Sobreviviente

F. Isaac Loreto
quiasmo
Published in
4 min readJul 28, 2019

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“…eh…

Despiértalo.

Eso hago.

“No te escucha.”

“Le conviene escucharme.”

“El capullo apenas y vive de milagro, ¿cómo le vas a sacar algo así como está?”

“Díaz, cállate.”

“Chingas a tu madre.”

Eran dos voces, flotando a kilómetros de distancia, primero como murmullos distantes y luego tan cerca que podía sentir su respiración en el cuello. Era como si mi cerebro hubiera olvidado que podía escuchar.

“Mientras más rápido despierte, mejor.”

“Ojalá y no, que se pudra este cabrón.”

“Díaz…”

Imágenes volvían a mi mente como una serie de fotografías sobreexpuestas. Veía una bandera, luego un gran destello cegador y lo último que recordaba era estar flotando sobre una nebulosa de luz amarilla que cubría todo en un opaco gris sucio. Mis oídos vibraban sin saber por qué.

Gradualmente empecé a sentir el tacto de mi piel con la tela suave de la cama, la boca seca y pegajosa y el olor quemante del antiséptico en las fosas nasales. Dos siluetas me miraban abajo una intensa luz blanca y pude verme, recostado sobre unos almohadones, inmovilizado del cuerpo, envuelto en metros de vendaje y sedado por completo.

Mis piernas, ¿dónde estaban mis piernas?

“Muchacho, ¿me oyes? levanta un dedo sí me escuchas.”

El individuo rozó mi mano con la suya. Era un hombre, cuando me tocó noté su piel: áspera y llena de callos. Traté de mover el dedo que me señaló, pero no respondía.

“Ni siquiera puede mover los párpados.”

Sudaba mientras hacía el esfuerzo por mover la mano, tenía que hacerlo, tenía que responderme.

¡Mis piernas!, necesitaba pararme, necesitaba ver sí aún tenía mis piernas. El dedo se movió al menos.

“Ah, allí está.”

“Verga, ¿cómo lo resucitaste?”

“¿Me escuchas claro, muchacho? Vuelve a levantar tu dedo.”

Le obedecí, fue más fácil que antes. Mover la cabeza, ya ni digamos el torso, eso era más díficil.

“Tenemos que hacerte unas preguntas,” dijo el hombre de las órdenes.

“Hmmm”, alcancé a decir. Ah, claro, estaba vendado de la cara, aún no las percibía.

“No estamos para rodeos, así que es mejor te lo digamos así: estuviste en un accidente.”

“Un atentado capullo. Único sobreviviente, quisiera decir, mitad de sobreviviente.”

“Díaz, por favor. Sin embargo, mi compañero tiene razón, hijo. Perdiste tus extremidades inferiores.”

¡Mis piernas, mis piernas! ¡¿dónde estaban?! ¡¿Dónde carajos estaban?!

“¿Hmmm…bom…b…?,” intenté responder.

“Así es, en el Zócalo, hace ya cinco días.”

Santo Dios.

“Es inútil, Fernando. El capullo apenas y respira.”

“No nos vamos con las manos vacías.”

“Ya perdimos demasiado, Fernando ¿Que importa ya?,” bufó Díaz.

“Te haré una pregunta sencilla, ¿recuerdas dónde estabas justo antes de la explosión?”

Recuerdos, memorias, imágenes. ¿Qué recuerdo? Todo es tan confuso. Recuerdo…una mujer, una bandera, la de México. Una cámara. Una sonrisa.

“Te encontraron cerca de lo que quedó del Palacio Nacional, al parecer eso te protegió de la explosión,” dijo la segunda voz, Díaz.

“Y obviamente, tú eres el único que pudo haber visto la detonación, ¿recuerdas algo sospechoso? ¿Alguien? ¿Algo que podría levantar dudas?”

La mujer sonreía, hacía un calor sofocante y buscábamos sombra.

“Dile, Fernando.”

“Espera.”

“Necesita saber.”

El primer hombre suspiró, inquieto.

“Hijo, te voy a ser franco. Eres el único sobreviviente, así que debes entender que hay muchas sospechas sobre ti. Ya sabes, el Congreso, los medios, todos quieren a un culpable…y rápido.”

Había un camión. Dios, había un camión. Y ella no sonreía, discutíamos. Una niña y un niño jugaban con una pelota.

“Déjalo ya, Fernando.”

Incluso yo pude darme cuenta como el oficial amenazaba a su compañero con la mirada, pero se rendía ante lo inútil del interrogatorio.

“Bueno, hoy vamos a terminar aquí, pero nos veremos muy pronto, hijo. ¿Hay algo más que debamos saber? ¿algo que recuerdes?”

Yo negué con la cabeza y los agentes salieron.

Me pasé el resto del día con imágenes desconectadas llegando de improviso. Me sumía en la nebulosa de nuevo, sólo que ahora recordaba el nerviosismo al conducir el viejo camión destartalado. Mis manos sudando sobre el recubrimiento de baja calidad en el volante. Mi sudor bajo la tensión del momento luego de mirar a los retrovisores cada treinta segundos para verificar que nadie nos siguiera.

Había mucha gente en la plaza ese día, demasiada gente. Ellos nunca lo mencionaron. Me prometieron que estaría vacía, que sólo era un mensaje a los de arriba, nada más.

Pero era mi culpa, era por completo mi culpa.

Recuerdo haber corrido, iba a detenerlo. Recuerdo que al pasar cerca de la familia con la pelota, la niña me sonrió, con una dulce carita llena de inocencia y llena de expectativa. Y luego no recuerdo más.

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