Fuente

La sonrisa

Martín Tacón
quiasmo

--

En los recreos del trabajo me gusta salir de la Redacción, respirar el aire fresco y puro del exterior, escuchar el ruido del tránsito que crece con la luz del semáforo, caminar hasta el quiosco de la esquina y comprar un paquete de galletas sonrisas. Suelo acudir a estas dulces pequeñas cuando siento un hueco vacío en el estómago, y ellas se muestran siempre contentas y satisfechas de saciar mi apetito.

Me reciben con una sonrisa nada más verme entrar por la puerta. Saben que van a ser devoradas en cualquier momento, pero eso nunca las ha atemorizado ni las ha puesto en un aprieto; en el fondo saben que todo tiene un fin, y jamás he visto a nadie resignarse con tal solemne dignidad. Cuando tengo el paquete de sonrisas en mi poder, deshago mis pasos por la vereda soleada, a veces salpicada de sombras y hojas marchitas, y busco un lugar donde sentarme. Desde ese sitio es posible observar el tráfico, ver venir a los apurados peatones de la hora pico, contemplar el atardecer y distraerse con las palomas que de cuando en cuando se aventuran cerca de la gente para picotear algunas migas diseminadas por el suelo. Cualquier distracción puede ser motivo suficiente para que una sonrisa caiga de mi mano. Como suele ocurrir durante sus cortas vidas, la sonrisa se estrella contra el suelo sin perder un pelo de su decencia. Allí está ella, reventada contra la furiosa baldosa, con una sonrisa imperturbable esculpida en la cara. A veces sus amigas que aún permanecen dentro del paquete se ríen de la desgraciada; las que están más al fondo y les cuesta trabajo mirar, se cuentan chismes entre ellas, valiéndose de los rumores que llegan desde la parte frontal del paquete. Así van creciendo los entredichos y las bromas: la sonrisota estrellada contra la vereda, la sonrisita paracaidista, doña sonrisuda asaltada por hambrientos gorriones. No la pasan mal estas sonrisas: más de una vez he visto sus rostros besuqueados, con pequeñitos trozos de fresa pegoteados en la cara. Es indudable que las sonrisas transan amistades dentro del paquete, arman grupos de afinidad, tienen acercamientos de tipo afectuoso e, incluso, hacen el amor, lo cual revela el secreto de su incomprendida y perpetua felicidad.

Alguna que otra sonrisa no corre con tanta suerte. Las que no se estrellan contra el piso pueden rebotar en sus bordes y salir disparadas hacia cualquier parte. Son muy hábiles a la hora de rodar. Giran y giran llenas de alegría, sonriendo y girando, girando y sonriendo, con una gracia que haría temblar de envidia al apretado puño del triunfo. Cuando esto ocurre con una sonrisa, la veo rodar a lo ancho de la vereda, esquivando diestramente colillas de cigarrillo, tapitas de Coca-Cola, hojas y pequeñas piedritas, hasta caer por el borde del cordón cuneta. Por una fracción de segundo la pierdo de vista, y me pregunto ¿qué será de aquella alegre sonrisa, maratonista y veloz, venturosa hacia la libertad del mundo? Pero rápidamente vuelve a asomar, girando y girando, con la cara llena de felicidad —jamás se ha visto tal felicidad en una cara—. Activando los frenos, la sonrisa se detiene dando un gracioso brinco, ensaya una voltereta espléndida y cae redonda acostada en la calzada. Boca arriba, toda fresa, reconozco el significado de su rostro: el cielo se extiende amplio y celeste sobre sus ojos, esa es la inconfundible mirada de la fascinación. Algún pájaro surca el aire y ella tan sonrisa, tan disfrute e inagotable regocijo.

Va llegando el final del recreo y me pongo de pie con el paquete vacío en mis manos. Antes de regresar a la Redacción me vuelvo a mirar una vez más a la sonrisa soñadora acostada sobre la calzada. De pronto frunce el ceño y su mirada se tuerce hacia la izquierda. Un camión se aproxima a toda velocidad, con semáforo a favor y pista libre para subir la marcha. El rugido de los motores quisiera perturbar el rostro feliz de la sonrisa, pero su boca, esculpida en la galleta, pareciera impedirle perder su ánimo inquebrantable. El camión arrolla por completo a la pobre sonrisita. Ningún seguro automotor actúa contra la demanda de sonrisas, y debe ser por eso que el camionero siguió su viaje sin siquiera detenerse preocupado por el estado de la pequeña accidentada.

Comprendo entonces que aplastar sonrisas es un trámite común de todos los días. Corro hacia ella para comprobar que no haya sido una fatalidad, pero no tiene remedio. Restos de fresa manchan sus lisos contornos, toda ella es una galleta despanzurrada adherida a la calzada. Tan pronto como se dice, compruebo que a pesar de la tragedia, aunque nadie ahora pueda asegurar si eso es una galleta o qué cosa, no ha perdido jamás su sonrisa. Contra todo sufrimiento, a pesar del doliente infortunio, todavía despunta una rosada sonrisa sobre su cuerpecito destrozado. Porque eso es afrontar la vida con actitud.

--

--

Martín Tacón
quiasmo

A veces escribo - Editor de Quiasmo: (https://medium.com/quiasmo). Instagram: @martintacon