La colombiana

Martín Tacón
quiasmo
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43 min readJun 29, 2018

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En agosto de 2012 tuve un affaire con una colombiana. Decir affaire es tan incorrecto como aventura o revolcón, conceptos inexactos en esta historia, porque tener sexo con una desconocida con quien crees haber fraternizado un poco no merece un trato tan diminutivo. La expresión «tener sexo» sería, también, desacertada, siempre que el acto sexual siga siendo aceptado independientemente del lado del que uno lo observe, si es que verdaderamente la colombiana se convenció de algo esa noche, o peor, que yo siga creyendo haberla convencido. Lo cierto es que la colombiana y yo nos acostamos, nos dedicamos las últimas horas de mi estadía en Buenos Aires y nos dejamos sin despedirnos como quien abandona un restaurante o entrega las llaves de una pieza de hotel.

Conocí a la colombiana en un Estudio Internacional de Tango. Primera verdad que debe ser dicha: no bailo tango y aunque sí me gustan los bailes y admiro a los prodigiosos en ese arte, no soy un gran bailarín. Llegué a Buenos Aires con el primer vuelo de la mañana y una humedad infernal me recibió en plena cara nada más poner un pie bajo el avión. Segunda verdad: no es que yo suela frecuentar estudios de tango o cosas similares, es que, a veces, el llamado de los amigos puede más que la propia voluntad. La capital estaba fría, la gente correteaba impaciente por todas partes, y el cielo, ancho y plomizo, prometía fuertes precipitaciones. Tercera verdad: yo no soy de los que usan paraguas, pero una vez leí una frase que decía: «No hay que desentonar en la jungla cinética y mimética». Caminábamos entonces mi paraguas y yo por avenida Córdoba, con el gabán inglés que me había regalado mi padre, a paso firme, disimulando la curiosidad de los ojos para no delatar mi carácter provinciano. Simulaba ser un porteño más en la ciudad de la furia, donde nadie sabe de mí y yo soy parte de todos… Buscaba la calle Jufré. Recordaba la avenida Raúl Escalabrini Ortiz de mis tiempos de estudiante, y caminé cinco calles más: Lerma, Castillo, Loyola, Aguirre, Juan Ramírez de Velasco. En un escaparate de revistas, un tipo gordo me dijo: «No, che, Jufré es para el otro lado; cuatro cuadras». Así que volví por donde venía, rezongando por lo bajo, crucé de vereda y lo encontré, contra un tupido jacarandá, borroso y prácticamente ilegible, el cartel de «Jufré 1600 a 1500».

Tapicerías, vidrierías, «técnicas vitraux y Tiffany», talleres mecánicos, orfebrerías, ofrecían una visión nostálgica de un Buenos Aires pretérito. Un venta y alquiler de DVD rompía la hegemonía ochentosa, y desde la ventana pregunté por las calles Julián Álvarez y Lavalleja. «Solamente una cuadra, flaco, derecho» me dijo el propietario. A medida que uno se aleja de las calles céntricas, la ciudad se vuelve más baja y modesta, el ajetreo y las prisas se van disipando en las gentes y también es cierto que su actitud cambia gratamente en una suerte de modales fraternales. Creo que yo también fui parte de ese cambio paulatino, absorbido por la humedad y extasiado por el túnel del tiempo bonaerense, tan lejos de mi casa. Yo también cambié, lo supe en el momento en que bajé la mirada, exactamente a media cuadra del domicilio que estaba buscando, y cruzando una calle desierta sentí por primera vez el aroma del guiso criollo, del locro con pan caliente de la abuela. Antes de darme cuenta noté que mi paraguas era mi tercera pierna, o mejor dicho, mi bastón de apoyo, ayudándome a evitar los obstáculos que adquieren las veredas en los barrios. No podía ser yo ese personaje patético, envuelto en un halo de estímulos disimulados, de miradas escondidas tímidamente. Pero era yo — ¿qué duda había? — , tocado por la varita de los viajantes, con la gracia de quien no desentona en la jungla cinética y mimética.

Estaba cerca; la calle Jufré se abría ajena entre vehículos estacionados. El silencio de las tres de la tarde. Las veredas desiertas. De pronto levanté la mirada, movido por la única forma humana visible a mi alrededor, y vi a una muchacha, de pelo corto y alpargatas, eludiendo árboles, cordones y canteros hasta desaparecer por un pequeño portal. La seguí discretamente, sintiéndome un poco como Alicia y el conejo, con el gabán, mi paraguas de bastón de apoyo. De pronto, oh diosa de las casualidades, aquel era exactamente el lugar que yo estaba buscando. Detrás de una puerta cancel, atravesando un largo zaguán, entre tapias cubiertas por enredaderas y una profusión de macetas de coloridas azucenas, el Estudio Internacional de Tango abría sus puertas al mundo. ¡Con qué gratitud me saludó mi amigo Dante! Él nunca creyó que yo, ignorando los signos climatológicos y las repentinas fallas de las compañías telefónicas, fuera a acudir raudo y sin demoras a su invitación. No podía culparlo, tenía razón: según los noticieros y algunos periódicos porteños, Capital Federal sería atosigada por un aguacero de ciento veinte milímetros y tormentas eléctricas provocando intermitencias en las señales telefónicas. Tanto en las radios como en la televisión, en las escaleras mecánicas de Aeroparque y en las cintas para el equipaje, en las colas de los taxis e incluso los asientos del colectivo, no se hablaba de otra cosa que la fuerte tormenta que estaba pronosticada para esa tarde.

«¡Qué hacés acá, chabón!», fue la primera reacción de Dante. Sí, para mí también era extraño pensar que tan solo dos horas atrás me encontraba a dos mil kilómetros de distancia, en otra parte del sur inhóspito, en un rincón más desolado y triste. Nos abrazamos como viejos amigos, intercambiamos estados de ánimo, actualidades laborales y situaciones sentimentales. Dante Bacher (apócope artístico de su verdadero apellido, de origen alemán) administra el estudio de tango que su padre le dejó al morir, y lo hace admirablemente. Cuando nos quedamos callados, él sonrió y me lanzó una palmada en la espalda. Noté en él la templanza de siempre, que se sumaba a los recuerdos de otros años, y yo, con mi gabán y mi paraguas, volví a ser el de antes. «Llegás justo para mi primera clase», dijo. Sentándome en una improvisada butaca de mimbre, asistí al increíble arte de la enseñanza del tango. No podía creer que después de tantos años de amistad, esa fuera la primera vez que lo veía haciendo lo que realmente ama. Unas siete u ocho parejas bailaban al ritmo de Enrique Santos Discépolo. Si yo pudiera, como ayer, querer sin presentir… La muchacha de pelo corto que había perseguido al llegar calzaba unas alpargatas descocidas y bailaba con un asiático alto y arrugado de rasgos acentuados. Ya encanecidas mis sienes, pero el verano en mis sueños… La sala donde bailaban era pequeña (verdaderamente pequeña, las parejas se molestaban unas con otras, parecía incómodo) y estaba decorada con espejos y pequeños cuadros con discos y firmas y fotografías por todas partes. Todo es igual, nada es mejor… Y un poco entre la incomodidad del cuarto, de la humedad fundida con el sopor que se hacía presente en las axilas, el yira… yira… de Discepolín acentuado en los agudos, el taconeo incordioso de los zapatos en las traviesas rústicas del suelo, allí mismo, contra las inclemencias del tiempo y Buenos Aires, allí nacía el tango.

