Movimiento

Patricio Nuñez Fernandez
quiasmo
Published in
7 min readJan 17, 2017

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El hecho de que este frío polar invada la noche no me va a amedrentar de ir en su búsqueda. Los deseos, siempre por delante de las exigencias de ser hombres que apuestan por todo lo que se rompe. Ayer me detuve a observar el movimiento de la estación de trenes. Un sinnúmero de personas se agolpaban para no sentir que son parte de una urbe que se desmorona. Ellos iban y venían, pocos sonreían. La mayoría eran hombres ausentes, hombres humillados por no poder ser parte de otro funcionamiento. Todas las mujeres eran deslumbrantes. Yo, insignificante.

Después de realizar mi estudio sociológico de la estación fui para mi casa. En el camino me imaginé que volvía a trabajar en la boletería del teatro. Volvía a escuchar los ensayos de la orquesta, podría invitar a alguna amiga a las funciones, quizás la podría invitar a ella. Volvería a ser parte del movimiento.

Recuerdo el mes cuando la filarmónica del Colón vino a ensayar a nuestro teatro por problemas sindicales. Un despliegue monstruoso. Al director no le podíamos hablar. Los violinistas parecían una banda de gitanos emprolijados. Había dos o tres chicas del coro que pensé que eran de otro planeta, eran pinturas del Renacimiento, eran Venus, La Primavera y todas las diosas juntas. Los hombres del coro eran fatuos, ni siquiera saludaban a los empleados.

Como ensayaban por la tarde, cuando la boletería estaba cerrada, podía quedarme a escuchar el ensayo. Tranquilo y en silencio me quedaba en un palco, me acostaba en el piso con el saco doblado como si fuese una almohada. Por momentos flotaba. Primero preparaban cada instrumento por separado, los de viento, luego el bajo, los violines y el oboe. El coro lamentablemente se preparaba en camarines.

La obra era La pasión según San Mateo de Bach. Durante el segundo ensayo me emocioné. No podía dejar de llorar. Creo que la anterior vez que me había sucedido de ese modo, tan parecido a un espasmo, fue cuando la profesora Irma Muños, de quien estaba perdidamente enamorado, me hizo leer al joven Werther, cuyo suicidio fue una lacerante daga y un sino para mi vida. Así se debía amar. Tiempo después fui al Colón a ver la opera de Werther, ya tenía conocidos entre los músicos, gracias a eso pasaba gratis en varias funciones. Ella no quiso acompañarme, dijo que era algo que debía asimilar solo. Creo que en el fondo estaba celosa de mis sentimientos con la música.

Luego de los ensayos volvía renovado a mi casa. Seguía tarareando la obra en mi cabeza. Todo ese mes volví de trabajar caminando, disfrutaba eso como nadie. Si volvía en tren el ritmo se diluía, caminando la música me envolvía, era parte del movimiento.

Terminó el mes y los músicos volvieron al Colón. El problema sindical con el personal de maestranza se había resuelto. La primera semana sin la orquesta fue la más aburrida de mi vida. Ahí fue cuando noté lo tediosa que era mi existencia. La vida transcurre en los momentos en que somos dichosos, el resto es penumbra. Fue San Mateo quien me entregó la dicha y el movimiento, quizás, pensé, la iglesia me lo devolvería. Como primera medida decidí confesarme. Ni bien comencé con la expiación me sentí un imbécil. Mis arrepentimientos eran mínimos y eran míos. Mis errores sólo me habían dañado a mí. Así que me vi en la necesidad de inventar historias para el párroco. Recuerdo particularmente una que involucraba a tres mujeres asiáticas y a uno de los violinistas del Colón. Mis historias eran bellos y lujuriosos inventos que me hacían sentir mejor, liviano, pero no me devolvían la felicidad de la música. Pronto las dejé.

Nunca pensé en tocar un instrumento, yo no quería ser parte de la ejecución, sino ser envuelto por el sonido que de otros brotaba con tanta felicidad.

Fue en el ensayo general de La muerte y la doncella de Schubert cuando la conocí. Los violinistas, con quienes había trabado una amistad pasajera, cargada de admiración hacía ellos, lógicamente no reciproca, me invitaron. Fue en el Colón, en una de sus salas destinadas al desarrollo acústico de los instrumentos de cuerda. Además de los cuatro músicos, éramos poco más de diez personas para escuchar el concierto. Me senté en la primera fila, ninguna de las butacas estaba numerada o reservada. Permanecí todo el tiempo con los ojos cerrados. Era nuevamente la música.

Cuando terminaron, los pocos espectadores nos levantamos conmovidos y rompimos en un aplauso. Me acercaba a saludar a los músicos, comenzando por quien me había invitado. Ese fue el instante cuando la vi. Desenvuelta en su andar pudo más que mi habla, nos interrumpió y el violinista la presentó, Dolores. Sonreí mudo. El músico pronunció mi nombre. Ella era su hermana. Ella podía llegar a ser movimiento.

Luego del ensayo general hubo un pequeño brindis para distenderse. Esa misma noche intenté hablarle. Con un gesto me indicó que se estaba yendo e insinuó que la acompañase a su siguiente destino. Obedecí sin refutar.

−Una pena que el autor haya estado tan obsesionado con la muerte. Pienso que de otro modo hubiese podido vivir más años −dijo con un deje simulado de misterio mientras encendía un cigarrillo.

