Poema Visual

Sepultar a un amigo

Alejandro Lemuz
quiasmo
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5 min readJan 16, 2017

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Era una mañana cualquiera en la ciudad de México. Los periódicos intentaban convencer a la gente de que ocurría algo nuevo cada día. Pero la única noticia nueva era la muerte de Homero, el perro de uno de mis mejores amigos. Había fallecido esa mañana y teníamos que darle su santa sepultura como lo merecía. Ya sabrán que los perros tienen un lugar privilegiado por encima de familiares y amigos. Algo bastante justo después de tantas cosas desagradables que les hemos hecho pasar a lo largo de la historia.

El ser humano ha perdido simpatía ante su especie. En nuestros tiempos nadie daría nada por nadie, pero daría todo por un perro. La gente se organiza y establece extensas redes para rescatar perros y trasladarlos de un lugar a otro.

La noticia del deceso me llegó:

“Homero está muerto :(

Ya conseguí chupe mota y una pala

Paso por ti a las ocho

El entierro tiene que ser esta noche

No me falles”

Como si un desempleado en sus treinta, sin novia, sin amantes, pudiera fallar aún más.

Eran las nueve de la noche cuando llegó. A Manuel no le importa llegar más tarde de lo acordado. Sabe que yo no hago otra cosa que leer y pajear todo el día. Me recibió con una pipa llena de marihuana y una cerveza bien fría.

–Olvídate de las pajas hoy y mañana, esto es algo serio. Tenemos que tomar y olvidarnos de todo: mujeres, trabajo, familia. Todo a la mierda. Se ha muerto un gran amigo.

Sin duda era una mala noticia. Aunque a mí me parecía un pretexto más de Manuel para correr a su mujer de la casa, invitar amigos, ex parejas que quería olvidar y tirarse una gigantesca peda como solía hacer siempre. Manuel me miraba directamente a los ojos, intentando transmitirme que esta vez sería diferente. Su perro había muerto y no teníamos otra salida que destruirnos.

–Pinche Homero, la neta se la rifó siempre. Cuando estaba triste él estaba ahí. Cuando me putearon en el baile, regresé y el me empezó a lamber las heridas. Es que pinche perro cabrón, siempre estuvo ahí. ¿Te acuerdas cuando estábamos bien crudos que nos espantó a la vaca que quería cagar a nuestro lado?

–No me acuerdo, Manu, pero qué bueno que la espantó. Se rifó.

–¿Neta no te acuerdas?

–No.

–Sí, nadie se acuerda de las cosas buenas que él hizo. Todos nos vamos a la mierda del olvido.

–Relájate. Ahora está descansado, ya estaba viejito.

–¿Descansando? No mames, cómo va a estar descansado en la nevera con todo ese puto frío.

–¿Quién lo metió en la nevera? Eso si estuvo culero.

–Pues mi morra. Le dije que lo metiera para que no se pudriera y apestara. Ya sabes cómo está el calor allá, se lo iban a chingar las moscas en putiza.

El único recuerdo relevante que tenía de Homero era el de estar orinando mientras él bebía con destreza del chorro. El perro disfrutaba hacer eso y yo siempre lo complacía. De alguna manera habíamos establecido un vinculo poco común y digno de recordarse.

También recuerdo el día en que Homero preñó a la perra maltés de la vecina. Homero tenía el miembro atrapado por la vagina de la perra. Su lengua afuera, colgándole. La perra intentaba librarse de esa trampa tirando mordidas al aire. Manuel fingía estar preocupado mientras le preguntaba a la vecina a qué hora regresaban sus hijos del colegio. La vecina, en pijama blanca y sin sostén, caminaba alrededor de los canes repitiendo el nombre de su perra. Y hasta aquí terminan los recuerdos que vale la pena rememorar de Homero. Sin duda fue un buen perro, nunca causo mayor problema ni a su dueño ni a mí.

En el camino libramos dos alcoholímetros y un retén federal. Manuel creía que actuar de forma amigable te convertía en inocente. Yo creía lo contrario. Entre más amigable eres, más sospechan de ti.

–Si eres chido, si les hablas así chido a los polis, ellos van a ser chidos. Van a decir: “Estos no andan de culeros”. Sólo sé chido con ellos y ellos serán chidos contigo.

Esto lo dijo después de que pasamos el último retén. Y que nos hayamos salvado de ser arrestados por exceso de velocidad, conducir bajo la influencia del alcohol y posesión de drogas, no me hace creer en su máxima de ser “chido”. Creo que la manera ansiosa en la que habla Manuel confunde a las personas y prefieren no lidiar con él.

Cuando dejamos atrás a los federales comenzamos a beber y a fumar más rápido. La combinación de marihuana y alcohol en medio del bosque y la carretera nos caía muy bien. Nos convertía en alcohólicos pasivos y en mariguanos activos.

Manuel no dejaba de hablar de Homero y lo fácil que era evadir la justicia en México.

–Pinche Homero. Yo creo que estaría orgulloso de nosotros si nos viera. Bien mariguanos, tomando cerveza fina y los federales deseándonos buen camino.

Manuel era un buen tipo, uno de mis mejores amigos. Sólo intentaba ordenar el mundo de tal manera que tuviera sentido para él. Y yo, no había venido a juzgarlo. Al final, todos hacemos lo mismo. Ordenar el mundo para que tenga sentido y así evitar el horror del suicidio.

Llegamos a su casa a media noche. Había luna llena y la observamos unos segundos.

–Hasta la luna se enteró de su muerte, por eso esta así de grande. Nos quiere decir: “Ha muerto un dios”, aunque los dioses nunca mueren –dijo Manuel.

Entramos en su casa, abrió la nevera y sacó en brazos a Homero. Parecía un muñeco de peluche de baja calidad. Lo llevó a la parte trasera del patio y lo puso con cuidado sobre el pasto. Le dije que era mejor regresarlo a la nevera hasta que el hoyo estuviera listo. No me respondió. Comenzó a cavar con desesperación. Metía y sacaba la pala como si la tierra fuera viento. Nunca antes había visto cavar a alguien de esa manera. Le iba a preguntar si necesitaba ayuda, pero era claro que no la necesitaba. Terminó de cavar, metió a Homero en el hoyo, puso tierra encima con la misma destreza que había cavado, dejó la pala a un lado y sonrió lleno de sudor. Supuse que esa era su respuesta. Fui por una cerveza y llené la pipa para él. Inhaló varias veces y sacó una enorme bocanada que se perdió entre las ramas de los árboles. Me arrebató la cerveza y se la terminó de un solo trago.

–Listo, hemos enterrado a un dios.

–Te iba a ayudar, pero fuiste muy rápido.

–Esto es en putiza, aparte tú estás bien pinche débil por tanta paja. Ahora sí, hay que hablarles a las morras y a mis primos que se jalen.

Hay cosas que nunca cambiarán y que no me gustaría que cambiaran. Las mujeres y los primos llegaron. Las cervezas iban de un lado para el otro, la luna seguía impresionante, blanca y sola allá arriba, sin nosotros. Algunos invitados comenzaron a orinar sobre la tumba del dios Homero. Manuel no se enteró. Estaba brincando en la cama con alguna de sus mujeres mientras sus primos, los más jóvenes, lo espiaban y se pajeaban detrás de la puerta. Yo también fui a orinar sobre la tumba de Homero, lo complací por última vez. Fue mi manera de recordarlo.

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Alejandro Lemuz
quiasmo

Escribo y comparto textos de autores del siglo pasado todos los días.