La tormenta se desató afuera. Su furia se sentía contra las chapas de la techumbre. Tomamos mates en ronda, al amparo de un alerón que nos salvaba del diluvio. Poco a poco fui conociendo a los alumnos de Dante, seres increíbles de todas las etnias imaginadas, de todos los puntos de la Tierra, de Venezuela, de Canadá, Japón, Holanda, Colombia, República Checa. Intercambiamos dialectos, nos entendimos a base de señas y buena voluntad. Éramos muchas personas: una señora añeja nacida en la provincia de Catamarca, sentada en una silla contra la pared mirando el golpeteo de las gotas contra las baldosas, moviendo la cabeza al son de la radio. Lo particular en ella era que no le entendía nada de lo que decía ¡a pesar de ser argentina! A su lado, una mujer que adiviné japonesa por su acento (en Buenos Aires abundan los chinos y es fácil confundirlos). Junto a ella, el asiático alto de rasgos acentuados, pelo bruno y áspero como la hojarasca, parecía disfrutar de la humedad en chancletas y pantalones cortos. Enfrentada a un espejo, una holandesa rubia, tan rubia que desaparecía contra la luz. La holandesa dialogaba vehementemente con otra mujer, una canadiense de unos 45 años, de arrugas profundas y piernas estrechas como las patas de una cigüeña. Le seguíamos Dante, cebando los primeros mates de la tarde, y yo, sentado en mi improvisada butaquita de mimbre. A mi lado, sobre un puff en el suelo, mi colombiana, la muchacha de pelo corto que había visto al llegar. Estaba descalza y sonreía siempre, con unos labios rojos furiosos carmesí estirados de oreja a oreja. Ella era parte de un grupo de cuatro colombianos: una mujer de unos 33 años, petizona, caribeña, de tono elevado pero muy divertida; un tipo de unos 29 años, de barba y bigote al estilo Bob Marley, bajito, profesor de tango en el instituto; y otra muchacha rubia, muy bonita, de Cali, que, según supe después, era la pareja no declarada de Dante. La personificación del silencio venía desde un rincón, un morochito tímido y larguirucho, oriundo de Venezuela y mudado con sus padres a Banfield a la edad de nueve años. Él no tomaba mates. La última integrante de la ronda era una mujer de aproximadamente 35 años, de tez muy blanca y pelo azabache, delgadísima, ojos árabes, porteña y silenciosa.

Por alguna razón, yo fui el centro de atención. Claro, el amigo del profe, el que venía del sur argentino, de la fría, distante y siempre querida Patagonia. El de lejos. El distinto. Y era ridículo que pensaran así porque de ninguna manera podía sentirme especial entre tantas personalidades fantásticas, contra tanto mundo y tanta cultura. Hablamos de todo. Supe de Quebec y Montréal, de Rotterdam y el consumo ilegal de cannabis «fuerte» (o sea con más de 15% de tetrahidrocannabinol, conocido como THC) en los coffee shops de los Países Bajos, interpreté el dialecto hispano-asiático expresado a duras penas, imaginé Bogotá y las hamacas paraguayas colgando como péndulos entre los cocoteros, y fantaseé el obelisco de la 9 de Julio a espaldas de Anita, la porteña de tez pálida, bailando un tango lento y febril con el asiático de rasgos acentuados. Hubo una misteriosa plática entre Dante y la japonesa; nadie entendió absolutamente nada, puedo asegurarlo, pero fue divertidísima. Estaba claro que Dante se esforzaba en comunicarse lo mejor posible con sus alumnos.

Afuera la lluvia era inclemente. Las azucenas se torcían hasta aplastar sus pétalos contra la tierra. Las canaletas del desagüe estaban anegadas y el agua chorreaba como grandes cataratas por los bordes de los alerones. La señora añeja y catamarqueña apagó el ventilador de pie. Un escalón nos salvaba de cualquier inundación posible en el patio interior, algo que hubiera sido desastroso y hubiera provocado la huida masiva del grupo en busca de nuevos refugios. Dante, con un rítmico y generoso cebado de mates amargos, se había puesto la capucha y dirigía la batuta de las conversaciones. Entonces empezaron a hablar las colombianas: que cómo de majo debe ser ver las ballenas allí en la Patagonia, dijo la petizona caribeña, ¿y son así bien guapetones los pingüinos, o no?, preguntaba mi colombiana, calla, Angélica, que los pingüinos están más al sur, decía la rubia, pues por eso, Diana, estamos hablando del sur, ¿o no?, de manera que mi colombiana se llamaba Angélica, sí, tonta, pero creo que el chico vive en la Patagonia norte, insistía la rubia, sí hay pingüinos, aseveré yo, ¡ves que sí hay!, sonrió mi colombiana sacando la lengua, qué chimba, suena bien bacano, agregaba la caribeña, pues se me hace que debe hacer mucho frío, decía mi colombiana, y yo sí, muchísimo, y Anita apareciendo desde el otro cuarto ¿qué, allá es invierno, che?, ¡cómo va a ser invierno, bruta!, esgrimía Dante, oh I’m pretty sure it’s summer, comentó la canadiense, exacto, es verano igual que acá, añadí yo, la rumba se pone bien chévere, me imagino, preguntaba la caribeña, no tanto, contesté yo, prefiero la fiesta porteña, posta, dijo Dante, siempre la porteña, dijo Anita, タンゴを踊る、私と一緒に誰ですか, profirió la japonesa, esperá, che, que busco un disco, dijo Dante, yo prefiero la rumba de Bogotá, tú sabes, dijo mi colombiana, la gente es más bacana y menos violenta, uy sisas ñero, dijo Bob Marley, es la madre de jodida esta puta ciudad, qué va, este puto país, dije yo, I agree, infirió la checa, ¿allí también está violenta la cosa?, dijo la caribeña, es todo lo mismo, respondí yo, no dejamos de ser harina de un mismo costal, y Bob ahí sí le has dado, ñaco, ya ves que es súper majo el combo, ¿el qué?, pregunté yo, el grupo, los amigos, etcétera, explicó la rubia, ah, agradecí, bueno gente chula, pues como que va raspando la hora y la milonga ya se acaba, dijo Bob, ahí se ven, chaucito, saludó la caribeña, mañana vení temprano, che, no te hagas el boludo, espetó Dante, te andas equivocando de cuate, mi buen amigo, fue lo último que dijo Bob antes de irse.

Poco a poco comenzaron a desaparecer algunos de los integrantes del grupo. La señora añeja se había marchado sin darme cuenta. El venezolano del rincón había desaparecido misteriosamente. Anita de tez pálida y el asiático de rasgos acentuados ensayaban un tango apasionado en soledad y sin música en la otra sala. Se oían las suelas de las alpargatas deslizándose sobre el parqué. El baile de Anita era lánguido y sensual. Algunos se ponían de pie, sin dejar de hablar, empezando a irse. Pero era solo una ilusión: nadie se estaba yendo, de pronto se calzaban sus alpargatas y formaban parejas, Dante ponía un disco de Tita Merello, hace tres años que estoy en esa pieza…Las colombianas practicaron una danza desprovista de género antes de hundirse a fondo en el compás de la milonga. Me queda poco hilo en el carretel… «¿No vas a bailar?», preguntó mi colombiana desde lo lejos. Yo estaba cansado de viajar, de caminar las calles de Buenos Aires fingiendo ser alguien que no era, estaba cansado de sentir la humedad en los huesos, de escuchar la lluvia sacrificándose contra las baldosas. Estaba cansado. Y en ese cuarto había otra energía que me movía el alma, las cosas de adentro, mientras mi esqueleto reposaba y el oído dale música, dale movimiento, el tango lento, los pies sobre el parqué, los zapateos acá y allá, las manos femeninas en los hombros masculinos, el pañuelo en la garganta, guapos todos, mi gabán de otra persona, mi paraguas estúpido. Me senté a mirarlos (con mi banquito de mimbre, siempre mi banquito de mimbre) desde afuera, bajo el alerón que nos cubría de la lluvia. Anita se acercó a preguntarme un montón de cosas que yo contesté de pura amabilidad. Anita era muy linda, su tez pálida resaltaba contra su pelo negro y ojos oscuros, pero era bella y no pude evitar fijarme en la inusitada complicidad que mantenía con el asiático de rasgos acentuados. Adiviné una pareja, imaginé a Anita en brazos del asiático, apretándola contra la cabecera de la cama, sujetándola de los senos y el cuello, haciéndola gemir dulcemente como la puta que era, como un buen tango de la muerte y el amor.

En fin, que cuando uno ama lo que hace, lo hace a pesar del tiempo y la desgana. Se me hicieron eternos los últimos minutos en el instituto, una parte de mí reclamaba una cerveza fría y un tarro de maní salado. Pensé: «¿a dónde voy cuando esto se termine?». Buenos Aires me vería corriendo contra las paredes de sus calles bajo los balcones y la lluvia extenuante, buscando algún taxi desocupado que me lleve, que me lleve a… ¿a dónde? Como si acaso ese viaje hubiera tenido algún sentido, como si mi tiempo no valiera una mierda y decidiera entonces — porque, lo mismo, a quién le importa — hacerme un viajecito bien canchero a la capital, miralo al pibe, se va solo, se toma el palo como quien no quiere la cosa. Pensé: «¿qué estoy haciendo en este lugar?» Pero, sobre todas las cosas, pensé: ¿por qué vine a Buenos Aires?