−Mire, a mí no me interesa absolutamente nada de la vida de los compositores o de quienes la ejecutan. El solo hecho musical me sirve de guía para disfrutar e intentar ser feliz −le respondí.

Caminamos en silencio por más de cinco minutos. Ninguno había disfrutado los comentarios previos. Volvió a hablar cuando me señaló cuál era el próximo sitio, un bar cercano a una terminal de taxis. Entramos y ella desde la puerta le pidió al hombre de la barra una botella de vino.

Pronto estábamos sentados en una mesa que daba a la ventana. El sitio no era agradable, el servicio tampoco, pero lo sentí como una tregua.

−Mi hermano me habló de usted hace un tiempo. Me comentó el modo en el que disfruta de la música desde un lugar casi religioso, hasta un sobrenombre le pusieron, el boletero melómano. Yo no le veo mucha gracia, pero usted sabe cómo pueden ser los músicos cuando se reúnen a charlar, comentarios poco afortunados y un humor demasiado infantil.

−No sabía ni lo del apodo ni del interés suyo por invitarme a otro lugar. Me siento halagado de poder corresponderla.

−Yo le pedí que no le dijese nada. Quería verlo antes para no llevarme una mala sensación si usted no me interesaba, pero la verdad es que estando con usted me siento a gusto. No finge, eso ya es demasiado. Además se acercó antes que yo −dijo con una sonrisa−. Ahora, le puedo preguntar algo: ¿Qué siente por la música?

Respiré hondo, bebí un trago del vino que nos trajo el hombre de la barra y la miré a los ojos.

−Siento lo mismo que voy a sentir en pocos segundos.

Pocas veces en mi vida fui valiente. Ese momento fue uno, pero también fue el artero escondite a una verdadera respuesta. Sí, la besé, pero no fue comparable con ese espacio infinito que produce la música, ni su intimidad. La sensación de sentirse parte de un mundo ilimitado y propio. Ella era simplemente carne y hueso. Hermosa, pero lamentablemente incomparable con mi verdadero amor.

Nos dejamos enamorar por costumbre. Ella pasaba a buscarme por el teatro, caminábamos juntos o tomábamos el tren. Ella me comentaba los sucesos de sus días. Largos, cargados de asuntos vitales pero que a mí no me importaban. La única de una familia de músicos que no lo fue. Era ginecóloga y su consultorio estaba relativamente cerca de mi trabajo.

Teníamos nuestros momentos, ella fue quien me regaló un equipo de música decente y me acompañaba a comprar discos. Hacíamos el amor escuchándolos. Los conciertos eran otro de los rituales semanales, luego de las funciones volvíamos casi corriendo a tener sexo. No comprendo bien qué puede llegar a ser la felicidad fuera de la música, pero en momentos creí acercarme a eso.

Sin embargo nuestra rutina comenzó a sufrir alteraciones. Dolores ya no pasaba a buscarme por la boletería. Nos encontrábamos pocas veces por semana. Nuestra asistencia al teatro pasó a ser mensual o solamente cuando su hermano era parte de algún estreno. No tenía tiempo, decía ella. A veces sos tan deprimente, hablas a los gritos y esa música tuya, que escuchas hasta reventar los parlantes, concluyó de modo lacerante.

Ni bien estas respuestas se hicieron habituales, sentía que una parte de mí fallaba. Lo noté cuando, también, los vecinos empezaron a dejarme notas por debajo de la puerta por el volumen elevado de la música. Cada vez escuchaba más alto para el resto, pero más bajo para mí.

Fui a una cita con un otorrino, Carlos Maldén, recomendado por Dolores, que conocía de toda la vida, era una eminencia. Ella pidió acompañarme, no le importó que la secretaria del médico le pidiera que esperase en la sala, ingresó al consultorio conmigo y saludó a la eminencia con un beso en la mejilla.

El facultativo me revisó con pericia siguiendo las órdenes de mi mujer. Cada rato se miraban y sonreían. Poco les importaba que estuvise presente. Una angustia me recorrió el cuerpo. El médico concluyó que necesitaba un tratamiento, pero que la situación era casi irreversible. De todos modos se podían conseguir unos aparatos que sustituían a la función auditiva.

Ante mi patética imagen de derrota, el otorrino me dijo:

−Ánimo, hombre, no es el fin del mundo. Además con esta mujer que lo acompaña todo va a ser más fácil.

Nos saludó a ambos y volvió a ser muy afectuoso con Dolores. Ella no dejaba de sonreír, parecía haber escuchado buenas noticias. Le sujeté fuerte el brazo mientras le pedía compostura y reparo. Indignado, salí solo, casi corriendo, dejándolos a ellos sin mi humillación y resentimiento.

Esa fue la última vez que la vi. Dejé mi trabajo en el teatro, dejé la música. En realidad la música me dejó a mi. Soy sordo y me niego a usar el audífono. Trabajé de distintas cosas, changas más que nada. Creo que mi réquiem fue con La pasión según San Mateo, pensando en las veces en que Dolores sonreía. Esas dos cosas se fueron, son la única vida que tuve. Ahora soy insignificante y sin acceso a la felicidad o al movimiento. Camino para imaginar que vuelvo a recordarla o encontrar con algún pasaje musical que todavía resuena en mi cabeza. Creo que preferiría lo segundo. No lo sé, a estas alturas siento que representan lo mismo.

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