El Pintor

Steven Salas Cajina
Relatos sueltos
Published in
6 min readOct 26, 2015

Escala de grises muerte.

Me encontraba entre los pinceles de cerdas sintéticas, una completa estafa, y los de cabello animal, puro lujo de pony y ardilla siberiana. Llevaba varios meses que lo único que compraba era papel, para mi propio bien, me concentraba en lo blanco y en la nada. Lo esencial para crear. Mientras continuaba viendo todos esos pinceles, caí en la de idea de obtener uno más. Para pintar y para jugar. Un nuevo pincel siempre me alegra el día, la semana, y si el uso continua pues también la sonrisa.

Para mí es un trabajo meticuloso, cada cerda, el mango, que tan ajustado se encuentra, otra vez a la suavidad de las cerdas. Todo detalle es indispensable de precisar. Si la oferta de pinceles en esta tienda fuera mayor, podría durar horas decidiendo, probando, tactando, sintiendo y sonriendo. Todo eso en repetición continua hasta elegir el indicado.

Para el ojo de los que han sido testigos, mi poder de indecisión es un don maldito. Pero acá, frente a los pinceles redondos y planos. La indecisión es una curaduría que comienza desde las herramientas, todo el respeto que le tengo al arte y a la esperanzada entrega que le doy al mismo. Pues merece lo mejor. Lo que me sienta bien. La mano es la que elige. Esa rara combinación de fluidez con honestidad, fuera de la norma superficial del siglo XXI.

Una brisa diminuta y momentánea me refresca el alma. Y ahí lo encuentro, escondido en todos esos estantes. Hoy podría, o no debería, llevar un pincel de lengua de gato, tal vez sería una mejor opción uno de daga. Nunca he tenido uno de daga…

En ese instante el pensamiento se rompe a la mitad. El estruendo del metal. La idea se resquebraja nuevamente por el crujido del metal en la entrada. Instintivamente volteo la cabeza en el son de alarma, o tal vez por curiosidad. Es una silla de ruedas la que choca con una pequeña barra de metal que sale del piso. La empuja una señora, una, dos veces. Otra vez. Es inútil. El sonido persiste mientras la silla se balancea con un inmóvil huésped sobre ella. Por detrás aparece un joven alto y de manos largas, toma la silla con esas manos largas. La empuja. Una vez más.

Lograron entrar.

De inmediato son atendidos no por uno sino por dos encargados de la tienda. Ambos salen sonrientes sobre los tres clientes. Ambos lanzan saludos y distintas preguntas que se distorsionan una sobre la voz del otro. Inentendible. Siguen sonrientes. Uno voltea hacia el otro y hace esta mueca de, “yo me encargo”. El otro le responde con esta mueca de “otra vez”, y se retira como un perdedor. La sonrisa desaparece con él detrás del estante.

Estoy a salvo, suerte la mía. Puedo volver a los pinceles.

Pasaron varios minutos, yo continuaba en la búsqueda del pincel pero aún nada. Miraba los estantes, observaba los precios y jalaba las cerdas. Pasaba al siguiente estante. Otra vez las cerdas. Sigo caminando hasta al final del estante. Mi paso termina. Al final se encontraba la silla de ruedas.

Sobre la silla descansaba, o se moría, un tipo mayor con canas que salían de una pequeña boina desteñida de cuadros azules y rojos, llevaba unos clásicos lentes oscuros marca Ray Ban y su rostro caía como vencido por el tiempo. Sus manos descansaban a los lados de la silla, la derecha la tenía apretada con los dedos retorcidos entre sí, la izquierda estaba suelta, extendida y libre. Se mantenía abrigado por un chaleco, que tal vez algún día en el pasado fue de su talla. Hoy continua dando abrigo. Toda la imagen terminaba con sus extremidades arropadas por una cobija color índigo, azul oscuro para los ignorantes.