Alguien mencionó algo de ir a tomar cervezas por ahí y a mí me volvió el alma al cuerpo. Los pies por fin sobre la tierra. La lluvia había cesado un poco y era la oportunidad perfecta para salir. Dante cerró la puerta cancel que daba a la calle, se repartió las llaves con Anita y el grupo se separó. Caminamos rápido bajo los árboles y los balcones, con las tres colombianas y Dante, esquivando charcos y baldosas sueltas. Con el velo de la neblina y la humedad las calles habían perdido el tinte ochentoso y ahora eran, simplemente, calles, calles de una ciudad atosigada por las inclemencias climatológicas. Buenos Aires tiene eso, de pronto te atrapa en un bucle temporal y no hay quien te salve, no hay un alma que te arroje un maldito salvavidas. Así estaba nuestro camino, no se veía un cuerpo a la redonda. Caminamos rápidamente por tres cuadras mojándonos apenas y fuimos a parar a una cafetería ubicada en la esquina de Lavalleja y Loyola, pleno barrio Villa Crespo.

Había parado de llover. Nos sentamos en una mesa redonda, a la sombra de un toldo verde. Decir a la sombra es una expresión, porque no había visto el sol en todo el día desde mi llegada a Buenos Aires y, según los anuncios meteorológicos, no habría cielo despejado hasta la próxima semana. Cuarta verdad que debe ser dicha: me gusta caminar bajo la lluvia, pero detesto el frío y llegar a casa con los calcetines mojados. Nos sirvieron cerveza y maní salado. ¡Alguien había leído mi mente! Así pude ver mejor a Angélica, mi colombiana. Tenía la cara blanca, las cejas gruesas y levantadas, la frente plana, el pelo corto castaño como las avellanas o el whisky escocés. Seamos honestos: la colombiana no era especialmente atractiva, ni valía su peso en oro, ni en marfil, ni en libras esterlinas, ni en cambio para el bondi de Retiro a Once. Tenía los ojos tristes, la sonrisa fácil, y era la única persona a la vista que llevaba los labios pintados. Nos dirigimos la palabra sin interrupciones por primera vez. Su boca nunca dejaba de hablar y de sonreír. Tanto Angélica como la otra colombiana, Diana, compartían el amor por el tango y la nacionalidad. Nada más. De vez en cuando cruzaban palabras casuales y tragos de cerveza, pero su relación, según analicé, era más bien vaga. A mí me pareció que Diana trataba a Angélica como una tonta. Me saqué ese pensamiento de la cabeza y me dediqué a cruzar palabras con Dante. Le conté de mi situación laboral — mal, mal — y amorosa — tanto peor — . Supe de la salud de su madre que sobrevivía en una quinta en la localidad de Tigre. También me reveló su intención de crear un programa radial bajo el nombre «Radio Tomada», en honor al destacado cuento de Julio Cortázar.

Cuando la camarera se acercó para traernos otra cerveza, miré hacia la puerta del local y examiné el interior, un cafecito modesto con seis o siete meses repartidas cerca de los ventanales, limitado de espacios como todo bolichito de barrio, un solo cliente leyendo La Nación, dos puertas que supuse darían a los baños, una pared amplia con una pequeña vitrina que ofrecía algunos vinos blancos cosecha especial mendocinos, y un tipo acodado sobre la barra, con una boina y la barba sin afeitar. Me pregunté por qué ese tipo — que con toda la suerte sería el propietario del local — tendría esa cara de espárrago, tan estresada, aburrida, como si todos los días vinieran clientes tan variados como el nuestro. En ningún caso la propina podría ser peor que la de los borregos mocosos irresponsables que recibiría ese localcito de media pinta todos los santos días. Algo andaba mal en todo eso. No hay seriedad que resista la irrupción de la cultura. Yo mismo me sentí extasiado y más de una vez, apretando fuerte los ojos, me pregunté si todo eso era verdad. Y me pregunté, también, con lo fácil que era a esas horas bajo la lluvia y el fluvial de cerveza en la sangre, si no sería verdaderamente así como debía vivir. No, algo seguía estando mal. Mi llegada al Estudio Internacional de Tango, el paraguas y el gabán, la colombiana, el grupo de extranjeros fantásticos, el aguacero inclemente, la camarera que ahora se acercaba con el ticket de la cuenta. Entonces sí, entonces era verdad, yo también había cambiado. Pagué.

Nos pusimos de pie y nos despedimos. «Chao chao», dijo mi colombiana. Un corto abrazo cerró el pacto tácito de volver a vernos algún día. Los vi alejarse hasta perderse por la avenida Estado de Israel. Caminé parapetándome contra las paredes al resguardo de los balcones y los árboles. Julián Álvarez, Aráoz, avenida Raúl Scalabrini Ortiz. Me sentí solo caminando y buscando un taxi. A esa hora y con esa lluvia no andaba un alma por las veredas. Tampoco circulaban taxis. Vi una garita de colectivos. Sin cola. Hurgué mis bolsillos. Dos pesos con cincuenta. Esperé el colectivo pensando en el tango. Alcé la mano. Subí la escalerita. Pedí uno de ochenta. Me senté al fondo, contra la ventanilla. Único pasajero a las seis de la tarde.

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Vi por segunda vez a la colombiana en el Estudio Internacional de Tango. Fue una semana después, luego de pasar cinco días en La Plata saludando a los amigos y destinando mis horas libres a la búsqueda de librerías secretas. Secretas no es un adjetivo gratuito en ciertas librerías argentinas, todas ellas subterráneas y ocultas de la luz diurna, ahora que los avergonzados amantes de la lectura esconden sus hábitos lejos de los ojos de la gente.

De vuelta en Capital, mi prima, en un acto caritativo, me entregó las llaves de su departamento para pasar las últimas noches de mi estancia en la ciudad. El departamento se ubica sobre la lujosa avenida Coronel Díaz, frente al boulevard Charcas, a tres cuadras de la avenida Santa Fe y a cinco del Shopping Alto Palermo. El departamento estaba equipado y tenía todo lo indispensable para vivir sin moverse durante cinco días. La noche anterior (después de entregar la tarde entera a un paseo didáctico por la librería El Ateneo Grand Splendid, mi favorita en todo el mundo) no había podido pegar un ojo. Recuerdo que bajé a la calle con la intención de comprar comida rápida en los bolichitos que abren hasta tarde. El cielo nocturno, resplandeciente por los fulgores de la gran ciudad, estaba calmo y las calles brillaban por la humedad. Caminando entre las penumbras me asomé a mirar las noticias por los ventanales de un restaurante. Los pronósticos seguían anunciando fuertes lluvias y tormentas eléctricas; en el barrio de Lanús, un rayo había fulminado un árbol y en la autopista ráfagas de viento de 120 km. por hora habían derribado un camión que transportaba naranjas a alguna parte del conurbano. Yo no fumo, pero presentí que un cigarrillo me daría un poco de alivio en la soledad de la noche. Compré un atado de Phillip Morris mentolados y dos empanadas gallegas gigantes, en la esquina de Bulnes y República Dominicana. Decía que esa noche no pude pegar un ojo. La algazara de una fiesta en alguna parte del edificio parecía llegar sin dificultades hasta mi departamento, robándome el sueño. ¡Qué fenómeno más increíble la acústica! Es increíble imaginar que el sonido se aferra a la materia, se filtra por los tubos y las cañerías, repta por la estructura del edificio, piso por piso, y llega hasta nosotros, justo donde uno está sentado fumando, reposado contra la pared. En un momento de la noche alguien, una mujer, seguramente alguna vecina que no podía pegar el ojo como yo, gritó desde su ventana: «¡Bajen la música, pendejos de mierda!». El sueño impedido me dio ganas de mirar tele, así que me levanté, abrí la segunda puerta de la habitación (una puerta casi secreta, secreta e inútil) que da al comedor, desplacé el televisor hacia la habitación y me tiré en la cama a ver la tele como un rey. Durante ese tiempo de insomnio forzoso pensé en mi vida, en el trabajo, en qué sería de mí en el futuro cercano, pensé en el pasado, pensé en mi casa. De buena gana me hubiera puesto a llorar, y así lo hice. Me acosté con el corazón apretado en un puño. Cuando, por fin, la música se apagó y los gritos cesaron, aún, afuera, algunas gotas suicidas alcanzaban a elevar el estallido de su muerte hasta el séptimo piso en el que estaba.

