La granja

AdorableMuffin
quiasmo
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6 min readJul 10, 2018
“A farmhouse on a ranch at dawn at Valkyr Stables” by Jon Phillips on Unsplash

El dibujo era su mejor obra hasta la fecha. Un bajorrelieve horadado en la mesa de la cocina que perduraría meses, años, siglos. Un retrato de familia más fiel que cualquiera de los otros enmarcados por toda la casa. Le había costado hacerse al olor a abono que endulzaba el ambiente por las mañanas, a la monótona visión de la granja por la ventana. Ese mismo hedor había contraído para siempre la nariz de su padre, por lo que se la retocó en su reflejo de madera. Tuvo que apartar a un escarabajo que se había posado en medio del dibujo, entorpeciendo la labor.

Ezekiel interrumpió su labor cuando llegó hasta él una serie de crujidos escalofriantes. Sonaban como si hubiera sido cosa de los muebles, pero reconocía esos chasquidos.

Eran los huesos de su madre.

Apareció por la puerta de la cocina haciendo rechinar sus viejos huesos y malencarada, como siempre.

─¿Para eso te levantas temprano por una vez en tu vida? ¿Para estropearme la mesa de la cocina?

Con un resoplido hastiado, Ezekiel se retiró el mechón rebelde de la cara. Pasó de responder. Hiciera lo que hiciera, a su madre le iba a sentar mal. Por el rabillo del ojo la vio espantar a palmetazos a un escarabajo que se le había posado en el hombro.

La mujer se aupó para ver a través de la ventana a su marido, labrando surcos en la tienda. Se le escapó un suspiro resignado y se sirvió café, sin dejar de darle la espalda a su hijo. Del cesto de frutas que tenía sobre la encimera eligió una manzana, le dio un bocado, y luego le dio de lado. Ezekiel dejó de dibujar, pero el frío había llegado para quedarse.

─¿Por qué no estás ahí fuera ayudando a tu padre?

─Porque me ha pedido amablemente que me quitase de en medio. ¿Y tú?

El estrépito de la taza de café chocando contra el fregadero y rompiéndose en mil pedazos le sobresaltó. Fue más ensordecedor eso que el grito de su madre. Ezekiel se detuvo a medio camino entre levantarse de la silla y la indiferencia.

─¿Qué? ¿Qué te pasa ahora, mamá?

Se había llevado la mano al techo, apartándose de la encimera y forzando una tos agónica, rozando las arcadas.

─¡Mamá!

─Qué asco. ¡Qué asco! ─articuló entre tos y tos ─¡Casi me lo trago! ¡Qué asco!

Ezekiel seguía sin entender a qué se refería su madre hasta que vio los destrozos por sí mismo.

Nadando a sus anchas por los restos del café, un puñado de escarabajos del tan largos como una uña disfrutaban del verano. Más negros aún que el moca. El sol iluminaba sus tórax y las patitas se movían al unísono.

─¡Yo no aguanto más en este sitio! ¡Te juro que voy a coger la escopeta de tu padre un día y…!

─¡Mamá, deja ya los histerismos! ─le espetó Ezekiel volviéndose hacia ella hecho una furia.

Sus accesos de histeria le habían funcionado el primer par de años tras la mudanza, pero ya no le quedaban más paciencia a los familiares para hospedarla en sus casas hasta que recuperase las fuerzas, ni dinero que malgastar en gasolina o en autobuses para escapadas. Estaban atrapados por las circunstancias. Los tres lo llevaban mal, pero en su caso, ella lo llevaba peor.

Se apiadó al verla temblando en el suelo, entre llantos e hipidos. Ezekiel la abrazó con torpeza. ¿Hacía cuánto tiempo que no abrazaba a su madre? Tanto como para hacerle sentir violento y fuera de lugar entonces. No sabía qué más hacer, aparte de darle palmaditas en la espalda y dejar que se desahogase en su hombro. Echó miradas fugaces hacia la ventana, confiando en que su padre se hubiera enterado de la catástrofe de la cocina y tomase el relevo.

Él sabría qué hacer.

Respondiendo a las expectativas de Ezekiel, el vozarrón de su padre se hizo oír por encima de la llantina. Ezekiel no entendía sus palabras pero se alegró al saber que se encargaría él de todo.