El encargado de la tienda conversaba con la señora, quien se mantenía seria y con cara de no entender muy bien de lo que hacía en ese lugar. El joven alto, se encontraba al lado de la silla. Miraba los estantes, volteaba la cabeza de un lado al otro. Desde allá arriba debería de tener una gran vista. Caminó hacia el centro del estante y tomó unos pinceles para óleo de mango largo. Volvió y se acerco al oído del anciano en silla de ruedas, le repitió algo que no llegué a escuchar. El anciano levantó la mano derecha toda apretujada en sí misma, y tocó las cerdas del pincel. Lo hizo cuatro veces con cada uno de los pinceles que el joven le acercaba con aquellas largas manos. Eran un pincel de tamaño 2, 6 y un 12. Se veían que eran excelentes pinceles para óleo, yo los llevaría pero lo mío es la acuarela. El joven regresó al oído del anciano, se levantó y le dio los pinceles al encargado. Volvió al estante y ahora tomó un 0, un 4 y un 7, además de un par de brochas. El anciano levantó la mano izquierda y acariciaba las cerdas. Cuando tenía el el 4 en su mano, lanzó un murmuro. El joven se acercó, tomó el pincel y lo puso de vuelta. Lo cambio por un 5. El pincel número 5 pasó al ritual del anciano y por su aprobación. Las brochas también las revisó, las tomaba del mango y las agitaba con mucha fuerza, con la fuerza de un muerto.

Mientras el encargado de la tienda metía todos aquellos lujosos pinceles en una bolsa y comenzaba a escribir en una factura. El joven le hablaba fuerte al oído del anciano. Logré escuchar que le dijo “rojo cadmio”, y el anciano asintió con la cabeza. El joven le pidió dos tubos de rojo cadmio al encargado de la tienda, y de inmediato el encargado desapareció y reapareció con el pedido. El joven retornó al oído del anciano y ahora fue “azul cerúleo”, el anciano tocó dos veces con la mano derecha el brazo del joven, lo que me pareció una especie de código de negación, y así lo era. El joven no hizo nada y exclamó de inmediato “azul cobalto”,el anciano asintió nuevamente. El proceso se repitió unas cinco veces, con ese código muy de ellos.

Mientras tanto la señora se mantuvo agarrada de la silla de ruedas todo el tiempo, como si fuera un accesorio más, una parte más de la mecánica de aquel instrumento de movilización.

Yo tenía la mirada sobre los pinceles, pero en ese instante me percaté y a la vez confirmé que aquel anciano no era más que “El pintor”. Era la segunda vez que me cruzaba con él. La primera fue durante el 2011 en una exposición a la que me colé durante una noche de martes, con vino y aperitivos de atún enlatado. “El pintor” era el invitado de honor, llevaba sus lentes oscuros, una bufanda, sus canas y su cobija. En esa ocasión era su esposa la que jalaba de la silla de ruedas. Era hermosa, llena de vida y con el cabello completamente blanco. No estoy seguro si el pintor se percataba pero todos deseaban saludarlo, todos deseaban darle la mano al maestro.

Hoy estaba a mi lado, comprando pinceles. ¿Cuántas veces más compraría pinceles? — pensé y tragué hacia dentro.

El tipo se desmoronaba y seguía pintando. Su obra venía decayendo en técnica con el pasar de los años y con las desgracias que le traía el deterioro de su cuerpo. Burlar a la muerte, te deja el cuerpo a medias. A esas alturas todos entendían, o yo lo sabía muy bien de que no se trataba de prestigio. El anciano sabía pintar y fue lo que hizo toda su vida. Pintó todo lo que pudo y lo seguía haciendo. Y ¿qué tal retirarse con dignidad? Era una opción, pero ahí en ese lugar, en esa silla, mientras la señora arrugaba la cara de desgraciada, el alto joven gentilmente le pasaba los papeles más finos de la tienda y el encargado sonreía por su nueva venta del día, yo por primera vez vi un final que me gustaría tener.

La última obra de un pintor, el retrato de la misma muerte.

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Steven Salas Cajina
Relatos sueltos

Children illustrator and storyteller — Costa Rica. 🇨🇷 In love of watercolors, aventures and monsters.