Por la mañana me levanté sobresaltado por cosas que había soñado, imágenes imprecisas llenas de sudor y nostalgia. Desayuné liviano y bajé a la calle. Revisé mis bolsillos: algunas monedas, un pasaje de Subte, un atado de cigarrillos, un recibo de compra. Dirigí mis pasos a la primera parada de colectivos. El principal destino en mi itinerario era la avenida Corrientes con el objetivo de visitar las librerías de Paseo La Plaza y efectuar un paso fugaz por el obelisco de Buenos Aires. Busqué un asiento libre en el colectivo. En ese momento recordé la cara de Anita, acercándose despacio hasta mí para preguntarme al oído un montón de cosas que yo contesté de pura amabilidad. Volví a imaginármela de espaldas contra la cabecera de la cama, dolida por la respiración áspera del asiático de rasgos acentuados que no dejaba de apretar su cuello mientras la hacía sentir una verdadera mujer. Estiré mi brazo, empujando a dos mujeres que dialogaban desenfrenadas, y toqué el timbre de bajada. En avenida Córdoba busqué la intersección de Raúl Scalabrini Ortiz. Luego la calle Jufré. Aráoz. La calle fría y desierta, Julián Álvarez, el olor a mondongo, mi gabán inglés y el paraguas, una muchacha de pelo corto esquivando árboles, cordones y canteros. Y mira, uno pensando que las casualidades no existen y de pronto ¡plaf!, la vida te da vuelta la cara como una media.

— Ey, chico de la Patagonia — pronunció la colombiana.

— ¡Colombiana! — dije yo, riéndome un poco al darme cuenta que no recordaba su nombre.

— ¿Qué haces tú otra vez por aquí? ¿Te has decidido a bailar tango con nosotros, eh?

— No — dije, rotundamente — . Lo único que decidí es que no podía irme de Buenos Aires sin verlos bailar por última vez.

La colombiana sonrió estirando su gran boca carmesí y se apretó a mi brazo. Sentí la amistad de la colombiana recorriendo mi mano, que estaba desprotegida de la humedad de la tarde, sentí unas orugas pequeñas y calientes aferrándose a mis dedos, y también sentí la confianza que se tienen dos personas a las que les ha bastado compartir un momento de charlas y cervezas a pesar de la enorme desventaja de haberse visto dos veces en la vida. Con la colombiana apretada a mi brazo, volví a sentir que algo en mí había cambiado. Caminamos juntos hasta el Estudio Internacional de Tango. Dentro nos recibió un grupo reducido. Anita no estaba. Tampoco el asiático de rasgos acentuados. Faltaban el venezolano, la japonesa, la holandesa y la canadiense. También la señora añeja nacida en la provincia de Catamarca. La colombiana petizona y caribeña estaba en el cuarto a oscuras practicando alguna figura en soledad. Bob Marley me vio y dijo: «¡Compadre, qué bueno verte de vuelta en este nicho milonguero!». Dante también se sorprendió de verme. Los encontré sentados en círculo en el patio central y dialogando, con un tanguito sonando por lo bajo. Por lo que pude notar ese día, el Estudio dedica horas para bailar y también horas para el recreo. Mirando los pies de los presentes me pareció que ya habían bailado tango o que, en todo caso, bailarían tango en cualquier momento. Pero no bailaron tango. Hablamos durante un tiempo hasta que alguien se ofreció para ir al almacén de la esquina a comprar pan y fiambre, pero antes de que nadie reaccionara, Dante, poniéndose de pie de un solo brinco, dio un paso hacia el centro del círculo y dijo a los presentes: «Yo digo que Camilo (así se llamaba Bob) se cope con unas birras y vamos todos para su casa». El sí fue rotundo y unánime.

Tomamos un colectivo en la avenida Estado de Israel. En el colectivo casi vacío ocupamos la última fila de asientos. La colombiana se sentó a mi lado, apretándome sutilmente contra la ventanilla. Una vez más me pareció que ella se estaba tomando demasiado bien aquella confianza surgida de las casualidades y los momentos compartidos. Su mano se apoyó sobre la mía y confirmé mi presunción de que le pasaba algo conmigo. Esa mano no podía estar ahí de casualidad. Que dejara reposar su mano sobre la mía iba más allá de mi costumbre y mi manera de tratar a las mujeres. Tuve la impresión de que esa mano, que atesoraba mis dedos como pequeñas reliquias, acataba una orden de la necesidad, o tal vez de la tristeza. En el reflejo de la ventanilla pude ver su perfil y la curva de su sonrisa, el carmesí furioso de sus labios pintados, sus ojos de mirada triste mirando hacia alguna parte. Fue difícil asemejar que la misma conciencia que dominaba esa mirada hubiera cometido la equivocación de apoyar una mano sobre la mía. No quise ser grosero, entendiendo que doblegarme al pacto silencioso que latía bajo el calor de nuestras manos pudiera suponer un malentendido, de manera que aguardé un viraje del colectivo para recuperé la libertad de mi mano. Una vocecita tarareaba un tango vertiginoso: Vivimos revolcaos en un merengue y en un mismo lodo todos manoseados…Dante dirigía las conversaciones desde un asiento delantero, reclinado como un niño pequeño en los hombros de Diana, la otra colombiana. Bob y la caribeña se abrazaban fraternalmente y comenzaban a cantar un tango de los cincuenta. También mi colombiana empezaba a cantar, tocándome de cuando en cuando con el codo y frunciendo la nariz para incitarme a seguir la letra con ellos. Por la ventanilla pude ver los estragos producidos por el clima, los vehículos improvisando giros y maniobras audaces para evitar las lagunas que se habían formado tras tantos días de lluvia. Vi a la gente correteando por las veredas escapando del agua, vi a los tipos que subían y bajaban de nuestro colectivo apresuradamente. A lo lejos, frente a las puertas de un comercio, me pareció ver que unos malvivientes reducían a golpes a un hombre en el suelo, le quitaban algo de las manos y se iban corriendo sin mirar atrás. El coro seguía cantando. Siglo veinte cambalache problemático y febril, el que no llora no mama y el que no roba es un gil… Pronto caí en la cuenta de que no tenía la menor idea de dónde estábamos yendo. Dante también cantaba. Todos los del grupo cantaban. Una señora en los asientos delanteros giró completamente la cabeza y me clavó los ojos encima. La cordura prevalecía en aquellos que no cantaban, es decir, el resto de pasajeros en ese colectivo 118 de Paternal a La Boca, sin embargo me sentí avergonzado de ser aquel que no cantaba en un grupo de gente que cantaba. Era como una matrioska: lo absurdo dentro de lo absurdo. Por fortuna nuestra parada llegó pronto, antes de que me lanzara heroicamente a entonar una estrofa, y nos bajamos en alguna parte del gran Buenos Aires.

Bob Marley vivía en un departamento ubicado en el segundo piso de un edificio de fachada discreta frente a un supermercado chino que abría las 24 horas. El departamento tenía un living comedor amplio, una cocina, un baño, dos habitaciones al final de un pasillo, y estaba terriblemente desordenado. Olía a marihuana por todas partes. Sobre una repisa de caoba, entre estatuillas de bronce y un montón de ceniceros sucios, había todo lo necesario para armar un porro del tamaño de un puño y drogarse todo el día sin parar. Fue tremendamente gracioso ver, apoyado contra una pared, cubierto apenas por unas sábanas viejas, un retrato del magnífico Bob Marley (el verdadero) formada por un collage. De cerca, el retrato era simplemente un surtido de diminutos discos y colores, pero a medida que uno tomaba distancia podía vislumbrar el rostro de Bob, sonriendo con sus enormes dientes blancos y la cabeza de rastafari ligeramente ladeada hacia atrás. No había una sola ventana en todo el departamento y la iluminación era pésima. Por lo demás, la casa era espaciosa y calurosa. En la cocina gobernaba el olor a lavandina en un visible intento de limpiar las manchas de grasa del piso. Las tres colombianas ocuparon las únicas sillas que había alrededor de la mesa. En el centro de la mesa había una pizza fría y rancia. Dante y yo nos recostamos sobre una cama revuelta. Bob permanecía de pie y llenaba los vasos con cerveza.

— ¡Guarda, que no haga espuma, che! — exclamó Dante.

— Estos argentinos y sus cervezas — dijo Bob.

— Ni se te ocurra meterte con nuestra cerveza, morenito — espetó Dante.

— Esto no es cerveza ni es nada. Puedo estar todo el día bebiéndolo y quedar igual. Ahora mismo les voy a enseñar yo lo que es un trago. Prepara la garganta, tú, patagón — dijo Bob señalándome con el dedo — . Lo que vamos a empinar no se consigue en ningún bolichongo de este país.