Empujó la puerta de la cocina y ésta rebotó contra la pared. La gruesa silueta de su padre recortándose en el umbral. Empapado en sudor. Con agujeros en la ropa y una maraña de escarabajos negros recorriéndole de pies a cabeza. A manotazos trataba de quitárselos de encima, pisoteándolos en cuanto alcanzaban el suelo.

─¡Están por todas partes! ─les dijo con los ojos desorbitados en una mueca terrorífica que Ezekiel jamás le había visto ─¡Ezekiel! ¡Mueve el culo y ayúdame a sellar puertas y ventanas!

─¡Usad insecticidas, por el amor de…!

─¿Qué te crees que le echó a mis huertos? No ha servido de nada. ¡Ayuda tu también y deja de lloriquear!

Los dos, madre e hijo, obedecieron las instrucciones del patriarca de la familia, a excepción de la última. Entre todos, hicieron de aquella casa una fortaleza inexpugnable. Nada ni nadie podía entrar.

El problema era que ya era tarde.

Al ir a lavarse las manos, el padre descubrió a un contingente entero de esos bichos sobreviviendo a la cascada de agua el grifo, escalando por el desagüe. Algunos echaron a volar por la habitación con un zumbido, posándose en los muebles, en el cesto de la fruta, en la basura, en sus ropas. A pesar de su tamaño, las mandíbulas chasqueaban al unísono pinzando piel y todo lo que tocaban. Hacían agujeros en la ropa, en la madera. Nada se salvaba de ellos. Salían de los lugares más insospechados, engrosando su número cada vez más. Formaron una nube oscura que eclipsaba toda luz, sumiéndoles en el pánico y la oscuridad. Una masa informe que salía de debajo de las camas, de los sumideros, de los baños… Palpitaban al unísono, como un solo ser con cientos, miles de extremidades a sus órdenes.

Los pisotones y las palmadas no servían de nada. Por cada uno que mataban, aparecían el doble. El padre arrancó una pata de una silla a base de fuerza bruta y batió su improvisada arma sin un objetivo fijo.

Lo único que consiguió fue que redoblasen sus ataques y los centrasen sobre ellos. Cada picadura penetraba en la piel y dejaba un escozor especial, incisivo, y gotita a gotita, la sangre se iba acumulando. Tumbaron la mesa de la cocina y se parapetaron detrás de ella, con la espaldas contra las encimeras.

─¡Mirad!

La madre señaló al cesto de frutas de la cocina. Al perder de vista a la familia, el ataque de la plaga se concentró en los alimentos. En un visto y no visto, la bandada ocultó la fruta y cuando cambiaron de rumbo, allí no quedaban ni los huesos. El frigorífico también cayó. Poseídos por una mente colmena que les apremiaba a trabajar en equipo, presionaron sobre la nevera hasta horadar un agujero. La puerta se abrió por sí sola, dejando al descubierto el preciado tesoro del cual los insectos dieron buena cuenta, atraídos de forma irreversible.

─Quizá se vayan cuando no quede nada más comestible.

Ezekiel lo dudaba. Le resultaba más plausible que los siguientes fueran ellos. Se observó las heridas de los brazos, hinchados con una pátina de escamas y bultos sanguinolentos, latiéndole bajo la piel. No se irían. Irían a por ellos.

─Yo tengo una idea mejor ─dijo Ezekiel.

Desoyendo las advertencias de sus padres, el muchacho gateó hasta el salón. El zumbido de todas aquellas alas rugía sobre él, despeinándole como un huracán. Allí, sobre la chimenea, estaba colgada la escopeta de su padre. Cargada, porque su padre no sabía usarla y temía que cuando fuera a necesitarla no tuviera balas. La misma con la que su madre amenazaba con suicidarse cuando le daban los ataques de histeria. Pasó las manos por la superficie del arma para limpiarla de escarabajos y regresó a la cocina con ella.

El proyectil se dispersó, ante la mirada atónita de sus progenitores. El contenido de la nevera salió herido y los escarabajos a los que acertó no volvieron a moverse. El retroceso le había destrozado el hombro, pero podía seguir moviéndolo. No había tiempo para curas.

Sin nada más que lo puesto, la familia huyó de la granja valiéndose de la escopeta para espantar a los bichos.

Vista desde lejos, la casa quedó sumergida en aguas negras de ojos brillantes.

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Reseño libros para desayunar y leo cafés. Escribo cosas. Caótica por defecto. Le doy vida a peluches de Amigurumi para que me hagan compañía en mi locura.