado el círculo.

En 2016 viajé a Europa. Visité varios países: Italia, Francia, España, Inglaterra. El recorrido de mi viaje acabó en Londres, una ciudad que me recibió de manera hostil: la gente no me entendía, yo no los entendía a ellos, no conseguía cambio de euros a libras y hacía un frío terrible a pesar de que era verano. Tuve muchas dificultades para llegar a mi hotel en la estación Victoria desde el aeropuerto Gatwick. Me indicaron un tren que no era, perdí tiempo yendo de un lado a otro… La pasé fatal.

Al día siguiente decidí internarme en un museo. Fue en el National Gallery, un museo que admiré por su variedad de pinturas; tiene obras de Van Gogh, Leonardo Da Vinci, Botticelli, El Greco, Rembrandt, Monet, Goya, Cézanne, Renoir. Me dejé perder por sus pasillos y amplias galerías, que son laberínticas. Había muchos turistas. Entre el inmenso público, lo que más llamó mi atención fue la cantidad de estudiantes de arte, jóvenes e incipientes artistas que llevaban sus propios lienzos al museo, sus pinceles y sus acuarelas, buscaban algún banco o un rincón en el suelo y se sentaban a pintar. Copiaban los cuadros que veían. Cada uno con su estilo, con sus colores, como una forma de ensayar la técnica de su autor favorito.

Después de cruzar uno de estos pasillos, en una sala circular, una artista captó especialmente mi atención. No era como los otros aprendices: esta chica pintaba como una profesional. En realidad, no pintaba, sino que dibujaba, con una técnica de plumilla y tinta, con trazos extremadamente finos y minuciosos. Dibujaba sobre una cartulina a gran escala que tenía en el regazo, con un cuidado del detalle digno del mejor trabajo de orfebrería. Estaba copiando un cuadro de Joachim Beuckelaer, titulado “The Four Elements: Air”; una pintura de dos mujeres en primer plano con aves y canastas de huevos en un mercado.

El cuadro, su mano posada levemente en el dibujo, sus ojos absortos en la pintura… Me pareció una escena perfecta para una foto. Me posicioné a su espalda (ella estaba sentada en el centro de la sala circular), enfoqué su dibujo, su perfil, y me aseguré de que apareciara el cuadro de Beuckelaer. Tomé la foto y después seguí recorriendo el museo hasta olvidarme de la joven artista.

En el ala de las pinturas impresionistas, descubrí los cuadros de los magníficos Van Gogh, Monet y Renoir. Un cuadro se destacaba de la mayoría y me detuve a observarlo. Me impresionó el relieve, la carga de pintura en el lienzo. Era una pintura de Monet. Le hice una foto macro de un detalle en una esquina en la que se mezclaban los trazos verdes y violetas. Saqué la foto y di por terminada mi visita en el museo.

Recorrer museos es agotador; nada más salir a la calle busqué una cafetería cercana. Encontré una mesa cómoda en el Caffé Nero, frente a Trafalgar Square, contra un ventanal con vista a la famosa columna de Nelson y la fachada del National Gallery. Recuerdo la escena con exactitud: unos chicos al otro lado del vidrio jugaban con una varita mágica de Harry Potter. Mientras tomaba mi café y comía un muffin de chocolate, dediqué un momento para revisar mis fotos y elegí una para publicar en mi Instagram. Elegí la foto macro del detalle del cuadro de Monet. La publiqué con diferentes hashtags y luego dejé el teléfono en paz. Al poco tiempo, empecé a recibir notificaciones de likes en mi foto de personas que yo no conocía. Soy curioso, quería saber quiénes eran esas personas. La mayoría parecían ser simples fanáticos del arte. Menos uno de ellos. Uno de esos likes era de un artista. Entré a su perfil. Allí descubrí muchísimas fotos de dibujos a plumilla y tinta, dibujos de trazos delicados y precisos. Dibujos muy similares a los de aquella joven artista que yo había fotografiado antes. En una rápida indagación, ¡descubrí que era ella! Se llamaba Olivia Kemp y era una dibujante londinense.

Yo había visto a esa artista unas horas antes y de pronto ella likeaba una de mis fotos. Terminé mi café y volví al museo (en Londres los museos son gratuitos). Necesitaba hablar con ella, contarle lo que había ocurrido. Recorrí los intrincados pasillos, me perdí por laberínticas galerías, hasta encontrar la sala circular. Ella seguía ahí, sentada en el mismo sitio. Me di cuenta en ese momento que tenía que hablarle en inglés. Le toqué el hombro y le dije lo primero que me salió. Se lo dije muy mal y creo que no me entendió. Me frustró muchísimo no poder explicarle la coincidencia. La conversación fue un fracaso. Dejé que creyera que fue una confusión y me largué de ahí.

Muchos años después, en 2020, esta joven artista (a la que yo seguía en Instagram; sabía que se había casado y se había mudado a las afueras de Londres, había adoptado un perro, exponía sus obras en museos y había cobrado cierto renombre en las altas esferas del arte británico) hizo una publicación en stories de su dibujo del cuadro de Beuckelaer. Compartió una sucesión de fotos de su dibujo en proceso, tomadas dentro del National Gallery, en los mismos días que yo la había visto. Mirando las fotos con detenimiento, ¡descubrí que yo aparecía en una de esas fotos! Estaba de pie a un costado de la sala circular, contemplando un cuadro. En la publicación, ella decía que extrañaba las épocas en las que se dedicaba a visitar museos y dibujar con libertad, sin el azogue del tiempo y los tormentos de la vida.

Yo aún conservaba mi foto, y decidí enviársela. No tenía motivos ni esperanzas. Creí que no vería mi mensaje. Pero me equivoqué: a las pocas horas me respondió. Estaba sorprendida. Mi foto había capturado parte del proceso, que era exactamente lo que ella necesitaba para enseñar su desarrollo artístico. Me dio las gracias y dijo: “Your picture closes a perfect circle”.

De estas increíbles coincidencias está compuesta mi vida. Mi ojo literario, entrenado, comenzó a distinguirlas con normalidad. Aprendí que estos milagros cotidianos son pequeños resquicios que surgen a veces en las grietas de la realidad y nos permiten, durante un breve instante, ver en funcionamiento el aparato invisible que hace girar las ruedas del mundo. Aconsejo seguir a Olivia Kemp, que es una magnífica dibujante. Yo, mientras tanto, me quedaré pensando en la idea del perfecto círculo: la historia inconclusa que, tras una concatenación de casualidades, quedó al fin cerrada.

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Martín Tacón
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A veces escribo - Editor de Quiasmo: (https://medium.com/quiasmo). Instagram: @martintacon