Lo que Bob trajo entre sus manos era una botella sin abrir de Absenta Hapsburg Gold Label, bellísima y verde platinado, traída directamente de Europa, según su relato, de un viaje realizado con sus compadres de Bogotá para una maestría universitaria en Danza y Artes del Movimiento. Según su relato. Explicó las normas morales violadas por él y sus compinches en el afán de conseguir el ansiado contacto, las dificultades posteriores para hallar una dirección casi perdida de un domicilio recóndito y oculto de la vía pública. O al menos eso dijo. Narró el cómo y el cuándo, describió al hombre que los atendió con falsa gentileza, puso gestos a su asombro al descubrir que el hombre llevaba un revólver sujeto al cinto, apuntó horas exactas a los hechos y elaboró una pequeña pantomima que reproducía su reacción perfectamente meditada ante el control policial de aeropuerto. Todo eso por una botella verde.

— Pero, chavales, lo importante es que está aquí sobre esta mesa y seremos nosotros los que vamos a probarla — dijo Bob, acariciando golosamente su barba de Bob Marley.

Quinta verdad: yo no sabía lo que era la Absenta Hapsburg Gold Label hasta ese noviembre del 2012. Mi colombiana desparramó unas risotadas por lo alto y se echó como una foca a mi lado, haciendo crujir los resortes del colchón.

— Está chalado — dijo para mí — , pero me hace reír tanto.

— Yo no entiendo — dije.

— ¿Qué es lo que no entiendes, dulce?

— Que al tipo éste no le haya importado lo más…

— Se llama Camilo.

— Bueno, que no le haya importado lo más mínimo haber podido acabar en la cárcel. Tiene que estar loco.

— Ya, te digo que está algo chalado. Pero Camilo es así y lo queremos. Además, tú sabes, los hombres cuando están entre amigos…

— Sí, ya sé. La historia le salió bien y basta para un buen relato.

— Ahá, ahá. ¿Y cuál es tu historia? — preguntó para mí. Mi colombiana hablaba solo para mí. Dante miraba su celular. En la mesa, ante la imperturbable atención de la colombiana petizona caribeña y la colombiana rubia, Bob ensayaba una suerte de brebaje narcótico colocando un terrón de azúcar sobre una cuchara agujereada apoyada en los bordes de una copa de cristal con una onza de Absenta. «Esta vaina es algo así », dijo Bob. Los dedos índice y pulgar de Bob apretaban delicadamente un cuentagotas que vertía en ínfimas dosis el agua sobre el terrón de azúcar. Entre los agujeros de la cuchara escurría el agua edulcorada cayendo despacio sobre la Absenta, que cubría un cuarto de la copa. La Absenta, verde platinada, bellísima, recibía las diminutas gotas sobre su cristalina superficie rompiendo la quietud de su exótica sustancia. Poco a poco la Absenta fue perdiendo su color hasta volverse opalescente, de consistencia lechosa. Un dedo de la petizona caribeña señalaba el contorno de la burbuja en la parte más delgada de la copa de cristal. La mano de Bob seguía apretando el cuentagotas, impaciente. «Se va a la verga», protestó, acucioso, y con su otra mano inclinó levemente la cuchara dejando caer por completo el resto del terrón de azúcar en la Absenta.

— Más o menos así — dijo Bob. Dándose cuenta que el trago no alcanzaría para todos, comenzó a llenar otras copas menos exóticas con Absenta, luego vertió un terrón de azúcar a cada una y mezcló todo torpemente con la cuchara agujereada — . Que lo disfruten, mis parceros. Con perdón de los comensales, a mí me espera la ruca — dijo Bob, y desapareció por el pasillo. Dante se levantó y tomó una copa. La petizona caribeña, propietaria de la copa original, se tomó unos segundos para oler la sustancia y después le dio el primer sorbo. «Hierbas», balbució. La colombiana rubia tomó una copa, vaciló un momento como si estuviera buscando algo que había perdido, y sin que nadie se diera cuenta siguió los pasos de Bob por el pasillo. Disimuladamente pude ver la cara de Dante dándole el primer trago a la Absenta, apretando fuerte los ojos y luego moviendo la cabeza de arriba abajo en un gesto de aprobación. Mi colombiana se puso lentamente de pie, se estiró la columna apoyando las manos en las lumbares, caminó hasta la mesa parsimoniosamente, tomó dos copas y volvió a mi lado.

— Esta es para ti, dulce — dijo mi colombiana. Al sentarse, de un solo salto a la cama, sentí por primera vez su perfume. Adiviné un débil Channel 5. Quizá Givenchy. Miré sus rodillas; vestía unas calzas negras tapadas en los muslos por una pollera verde, unas zapatillas All Star rojas desgastadas, una remera negra y un chaleco de jean, sin abotonar. Recordé la primera vez que la vi, la muchacha de pelo corto y alpargatas eludiendo árboles y canteros. Supe que había sido descortés al no aceptar la osadía de su mano en el colectivo, al no preguntar su nombre en ninguna ocasión de las que dispusimos. Cuando la vi por primera vez me había llamado la atención el acento, la gracia de las palabras latiendo en el fondo de su voz, pero al mismo tiempo su imagen, su fugaz cortesía había sido interceptada por otra frecuencia más escandalosa, elemental y básica. Reconozco a esta altura de la narración que la presencia de Anita, su simple y efímera figura en la periferia del espacio visible, me reducía a un hombre sucio y deleznable. Lascivo. Lujurioso. Una parte de mí reclamaba su lugar en el cuarto, su copa de Absenta al calor de los amigos. Me pregunté dónde estaría reposando sus manos, a qué asiático estaría abrazando antes de ofrecer la recompensa de su beso, sintiendo la cosquilla en sus pies bajo las sábanas después de hacer el amor, alocadamente y sin preámbulos, boca abajo contra la cabecera de la cama, con el pañuelo anudado fuertemente a la garganta. ¿Olería a Chanel? ¿Apoyaría su mano de tez blanca sobre la mía en el colectivo?

— ¿Qué te inquieta, dulce? — preguntó con asombro mi colombiana — . ¿En qué estás pensando?

La sucesión de imágenes era nítida hasta lo imposible: el asiático de rasgos acentuados remedaba las sobras del amor y proponía una vez más el acto sexual a plena luz del sol, entonces Anita, quitándose la bata de baño frente al espejo, admirando su cuerpo níveo atigrado por los rayos de luz que llegaban filtrados por la persiana americana, se hundía entre los brazos de su amante y se entregaba en cuerpo y alma al llamado del deseo. En esos pensamientos me afanaba. Me sentí un ser repulsivo y despreciable.

— En nada, en nada. Probemos esto.

Mentí. Desde mi llegada al Estudio esa tarde no había dejado de preguntarme dónde estaría Anita, si llegaría pronto o si debía resignarme a no verla nunca más. Me daba pavor inquirir por Anita, pronunciar su nombre prohibido, invocar las palabras del deseo y revelar una condición de nefasta necesidad. Luego vendrían las explicaciones de rigor, empezar a decir, por ejemplo, que la curiosidad apremia, que cómo puede ser que el grupo se encuentre tan partido. De ninguna manera yo estaba en posición de hablar de grupo. Me dediqué a disfrutar el trago.

— A ti te pasa algo — dijo la colombiana — . ¿Te cae mal la bebida?

— No, no. La bebida está bien.

— ¿Qué dices, te gusta?

— De hecho, me gusta mucho. Tiene su mérito este tipo, que a pesar de todo y suponiendo que…

— Camilo — terció la colombiana — , su nombre es Camilo.

— …suponiendo que verdaderamente haya tenido que vivir semejantes dificultades para conseguir Absenta, porque sinceramente lo dudo, estemos ahora en esta cama, a tantos kilómetros de aquella Europa, tomando una copa y conversando.

— Y tú tan lejos de tu casa. Y yo tan lejos de la mía.

— Quién lo diría. ¿Por qué te viniste a Argentina?

— Porque me gustó. Vine a visitar a mis tías hace tres veranos. Verás, a mí me gusta caminar, y paseando por Palermo vi un anuncio de clases de tango y pues me metí a mirar de pura curiosa que soy. Allí conocí a Cora, ella — señaló a la petizona caribeña — , que también es colombiana, y pensé qué chévere, esto es para mí.

— Imagino que vos ya bailabas.

— Pues claro, yo bailaba salsa allá en mis pagos de Bogotá. También bailo folclore, bullerengue, flamenco, abozao y un poquito de capoeira.

— ¿El capoeira no lo bailan los hombres?

— La verdad no sé, pero me gusta.

— No puede ser que sólo el tango te haya motivado a venir.

