No le abras

Patricia Rivas Lis
quiasmo
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5 min readFeb 25, 2017

No tiendo a mitificar los hechos ni acostumbro a deificar fenómenos y aunque el entorno y el clima de mi tierra favorezcan estas tendencias, no quiero pensar que la vida y sus avatares sean cuestiones más divinas que humanas. Quiero vivir mis días tranquila y la tranquilidad la he hallado por la vía del respeto. Y respetar todo aquello que ignoro o cuyas dimensiones exceden las limitadas latitudes de mi entendimiento, me ayuda. Aunque diré que existe un hecho en mi vida que ha marcado profundamente el concepto que tengo acerca de lo Desconocido.

Soy una mujer en esencia tranquila y aunque más de quince años llevaba ya muy cerca de un hombre del mar cuando sucedió lo que ahora cuento, aquella noche el sonido de la marea a través de mi ventana me hizo presagiar unos hechos que recordaría siempre.

Yo estaba acostumbrada a sus ausencias; Martín llevaba saliendo a la mar desde mucho antes de que yo entrara en su vida. Su abuelo y su padre habían sido marineros y el océano era más su hogar de lo que lo era nuestra casa. Vivíamos muy cerca de la playa. Él quería vivir cerca del puerto y a mí me gustaba verle salir de madrugada y esperarle al caer la noche. Como no era un trabajo de horario fijo las esperas formaban parte de mi vida, tanto como las redes que cosía cada mañana en el muelle. Pero aquella tarde… aquella tarde fue distinto.

Había oscurecido más temprano de lo habitual. Viento y mar competían furiosos en rugidos y los primeros barcos, temiendo el temporal, habían arribado a media tarde al puerto. Desde la calle siempre había alguien dispuesto para gritar el nombre de la última embarcación que atracaba en el muelle, pero ese día la noche había caído y el pequeño pesquero de Martín no había sido gritado. Mi preocupación crecía al tiempo que arreciaba la tormenta y ni la radio ni mi templanza habitual podían alejar de mi mente el miedo al desastre.

La nuestra era una casa de piedra de tres plantas en la que en cada una había una vivienda. Éramos tres vecinos: el señor Álvaro, Maina y nosotros. Ambos vivían solos, y aunque de forma distinta, la soledad era para ellos más una compañera que una enemiga. Álvaro era un hombre amable, silencioso, de pocos y buenos amigos y aficionado a los recuerdos y a la música.

Maina era una mujer callada, hermosa en sus muchos años y, sobre todo, independiente. Sin su independencia no hubiera podido estar por encima de los comentarios de las gentes a las cuales la humedad les había enmohecido el ánimo y la intención. Se sabía de ella que sus intuiciones podían rayar la adivinación, y por eso los corazones inferiores de quienes sólo pueden ver lo que se ve, la tomaban por bruja. En cualquier caso, ella era buena compañera y en aquellos momentos, por mi angustia incipiente, yo necesitaba compañía.

Me puse una bata y llamé a su puerta. Le pedí café y ella me pidió calma.

Su casa era oscura pero acogedora. Muchos de los objetos que decoraban aquel santuario me inspiraban desasosiego, pero mi interior no estaba en aquellos momentos como para entretenerse en cuestiones decorativas.

Sólo con mirarme, ella me entendió. Maina conocía el mar tan bien como yo; ella sabía del miedo de las mujeres de la costa cuando temen que la mar se convierta en amante mortal del marido que no vuelve. Me sirvió un café y hablamos horas. Martín no volvía y yo no me atrevía a mirar el reloj. Las viejas escaleras de madera delataban visitas y retornos: siempre avisaban si alguien subía. Pero esa noche no decían nada. Las horas corrían mientras en las ventanas, bien cerradas, los cristales vibraban por el viento al ritmo incansable del agua de lluvia que caía.

De pronto, pisadas. Los peldaños de madera avisaron. Martín volvía y mi corazón sintió un sobresalto. De repente, dos golpes secos en la puerta. Me incorporé rápidamente hacia la entrada con la intención de abrazarme a Martín, que regresaba. Maina me paró. “¡No le abras!”, me dijo dando un grito.

—¿Cómo no voy a abrir ? Es Martín. Seguro que al no verme en casa habrá supuesto que estoy contigo —contesté sin terminar de entender su reacción.

—No es Martín —contestó, mirándome seria—. Es ella.

—¿Quién es ella? —pregunté.

—La que viene en noches como esta. Es la muerte.

Un escalofrío recorrió mis piernas. La miré pero ni ella ni yo dijimos nada. Me senté sin pedir explicaciones. Sus manos se aferraron a las mías. Continué callada. Su mirada me impedía hablar. No dije nada. Recliné mi cabeza sobre la vieja mesa de cerezo oloroso y al calor de la chimenea y de sus caricias en mi pelo, me dormí.

Cuando los primeros rayos del sol entraron en la casa, abrí los ojos y miré el reloj de la pared. Las siete y cuarto de la mañana y Maina seguía sentada ahí a mi lado. Me levanté sin decir nada, abrí la puerta lentamente y desde el rellano de la escalera oí la voz de Martín que hablaba con alguien en el portal. Bajé corriendo. Nos abrazamos.

—Don Álvaro ha muerto —me dijo sin soltarme.

—¿Cuándo? ¿Cómo? —pregunté más sorprendida que asustada

—Lo encontró su hermana muerto esta mañana —interrumpió el vecino de la calle con el que hablaba Martín cuando bajé—. Nadie se explica cómo ha sido.

Cuando subíamos las escaleras Maina salió a nuestro encuentro; saludó con un gesto cariñoso a Martín y, por la forma en la que su mirada se cruzó con la mía, entendí que quería hablarme a solas. Cuando Martín entró en el baño bajé a verla. Sabía que quería decirme algo, su puerta estaba abierta. Entré.

—¿Que tal está Martín ? —preguntó.

—Un poco cansado, pero bien. Tuvieron problemas serios con los motores del barco y el temporal los desvió mucho de la ruta, pero todos están bien. ¿Qué le ha sucedido a Don Álvaro? —pregunté.

—¿Recuerdas los golpes en la puerta de esta noche ? —preguntó mientras clavó sus ojos en mí sabiendo que yo sabía bien a qué se refería—. Cuando la piensas, la llamas y ella te busca; sabe donde puedes estar pero no quién eres. Ella acude y busca. Y él sí le abrió cuando ella buscaba anfitrión para noches como esta.

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