La promesa

Patricia Rivas Lis
quiasmo
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5 min readDec 5, 2016

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Me gusta observarla cuando con sus manos apoyadas sobre la barandilla del balcón permanece, inmóvil, mirando la montaña. Su cabello de nieve, siempre recogido en un moño suelto, des­cansa sobre el cuello delgado, brillando al trasluz en los atardeceres en los que el sol tiñe los muebles del color de las fotos antiguas. Su figura enmarcada en la ventana parece parte de un cuadro de formas verdes y difusas, como si fuese un elemento más en un universo húmedo de colores nacido de las manos de un pintor. Si de pronto me descubre abandona su ensimisma­mien­to y me mira; me mira con sus ojos azules, transparentes. Y su mirada es como agua de mar que me salpica. Frío y sal que me escuece en los ojos tanto como a ella parecen escocerle los recuerdos en la mente. Es tanta su tristeza que hasta los que no la conocen se la notan. Nunca habla del pasado pero la pena que se esconde tras sus ojos no me es desconocida.

Podría pasarme las horas mirando a esa mujer.

Hace mucho tiempo, cuando su sonrisa era perenne, una guerra arrancó de su lado al hombre que la quería. Vivían los dos con su perro a la orilla del mar, en una casa llena de flores y de ternura. Pero llegó la guerra y poco a poco se fue llevando del pueblo a los hombres. Cuando le llegó a él su turno, una mañana de octubre, antes de dejar la casa se miraron fijamente, juntaron sus manos y apretándoselas mucho, él le prometió que volvería. Subiendo la ladera, ella vio a cómo su hombre se alejaba entre los pinos.

Los días y los meses y los años pasaron y los hombres regresaban: vivos o muertos, pero regresaban. Todos volvieron; todos menos él. Pero ella esperaba. Esperaba y todos los días en su mesa de la planta baja, pegada a la ventana del comedor, ponía dos cubiertos: comida para dos, por si un mediodía cualquiera él regresaba. En los días de sol, antes de empezar a comer, se asomaba, miraba la ladera y se sentaba. Se sentaba sola a una mesa preparada para dos en la que siempre había sólo uno. Siguió lavándole las camisas. Sus pijamas de rayas y los pantalones grises siempre estaban limpios y planchados, aunque nadie en aquella casa los usara. Recogía por las tardes la ropa de hombre del tendal, mil veces limpia y antes de hacerlo le gustaba pensar que si él volvía hoy, mañana tendría ropa limpia y planchada que ponerse. Nadie en el pueblo confundía su esperanza con locura. Su mente permanecía tan clara y serena como la luna de agosto en las aguas quietas de la ría. Entre ellos existía una promesa y ella tenía que tenerlo todo preparado para el día en el que esa promesa se cumpliera.

Muchos años sin noticias: «estará muerto», pensaban quienes la conocían, aunque nunca, nadie, se atrevió a profanar su fe en lo imposible.

Después de dos años de terminada la guerra, una mañana calurosa de mediados de julio ya sentada en la mesa para comer, oyó fuertes aullidos procedentes del jardín. Siguiendo el rastro audible del dolor encontró, tirado entre camelios, a su perro encogido y con el cuerpo ensangrentado. Con cuidado sujetó la pata rota y desgajada y, sin pensar en cerrar puertas ni ventanas, salió corriendo hacia el pueblo llevando entre los brazos a un animal que, desangrado, se murió dejándola desde ese día sola para siempre.

Los años se sucedieron y ella envejeció esperando. Una tarde lluviosa de un invierno, el mozo de la tienda de ultramarinos llamó a su puerta y sofocado le dijo que la patrona quería verla urgentemente: sólo supo decirle que el hermano de la jefa, el de la Argentina, había escrito. Acompañó al muchacho y en la cocina un tazón de leche caliente con café, y muchos ojos, la esperaban. Cerca del humeante cuenco había un sobre de papel rasgado. Dejaron que ella fuese quien leyera la carta, una carta que contaba cómo allá, en la lejana ciudad de Buenos Aires, alguien del pueblo había encontrado a su marido. Su hombre, su vida, su esperanza. Sintió como si sus pulmones se encogieran de repente. Su pecho subía y bajaba al ritmo de sus pupilas, que recorrían el blanco papel de izquierda a derecha y de derecha a izquierda corriendo como liebres asustadas. Nadie decía nada. A través de la ventana se oía el canto del cuco en la arboleda. Continuó leyendo sin que nadie la interrumpiera. Él estaba vivo… y casado desde hacía años con otra mujer. Sintió que un frío metálico apuntalaba sus rodillas.

Él había roto su promesa.

Casi sin querer continuó leyendo y poco a poco el brillo de los ojos se le fue escurriendo por la cara, humedeciendo lentamente sus mejillas: él había regresado a casa, en julio de 1941. La carta reproducía paso a paso la historia que aquella noche de alcohol y tango, al otro lado del océano, él había repetido hasta el amanecer. La carta contaba cómo aquella mañana soleada de verano, delgado y extenuado por los días de la guerra y los años de la cárcel, al acercarse al pueblo, ladera abajo, pensaba ansioso en verla de nuevo, en abrazarla, en sentir sobre los hombros el dulce peso de sus brazos; aunque esa idea suya que tanto le había atormentado en la distancia, ahora, al acercarse, hacía que él se temiera lo peor. Después de cinco años… tantos meses sin noticias… tantos hombres muertos…tantos hombres vivos… seguramente ella no le habría esperado. Seguramente ella habrá roto la promesa y él no podría reprochárselo.

A lo lejos divisó su casa. Los árboles habían crecido y las pequeñas flores de colores ahora colgaban más bonitas en los balcones de madera. Se acercó y colgada en el tendal distinguió ropa de hombre. Pantalones grises y un pijama de rayas. Él tenía razón: su lugar había sido ocupado por otro. Siguió descendiendo y ya, en el jardín, se acercó a la ventana del comedor. Se asomó sin decir nada y sobre la mesa una sopera humeante y dos platos, dos vasos y los cubiertos le indicaron claramente que a quien ella lavaba la ropa era el mismo hombre que se sentaba a su mesa. Lo entendió y, con lágrimas en los ojos, subió de nuevo la ladera para no volver a bajarla nunca más.

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