— Claro que no. También el estudio. Estoy estudiando Danzas y quiero empezar la carrera de Medicina. Por ahora no dispongo del tiempo que yo quisiera. Es que soy muy aventurera. Siempre ando de un lado para otro. Nunca paro. Tuve la suerte de conocer a otras colombianas aquí y ya ves.

— Tu valor es admirable.

— Solo tienes que hacerlo, dulce, ¿qué más queda? Podrías empezar viniendo a bailar tango con nosotros. Quién sabe.

— Imposible, yo no bailo. Y menos tango.

— Es fácil, tienes que dejarte llevar. Bueno, al menos nosotras las mujeres, porque en el tango los hombres conducen y las mujeres seguimos. Pero no es difícil.

— Vos sí que bailas bien. Te estuve observando.

— Hum, supongo que sí. Es que en el Estudio hay tan buenos bailarines… Dante y Diana se mueven de maravilla. Eso es porque se entienden, tienen eso que llaman la química. A ver, ponte de pie.

— De acuerdo. ¿Dónde van las manos?

— Esta mano con la mía y esta otra aquí.

— Genial.

— Más abajo. Eh, no tanto. Ahí está bien.

— Okey. ¿Y ahora qué?

— Y ahora bailamos.

Ella guiaba, yo seguía. Una pierna por aquí, otra pierna por allá. «Lo estás haciendo bien», decía la colombiana. En verdad, dudo mucho que estuviera haciendo algo bien esa noche. Poco a poco me fui dejando llevar. No había música, no la necesitábamos. Solo seguíamos nuestra respiración. Bailando, lentamente (celebrando la vida, como diría el poeta), tuve la impresión de que el tango era muy parecido a un profundo abrazo.

— Bueno — dijo Dante, estirando la primera sílaba y levantándose — , voy a dejarlos a estos dos que se conozcan. Yo tengo lo mío por ahí. Cómo pega esta cosa verde, qué lo parió. Ya estoy medio como pipa. Che, ¿dónde está Diana?

Dante desapareció por el pasillo. La petizona caribeña se había puesto a examinar la repisa de los ceniceros y las estatuillas de bronce. Me pareció que se tambaleaba un poco al moverse. Su mano recorrió sin prisa las repisas. Cada objeto que veía lo alzaba cuidadosamente, lo sopesaba como si estuviera comprobando la autenticidad del producto, y lo volvía colocar en su sitio. Cuando terminó con la repisa la vi avanzar en diagonal por la sala y entonces imaginé las distintas reacciones que tendría cuando descubriera, apoyado contra la pared, el cuadro collage de Bob Marley asomando bajo las sábanas. Pero la petizona quitó las sábanas con la yema de los dedos y con el mismo gesto en su semblante volvió a dejarlas donde estaban, continuando su exploración por el living y desapareciendo finalmente por el pasillo.

— Ay, dulce — suspiró mi colombiana — . Yo creo que ya es hora.

— ¿Hora de qué? — pregunté, asustado. No respondió. En lugar de eso empezó a reírse estrepitosamente como un bacalao. No sé cómo se ríen los bacalaos, me permito asegurar que no se ríen en absoluto, pero lo mismo abren mucho la boca de gruesos labios cuando van a dar una bocanada de oxígeno, como lo haría un salmón de río o una rainbow trout.

— En serio, ¿de qué ya es hora? — insistí. Ahora se reía el doble. Mi cara, con las facciones conocidas del espanto, pudo haber provocado, en irremediable y cuantiosas simetrías, una risa desproporcionada, prácticamente imparable. Seguía sin responder, aunque lo estaba intentando porque un repentino guarreo de chancho salió de su nariz. Después de un suspiro profundo y final, dijo:

— Pues de llenar las copas. Estamos vacíos. ¿Tú qué pensabas?

A partir de ese momento todo empezó a salir mal. Una escarcha aliviadora me recorrió las vértebras. Luego sentí calor. Me quité el suéter. Lo abandoné — eternamente — en la cama revuelta. Alguien puso un disco, empezó a sonar Noches de Colón. Los paraísos del alcaloide, para olvidarla yo paladeé… Mirado desde el prisma de mi colombiana, mi respuesta debe haber sonado algo así: «Nada. Estaba pensando lo mismo. Dame, yo sirvo». No sé si serví, porque Dante surgió de repente vociferando con dramatizados aspavientos que no encontraba a Diana por ninguna parte. La escena fue comiquísima. Quien indagaría abriendo el round tras el campanazo inicial sería la colombiana, naturalmente, con la debida pregunta: «¿Cómo que no encuentras a Diana?». Dante recurrió al jab directo: «¡Boluda, no la encuentro!». Yo bloqueé con ambas manos: «Me parece que se fue por el pasillo». Pero Dante sacó un cross de izquierda preciso al mentón: «¡Vengo del pasillo, boludo, es una casa, hay dos habitaciones y Diana no está en ninguna parte!». Mi colombiana fue más astuta y apeló al uppercut bajo la guardia: «¿Revisaste el baño?». Dante perdía pisada en el ring: «¡Qué baño, la puta madre!». Un último crochet contra las cuerdas merced de mi colombiana liquidó el pleito: «Por el pasillo a la derecha hay una puerta con un baño ». Dante caía sobre la lona, perdiendo por nocaut: «¿Cómo mierda no lo vi?». Mi colombiana, muerta de la risa, le explicó que seguramente estaría borracho a esas tempranas horas de la noche. No hizo falta añadir más: la propia puerta del baño se abrió de par en par como en las películas americanas de cowboys, y detrás de una fumarola pestilente y tóxica aparecieron Bob y la colombiana rubia apoyados uno en el otro, hechos una piltrafa de roñosa caterva, riendo y entonando marchas patrias militares tales como Febo asoma ya sus rayos iluminan el histórico convento tras los muros sordos ruidos oír se dejan de corceles y de acero. Entre los dedos de Bob pendía la prueba del delito, con una llamita tenue en la punta de un envoltorio grisáceo y estimulante. Desde la lona del cuadrilátero, Dante quiso saber por qué se habían encerrado en el baño a fumar a escondidas sin convidar a nadie. Bob hizo fe a su mote — creado por mí — , le dio una seca profunda al faso de las polémicas y alzando los brazos en forma de V, cual funcionario electo de alguna provincia del interior, respondió al pópulo a toda voz: «¡Viva Perón, carajo!». Un autoproclamado peronista como Dante no pudo evitar dejarse vencer por la tentación: alzó los brazos a su vez, subiéndose a las cuerdas del ring que desde mi ángulo parecía más bien una silla, y ante el agite caluroso del público en esa estelar noche de combates deleitó a los oyentes con su ronca melodía canturreando la popular marcha peronista: «¡Lo — smuchacho — speroni — stas!». Y seguía: «¡To — dosuni — dostriunfare — mos». Las interrupciones momentáneas se debían al porro que iba y venía de sus labios. El aperitivo fumable y psicoactivo, que no contenía otro compuesto más que flores de marihuana, es decir, un porro en toda regla de pura cepa argentina, pasó por la boca de todos los comensales. Insistí en que yo no fumaba, pero el contagio de la risa y quizá la Absenta que en algún punto empezaba a generarme ciertas inspiraciones, me atrajeron al lado más oscuro de mí mismo.

Creo que fue en ese preciso instante que comencé a mirar a mi colombiana con otros ojos. Su mirada triste, reposada con atención en los rostros sobre una fina ondulación de humo, se permitía esbozos de alegría y eso me daba la convicción de que el momento era maravilloso, que en ninguna parte del mundo podríamos ser más felices que en ese lugar en ese instante. También entendí que su mano atesorando mi mano podía responder a un mutuo acuerdo de intimidad entre dos personas. La diferencia de sexo era más el proyectil que el gatillo, teníamos la predisposición, que fue fundamental, el uno al otro y las fichas a nuestra merced para hacer la jugada. Sé que estoy siendo metafórico, pero así discurría también el tiempo y más de una vez, incluso cuando avanzamos por el corredor y bajamos en ascensor a la planta baja del edificio, tuve la sensación de que todo eso que nos rodeaba, lo que nos instituía como grupo de seres vivos envueltos por la materia inerte, nos definía y condenaba a significados distintos que formaban parte de algo mucho más vasto e inexplicable. ¿El universo?

