No abrir hasta el fin del mundo

Le singe volant
quiasmo
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3 min readAug 20, 2017

Encontré un paquete olvidado en una banca del parque. Llevaba un cordón que lo ataba, pero no parecía estar resguardado muy celosamente por el mismo. Parecía un paquete común, como el que cualquiera pudo entregar en cualquier día. Debajo del cordón, una tarjetita:

No abrir hasta el fin del mundo

Qué letrero tan curioso para un paquete tan insignificante. No pesaba ni medio kilo y por lo que podía sentirse estaba hecho de cartón grueso, de ese que se usa para envolver regalos baratos. Podría contener galletas. Aunque ¿quién comerá galletas después del fin del mundo? No, no era eso. Lo mecí lentamente en mis manos, cuidando de no golpear lo que sea que estuviera dentro. Podrían ser alhajas, tal vez un reloj. ¡No, claro que no! Después del fin del mundo las alhajas no tendrían ningún valor y, seguramente, tras acabarse el mismo ya nadie tendría necesidad de conocer con exactitud qué hora era.

Además, la sensación que daba al mecerlo era la de ser un sólo objeto macizo el que se escondía dentro. Tal vez es otra caja, pensé. Y adentro de esa caja, otra caja y adentro de esa otra más y así continuaría de manera que quien la destape pudiera entretenerse después del fin del mundo, al menos.

Descarté la idea de que fuera algún papel aislado primero por el peso, pero se me ocurrió que podría ser entonces un montón de papeles atados. Persiguiendo ésta teoría surgió un problema: no se me ocurría ningún modo en que un papel tendría uso después de que se acabara el mundo. Si fuera un título de propiedad, un certificado o hasta un acta de matrimonio probablemente no quedaría en pie ninguna autoridad ante la cual dicho papel otorgara algún derecho. Claro que un papel también puede llevar dentro de sí una carta, una historia o un poema. Algo que hablara del mundo que tuvimos antes de que se acabara. ¡Si! Eso debía ser. Algo que recordara como era éste viejo mundo, recién acabado, para que quien lo leyera pudiera entender lo que se había perdido. Tal vez eran fotografías, dibujos, un mapa o un pequeño libro.

Un libro. ¿Cuál sería el libro que yo mandaría mas allá del fin del mundo? No mandaría un texto religioso, porque cualquiera que fuera la profecía que anunciara ésta ya se habría cumplido seguramente y sería innecesario expresar lo obvio. Tampoco uno de filosofía, pues no querría que el lector entendiera que esa era la sola manera en la que todo el mundo acabado pensaba. De hecho, no me parecía correcto enviar ningún libro que postulara alguna forma de pensamiento: todas ellas son sólo sombras proyectadas desde una perspectiva singular y si bien nacen de la luz de nuestro intelecto, son incompletas por cuanto carecen de la información contenida en las demás proyecciones. En resumen, no me gustaría enviar la sombra de una cosa en lugar de la cosa misma, y el mundo entero no cabía en aquel paquetito de menos de medio kilo.

Luego me di cuenta de algo: la tarjetita (y probablemente su autor y yo mismo mientras hacía todas esas cavilaciones) asumían que habría un público después del fin del mundo. Esa caja ostentaba dos certezas que creo que nadie había podido tener jamás. La tarjeta tampoco especificaba qué tipo del fin del mundo era el que esperaba. Podría ser un holocausto nuclear, un fallo de sistemas global, un colapso ambiental o una plaga incontenible. ¿Se refería al fin del mundo humano o al cese de toda existencia (como la muerte térmica del universo o algo similar)? La duda era válida porque el autor, en caso de ser humano, podía haber caído en el error de exagerar la importancia del fin de nuestra especie y asignarle la etiqueta de «fin del mundo» a algo meramente anecdótico en la escala cósmica.

Cansado de pensar, me senté en la banca. Estaba algo cansado, venía camino del trabajo y había sido uno de esos días largos. Cerré los ojos y eché la cabeza atrás. No había nadie alrededor. A esa hora el parque siempre estaba vacío. Miré el paquete. «Nadie se va a dar cuenta si lo abro, veo qué hay dentro y lo vuelvo a dejar exactamente como estaba antes de encontrarlo», medité. Lo tomé de nuevo entre mis manos, tiré del cordón y abrí el paquete.

Entonces se acabó el mundo.

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Le singe volant
quiasmo

A veces me pregunto si, en los días aburridos, el clima se sienta a platicar de mí