LOS NUESTROS

Blacho Diaz
quiasmo
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6 min readFeb 26, 2017

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Óleo: “Masacre en Colombia” de Fernando Botero

Después de unos minutos de silencios y de rezos, Fátima arremetió contra su hija con la misma carga de reproches y preguntas:

―Tú sabías que no era cierto, Tina ―dijo Fátima con severidad.

―¡Pero si yo lo vi en el noticiero del medio día, mamá! ―respondió Tina abanicando las manos.

―No, Tina, tú lo sabías.

―De verdad, mamá, yo lo vi. Lo dijo en la televisión el presidente, acompañado por el Arzobispo, mamá.

―¿El Presidente? ―Fátima entonó la pregunta como si fuera la primera vez que la hiciera.

―Sí, mamá, el Presidente dijo que las tierras serían devueltas a los desplazados.

Tina hizo una pausa justificada. Su madre, que estaba sentada en un montículo de tierra, entrecerró los ojos grises ante el insulto de que les llamaran desplazados. Sabía de sobra que apenas les quitaran la investidura de campesinos, podría sucederles cualquier cosa.

―¡No me mires así, mamá! ―se excusó Tina con severidad y ratificó―: Él lo dijo ‘claritico’, desplazados, como si fuéramos peste. ¡Presidente insolente! ¿Y ahora, mamá, qué hacemos? ―interrogó la hija en tono de esperanza.

―No sé, Tina ―respondió la madre encogiéndose de hombros―. No sé. Rezar. Rezaremos por tu hermano desaparecido y por tu papá degollado en la cancha de la iglesia.

―¿Otra vez, mamá? ¿Rezar?

―Y qué otro remedio nos queda. Menos mal que nos detuvimos aquí en la loma y no seguimos bajando con los otros hasta al caserío. Yo te lo he dicho siempre, hija, tú tienes oído de tísica como tu difunto padre, y por gracia de Dios nos corrimos arribita del camino antes de que nos vieran. ¿Los viste cómo pasaron? Parecían la mala hora.

Ambas mujeres habían visto pasar una a una, como en una pesadilla interminable, las cinco camionetas blancas del viejo Lisímaco Vélez abarrotadas de hombres con uniformes militares. Iban apertrechados con fusiles y granadas en el cuerpo, con pañoletas negras atadas a la cabeza y con machetas de cachas negras metidas al cinto. En una de ellas iban dos motosierras en el platón como un par de bestias heridas.

―Claro, mamá ―respondió Tina entrelazando las manos. Entonces suspiró―. A buen momento se te acalambraron las piernas. Y ojalá que ni el hijo bobo de Doña Petra nos haya visto detenernos, porque ahí si nos lleva el que nos trajo.

―No te fíes, hija. ¿Viste los brazaletes?

―Qué importa, mamá… Son los mismos.

La madre miró a la hija suplicando compasión, pero Tina no la miró. En cambio se puso de pie soltándose las manos y se paró en la pendiente, ocultada tras la enramada de los árboles; Fátima convocaba en el rezo a la Virgen de los Desamparados y cerraba los ojos cenizos. De pronto Tina escuchó unos golpes de tambora que subían desde el caserío con la algarabía del canto. «¿La Tora en fiesta?», se preguntó en silencio, pero no alcanzó a responderse porque casi sin pensarlo, a borbotones, la música le empujó el recuerdo trágico de la masacre tres años atrás, cuando los asesinos festejaban la muerte con tambores y gaita, con sangre y motosierra durante tres días y tres noches en la única cancha de microfútbol que había en el centro del caserío y frente a los escalones de la iglesia. Intentó agarrar de nuevo en el aire vacío del pasado al hermano menor de doce años mientras tres hombres de manos gruesas y con vozarrones de buque se lo disputaron a golpes y a madrazos. Vio al padre amarrado en uno de los verticales de los arcos de la cancha del caserío durante esas noches sin luna y sin brisa, junto a otros hombres y mujeres implorando la muerte antes de que le pusieran por enésima vez la ponchera de lumbre ardiente en los pies. Y recordó contra su voluntad la sarna de la sangre en las manos y en la ropa, ese olor seco y agrio que la perseguía hasta en la tranquilidad de la cama.

Tina sintió bajar por la cara interna de los muslos el chorrito caliente y serpenteante del orín que empapaba sus medias blancas de colegiala y anegaba sus botas de caucho. La piel se le encrespó mientras los ojos se le llenaban de espanto y, agachándose de nuevo, le dijo a su madre cerca al oído, como susurrando:

―Es mejor que nos devolvamos a la ciudad, mamá.