¿Existe el universo? En mis tiempos de estudiante me gustaba pensar que sí. Ahora prefiero verlo más por el lado de la negativa: ¿Qué más puede existir si no el universo? De esa manera todo me resulta más libre, como la calle mojada de esa noche, como los besos entre Dante y la colombiana rubia, como la petizona caribeña y Bob poseídos por la risa frente a las luces violáceas de un tattoo shop. Volví a sentir Buenos Aires bajo mis pies. Hacía frío y caía una garúa intermitente. Ningún alma se desplazaba a la redonda. Ocultando mis manos del frío encontré en un bolsillo el atado de Philip Morris mentolado. La caja estaba apretujada y solo cinco cigarrillos se habían salvado, pero lo mismo mi colombiana y yo nos pusimos a fumar. Buscamos un taxi. Dimos una dirección que no recuerdo. La ciudad era eso que pasaba a través de la ventana, fuegos brillantes y polimorfos, largos túneles de hogueras perpetuas como estrellas o asteroides, como farolas incandescentes, y de pronto grandes bisagras en bloques uniformes, con elipses y sacudidas vertiginosas que se de tenían y continuaban, se detenían y continuaba, prolongadamente hasta el hartazgo. El alcohol y la droga interrumpían los procesos visuales. Las imágenes, alternadas y espaciadas temporalmente, me impiden ahora recavar la información y ser cien por ciento honesto con mi narrador.

Sexta verdad: aquel fue mi primer contacto con la marihuana. No sé cómo, pero rápidamente llegamos a un antro de mala muerte. Las caras que recuerdo eran aún peores. Dentro, una caverna calurosa, la oscuridad era sorprendida epilépticamente por flashes de blancos destellos. La mayoría de las personas vestían de negro, algunos llevaban los jeans tajados en las rodillas, las mangas de camisa rotas, muñequeras ajedrezadas con tachas puntiagudas, cabelleras de tonos policromáticos, fucsias, anaranjadas, rastas del tamaño de la cola de un caballo, gargantas ornamentadas con cicatrices de navaja, ojeras lúgubres y chalecos con la estampa de los Rolling Stones. Había de todas las tribus urbanas conocidas: floggers, emos, góticos, punk, raperos, chetos, hipsters, rastafaris. Cada uno se limitaba a su propio rubro, hermanándose en pequeñas sociedades que se distribuían a lo ancho de la caverna. También estaban los pendencieros, rodeando el acceso a una escalera, aguardando como una jauría de perros siberianos salvajes el momento de atacar a los nobles desadvertidos. A un grupo de mujeres regordetas y fumancheras las bauticé como «las conventilleras», que no perderían oportunidad de soltar su lengua verborrea proclamándose las más poronga ante el menor signo de altanería. Como los rolingas presidían el centro de la pista, denominé el lugar «La Parada Rolinguera». Sonreí. Solo en ese momento de lucidez comprendí cuál había sido el error ese día. Escuché la música. Me dejé llevar por los flashes y los movimientos. Mi colombiana perreaba chévere contra mi entrepierna. Dante destapaba una cerveza. Bob convidaba sustancias extrañas a caribeña y rubia. Rubia perreaba a Dante. Colombiana reía con Bob. Caribeña caía al piso. Dante se burlaba de caribeña. Bob ayudaba a caribeña. Colombiana rubia, Dante y yo ayudamos a Bob y caribeña.

Otros grupos de personas, en cambio, no caían en la facilidad de la segregación. También nosotros éramos un grupo promiscuo e indefinido: tres colombianas, un colombiano «I & I» y un porteño. ¿En qué rubro entraría yo? Mi colombiana me hacía de los suyos, atrayéndome hacia la pista me reclamaba a través de un contacto sensual que por primera vez acaté sin oponer resistencia. No entendí sus movidas de la cadera o los volados de su pollera, incitando la conducción de la pareja. En pequeños diálogos me explicó lo que era el bambuco y me contó de una vez que, bailando tango en una milonga, un hombre había intentado sobrepasarse con ella depositando su mano en partes donde no debía. No entendí qué quiso decirme con eso. No pude comprender tampoco otras tantas palabras que salieron de su boca y que la música arrebataba de mis oídos. Entonces la besé.

Séptima verdad: la boca de la colombiana sabía a menta y cigarrillo. Un mix — ¡hay que decirlo! — que a pesar de las porquerías que un dentista recomendaría evitar pero que nosotros habíamos consumido, seguía ofreciendo su ferviente función para el cual fue hecho. Nos besamos largamente hasta que ella insistió en irnos a su departamento. Otra vez la invitación estaba sugerida, fuera de las insolencias y los malentendidos, el «vamos a mi departamento» seguía siendo un atesoramiento de las manos. Busqué a Dante y le expliqué que me iba con mi colombiana. «Dale duro nomás», dijo él. Me pareció un comentario espantoso. En la calle, caminamos hasta una esquina cubriéndonos del frío y buscamos un taxi. Ya no pensaba en Anita. Miento: pensé a Anita al darme cuenta que la había olvidado. En otros términos, exiliado su nombre de mi reino a causa de las beligerancias naturales en mi interior, cedí terreno en mis pensamientos a mi buena y dulce colombiana. Ella dio la dirección al taxista. El interior del auto olía a pinitos perfumados de lavándula. Ahora no me era tan difícil apreciar la ciudad por la ventana. De hecho, me pareció que el taxista se estaba aprovechando de nosotros, de nuestro infortunado estado de la mente y el cuerpo, eligiendo el camino más largo para llegar a destino. De las ciento veinte diversas formas de arribar adonde íbamos, el perspicaz tachero porteño habría sorteado aquellas treinta y seis calles donde los semáforos darían verde en dadivosos lapsos, habría evitado las avenidas rápidas e iluminadas para conducirnos por otras treinta y nueve donde el gobierno kirchnerista estaría reparando baches del tamaño de un cráter, aquellas veintiuna anegadas por las lluvias acumuladas de toda una semana, unas quince donde se sabe que los semáforos son diabólicamente infames, y otras nueve calles dejadas al azar y a los delirios del tráfico insoportable de la Capital.

Ya no pensaba en Anita. Pero sí pensaba en el asiático de rasgos acentuados. ¿Será posible que haya sido la estúpida entelequia la que había desatado aquella lucha en mi interior? ¿Qué mujer se fijaría en ese asiático horrible? Mi colombiana me miraba desde el otro lado del asiento compartido del taxi. Creo que ella supo al mirarme que yo no hubiera esperado mucho de lo que pudiera pasar esa noche. Daríamos cuenta de una necesidad entregada al albedrío de la oportunidad, el llamado de la naturaleza que urge y se opone a desafiar la templanza, y bastaría aceptarlo silenciosamente para comprender la cara de ambos en ese momento, sintiendo la certeza de que ninguno de los dos podía salir lastimado, pasara lo que pasara. Hacía frío dentro del taxi. Mi colombiana me contaba historias de su Bogotá natal y lo difícil que habían sido sus primeros días en la Argentina, cuando acababa de cumplir veinte años. Ya no atesoraba mi mano como antes. Mantuvimos cierta distancia que yo sospeché hija de la vergüenza, tal vez del temor. Le hablé largo y tendido sobre mí para que pudiera sentirse más tranquila, relatando lo prescindible sin alejarme de lo imprescindible, las cosas que hacen a uno en la vida y que, en el momento menos esperado, ante la mirada tenebrosa de la calamitosa fortuna, nos hacen ver quiénes somos realmente y cuál es nuestra función en este mundo.