―¿Por qué? ―preguntó la madre de Tina interrumpiendo el rezo.

Apenas entonces abrió los ojos. La claridad de la luna llena le afligió el espíritu, y la brisa de la noche con los grillos alrededor le devolvió la nostalgia del campo. Pero su tranquilidad duró poco porque alcanzó a oler el pavor de Tina en el sudor. Se levantó y miró a lo lejos cómo se iba haciendo un resplandor de hoguera en el caserío. Luego oyó la pólvora y vio las luces de pirotecnia que alumbraban el cielo de la noche. Sin poderlo impedir siquiera, oyó desde sus adentros los gritos de terror de años atrás, el llanto desesperado de los niños agarrados a las piernas de sus parientes; los tiros de revólver en la frente inocente de los perros; los brincos de los hombres corriendo por los patios, saltando empalizadas y marranos, y luego el cráter negro de las balas de fusil en sus espaldas; el alarido de pánico de su hijo menor cuando lo montaron al platón de la camioneta blanca con la ceja partida y las muñecas rotas; el motor encendido de la motosierra en el fondo del monte atemorizando el silencio, y el adiós imaginario del marido campesino que le decía en la angustia de los sueños: «Que te largues de una vez por todas a donde nadie te conozca; que te lleves a Faustina y empiecen de cero; que tienes mi permiso para que se cambien los nombres; que no le creas al presidente, ni a los noticieros ni a los obispos. Que no seas carona, Fátima, que no le reclames al viejo Lisímaco, porque él es el aliado del gobierno; que te olvides de la tierrita, de la cría de gallinas y de ordeñar el ganado; que te olvides de mí, Fátima y procura buscarle a Faustina un futuro mejor en la ciudad. Que no sé qué y que no sé dónde, que si recogiste mis abarcas debajo de la cama, que si quemaste la escritura de la parcela; que por qué no lo hiciste, que por eso me mataron; que para qué carajos volviste, que para qué Fátima, para qué».

―Ay mija, nos estaban esperando los muy desgraciados ―dijo lamentándose Fátima, mientras las piernas se le aflojaban.

Tina la tomó del brazo para que se recostara con cuidado en el montículo bermejo y la escuchó murmurar un rezo inentendible.

―¿Crees que nos estén buscando? ―preguntó Tina quitándose un par de hormigas negras del antebrazo.

―No creo, mija ―dijo Fátima alzando la mirada―. Menos mal, ninguno de ellos sabe que nos hemos quedado aquí y ninguno lo dirá.

―Ay mamá… ―dijo Tina reprochándole con ternura―. Tú sabes que los obligarán a decirles quiénes venían en el retorno.

―Dios nos guarde, mija ―dijo persignándose Fátima―. Pero tú crees que ellos serán tan salvajes…

La madre miró a la hija, que movía la cabeza en señal afirmativa. El pánico se le agrupó como una culebra en la garganta, lo que le provocó el encrespamiento de la piel desde los tobillos hasta el cuello y pasar en ráfagas de calambre hasta el cuero cabelludo. Se pasó la palma de la mano por el pómulo como barriendo el miedo y dijo:

―Y qué más da, Tina. Dime… qué sentido tiene volver a la ciudad. Tú dices «volvamos», como si fuera una puñetera idea mía reclamar con las escrituras en mano nuestra tierrita; pero cuando estuvimos como mendigas en la capital… Mírame, Faustina, que te ando hablando, cuando estuvimos allá, se te veía que el alma no te cabía en el cuero, se te veía el miedo de los difuntos en los pasos. ¿Volver? ¿A qué, por Dios Santo? Si ya hemos perdido todo. Hasta la dignidad por estar aquí escondidas y no allá abajo con los nuestros. De todos modos amanecerán mañana con el chulo al hombro…

―Shhhhhhh… ―Tina tapó la boca de la madre con rudeza. A media voz, dijo―: Se acerca alguien por el camino, mamá.

Fátima apretó con sus dedos frágiles la cruz del Rosario y con la otra mano atrajo hasta su pecho a Faustina.

En el camino vieron aparecer la silueta de varios hombres con focos en las manos, vestidos de camuflado y al hijo bobo de Doña Petra señalándoles con el índice extendido hacia la enramada donde ellas se encontraban.

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Blacho Diaz
quiasmo

Escritor no profesional… pero escritor al fin y al cabo. Nenhum escritor profissional … mas escritor depois de tudo.