El taxi se detuvo en la intersección de la avenida Santa Fe y la calle Thames. Octava verdad que debe ser dicha: yo me había imaginado que mi colombiana vivía a duras penas en una pensión echada a perder de estudiantes borrachos y sarnosos. En realidad, era una ubicación perfecta para vivir: en frente se encontraba la Plaza Italia, parada de la gran mayoría de los colectivos de la Capital Federal, un poco más allá el Jardín Botánico, y a cincuenta metros la estación Palermo de la Línea D de Subte que por un peso con veinte centavos te transporta a los puntos más remotos de la ciudad. Frente a la Plaza estaba el gran boulevard que divide la avenida Santa Fe en dos y donde se montan los puestos de la Feria del Libro. En la esquina, para más alegrías, pude divisar la famosa sucursal de la Pizzería Kentucky, la mejor de todo el país. Pagamos el taxi — ¡ochenta pesos! — y corrimos hasta el umbral de su edificio escapando de la lluvia. A su departamento subimos por un ascensor terrorífico de aproximadamente sesenta años de edad. Era tosco, enrejado como una prisión, y podía verse el antiguo sistema de poleas y el mecanismo de funcionamiento eléctrico añadido décadas después a su alrededor. Contemplando con fascinación el anticuado aparato de elevamiento me sentí fresco y lúcido. Mi colombiana sacó un manojo de llaves. Entramos. Su departamento era enorme, construido en la parte más alta del edificio. El living room era circular, como la arena de un circo, estaba cubierto por listones de roble oscuro encerado. Una serie de sillones multicolores sobre alfombras con flecos peludos le daban una pigmentación abstracta al ambiente. El departamento estaba casi en penumbras, pero una luz nocturna proveniente desde un tragaluz en la cúpula del edificio — la verdadera cúpula del edificio — iluminaba delicadamente el lugar. Conté cinco puertas cancel contra las paredes del círculo, cada una de ellas guardaba una habitación. «Chist, no despiertes a nadie», susurró mi colombiana. «¿A quién?», pregunté yo, nervioso. No lo había notado: en el suelo, entre unos bastidores que ocultaban el ingreso a la cocina y el baño, dormían unas tres o cuatro personas, acurrucadas por el frío y tapadas hasta las orejas bajo un montón de frazadas y camperas. ¡Mi colombiana no vivía sola! El departamento era un recinto de colombianos, todos ellos colombianos, todos ellos allí presentes esa noche, durmiendo bajo la luz nocturna y tormentosa. Y allí nosotros, gatos, silenciosos, buscando la baranda de la escalera que nos conduciría a la soledad de un segundo piso. Una pasarela estrecha con barandas a ambos lados bordeaba el círculo por encima como un balconcillo y accedía a una sexta habitación, solitaria, templada, apacible: el cuarto de mi colombiana. Cuando cerró la puerta y encendió la luz, pude ver su cara de ojos tristes sonriéndome. Pálida, ojerosa, estaba demacrada por el alcohol y la noche. Imaginé que yo me vería igual. Ella dijo: «Dame un momento, dulce, ya regreso». Abandonó el cuarto. Oí extinguirse sus pasos por la escalera. Me tiré boca arriba en la cama. Tomé un cigarrillo y me puse a fumar.

You make me feel so young, you make me feel there are songs to be sung… Sin que viniera a cuento empecé a silbar un tema de Frank Sinatra. And even when I’m old and gray, I’m going to feel the way I do today… El cigarrillo, recién encendido, me dio asco — ¡yo no fumo! — . Lo aplasté contra mi mano. Al acercarme al cesto metálico bajo la cómoda, vi un montón de colillas de cigarrillos, cada una de ellas con una mancha de lápiz labial. Rojo carmesí furioso. ¿Qué haría fumar tanto a mi colombiana de ojos tristes? Examiné la habitación: el cuarto estaba impecablemente ordenado. Predominaban los tonos blancos que hacían juego con la madera del armario y el suelo de roble oscuro. Sobre un escritorio encontré varios manuales de medicina y los siguientes libros de literatura: El beso de la mujer araña, de Manuel Puig; El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde; El extranjero, de Albert Camus; y una antología Obras completas 1, de Federico García Lorca. Todo parecía adecuarse al cuarto de una chica feliz. ¿Qué haría tan tristes los ojos de mi colombiana? Recorrí la habitación detenidamente: una hoja Rivadavia cuadriculada pegada con cinta adhesiva en la puerta del armario, rezaba: «Te amo. Te amo. Te amo. Cris». Pero… ¿tendría novio? Entonces oía la puerta desplazarse suavemente, vi una mano extenderse hasta el interruptor de la luz y luego una sombra que se abalanzó sobre mí besándome mientras se desvestía. Supuse que mi colombiana era una de esas mujeres que prefieren hacerlo a oscuras para evitar la timidez del desnudo o imprevistas sorpresas, porque después de todo éramos dos completos desconocidos.

Novena verdad: no diré que era virgen, pero era más torpe que la peor colombiana de todo Buenos Aires y Argentina que haya tenido la suerte de conocer. Lo hicimos en silencio hasta que una descarga final y definitiva nos dejó rendidos. Ella se acurrucó contra mí plegando las rodillas a la altura del estómago y se durmió en seguida. La sentí respirar blandamente a mi lado como una pequeña princesita del Caribe. Miré el reloj: las tres y veintiocho. Era temprano. No podía pegar un ojo. Pensé un rato largo planeando el itinerario del día siguiente — ¡todavía tenía que escapar de esa casa sin ser visto! — antes de abordar el avión de regreso a la Patagonia. Me dormí.

Desperté sobresaltado por los fuertes bocinazos de la avenida Santa Fe. Estaba solo. Mi colombiana se había marchado, pero tuvo el buen gesto de dejarme una nota manuscrita bajo las llaves de la puerta. La nota decía así:

«Dulce, tuve que irme.

Duermes como un pimpollo.

Ella se llama Cristina, es argentina.

Gracias por esta noche.

Ahora sí estoy convencida».

Décima y última verdad que debe ser dicha: definitivamente era la primera vez que mi colombiana hacía el amor… con un hombre. Me hizo sentir bien saber que la había ayudado en su búsqueda interior. Rebobiné la historia y encontré significados muy especiales que, para ser sincero con mi narrador, prefiero callar. Nunca supe qué quiso decir con la frase «ahora sí estoy convencida». Honestamente a qué lado de las convicciones se refiere lo ignoro completamente. Tampoco me interesó mucho en ese momento. Abrí la puerta del dormitorio con las llaves que me había dejado y bajé las escaleras. Casa semivacía. Mujer en el sofá. Hola, me llamo Cristina. Amiga de Angélica. Mucho gusto, Cristina. ¿Mates? No, pero gracias. Hasta luego. Salí al pasillo. Llamé al ascensor. Bajé a la calle.

Antes de abordar mi avión leí la primera plana del diario Clarín y supe que las tormentas habían llegado a su fin y que los estragos producidos por la lluvia durante toda la semana habían dejado un saldo de cinco muertos y pérdidas de quince millones de pesos.

Seis meses después tomé un nuevo vuelo a Buenos Aires. Al tocar tierra hacía calor y humedad pero agradecí que el cielo me recibiera amplio y celeste. Pedí las llaves del departamento a mi prima y subí a almorzar. De pura casualidad cayó en mis manos un artículo sobre los efectos alucinógenos de la Absenta o también llamada «Hada Verde». ¡Puras patrañas! Una hora después, bajé a la calle y tomé el colectivo 110 en la avenida Santa Fe. Llegando a la intersección de avenida Córdoba y Raúl Scalabrini Ortiz, recordé el Estudio Internacional de Tango y estuve tentado de apretar el timbre de bajada, pero debo haberlo pensado demasiado porque en apenas unos minutos el colectivo viró a toda marcha por el pasaje Lavalle, enfiló hasta la avenida Medrano y empalmó remolonamente con avenida Corrientes. Entre Rodríguez Peña y Montevideo ubiqué el arco grande con portones de vidrio y panfletos de películas en estreno. En Paseo La Plaza recorrí las librerías menos secretas de Buenos Aires sintiéndome un afortunado amante de la buena literatura en el prodigioso mar capitalino. Ingresé en una librería llamada Paidos. Pregunté por Roberto Bolaño. «¿El de El Chavo?», dijo el tipo que atendía. «No», dije yo. «Ese es Roberto Gómez Bolaños. Yo busco libros de Roberto Bolaño, el escritor chileno». El tipo puso cara de no entender y consultó la pantalla táctil de su computadora. Pedí precisamente la novela Los detectives salvajes y al mismo tiempo me puse a pensar en la escandalosa cantidad de cosas que deben ignorar las personas que se dedican a vender libros. Consulté también por obras de Carlos Fuentes y Jorge Luis Borges. « Mirá, lo único que puedo tener de Bolaño es La pista de hielo, pero tengo que mandarlo a pedir al distribuidor y llegaría la semana que viene». Decepción, decepción, decepción. «De Borges tengo lo que está en ese estante. Y de Fuentes esperame un minuto y te digo». Miré los precios de los libros. ¡Doscientos quince pesos un libro con cuentos de Borges reeditado hasta la saciedad! Intenté regatear el precio. Imposible. Le expliqué al tipo que esa misma mañana, según los noticieros, hubo manifestaciones contra el gobierno por los precios altos, más precisamente a causa del kilo de tomates, que se había ido por las nubes, y que en cualquier caso la disputa era mucho más justa que la de ese libro porque al menos un tomate sirve de alimento. Me dijo: «Si no te gusta hay otras librerías, pibe». ¿Qué otra opción tenía? ¡Serán hijos de puta, che!

2012

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Martín Tacón
quiasmo

A veces escribo - Editor de Quiasmo: (https://medium.com/quiasmo). Instagram: @martintacon