Ella ya se va

Steven Salas Cajina
Relatos sueltos
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4 min readSep 22, 2015

Y yo me quedo acá.

Cuando se abrieron la puertas me dio ese vacío estomacal que te jala hacia tu propio centro, con todo ese inmenso techo sobre mí, con todo ese pasillo amplio y limpio a mi alrededor. La gente se cruzaba de un lado a otro, las filas, los uniformes, las rueditas en el piso, el papeleo, el dinero y las ideas de muerte en el inconsciente del aire. Todo eso para que el vacío creciera. Un asco. Todo muy clínico. Muy blanco.

Yo jalaba la maleta mientras ella buscaba un poco de dinero para pagar los impuestos de viaje.

Las burbujitas en el esófago traen mal sabor en la boca. El vació tenía más peso, como que me traga a mí mismo. El mal sabor al antibiótico de las 4:00 a.m. se hacía más fuerte.

Y ahí me quedé haciendo fila por ella.

Me alejé un instante. Solo ella podía hacer el trámite de pago. Caminé mientras escuchaba conversaciones que no entendía. Me divertía. Así me perdí detrás de un grupo que caminaba hacias las puertas de abordaje. Justo atrás de una familia rubia, bien vestida y hermosa, pero sin el padre. Doblaron a la derecha, y se metieron en la puerta de abordaje número tres con destino a Dinamarca.

Ahora solo escuchaba las rueditas y los tenis deportivos rechinar en el piso. Continué y de repente me sentí diminuto. Estaba rodeado de tipos altos, muy altos. Gigantes del norte, de esos que no les tomó ni tiempo ni energía ser así de altos. Detrás de mí salieron dos aún más altos, me pasaron de lado. Y siguieron caminando mientras se hablaban directo a la cara. Para ellos el resto no existía. Todo era insignificante. Chocaron los nudillos y se perdieron al fondo de las puertas de abordaje.

Yo giré hacia la izquierda y entré al baño de hombres.

Mientras me lavaba las manos había un tipo golpeando una maleta. Por alguna razón pensé si habrían cámaras en el baño. Por supuesto que no, pero y si las habían vendrían a detener a este tipo que le pegaba una paliza a su propia maleta. Upercut. El tipo le daba más fuerte a la maleta. Le dio tres golpes más y subió las manos para acomodarse el cuello. Yo me le quedé mirando todo el tiempo mientras me enjabonaba las manos, pero de mi ni se percató. Levantó la maleta, le sacó la manija y salió del baño con un rostro tan sereno.

Me encanta este lugar, pensé mientras me secaba las manos, tal vez, si no fuera tan limpio podría pasar más a menudo.

Me puse a buscar un libro para ella. Eran 14 horas de vuelo. Merecía una buena lectura. Sinsajo, 50 sombras de Grey, 100 días de felicidad. Cuanta mierda ponía a consumir esta librería a los turistas. De repente Cohelo… en inglés. Serían 14 largas horas para ella. Lo siento cariño.

Dí una vuelta en el stand de comida. Habían barritas de carne seca, sabor peperoni y teriyaki. Después de todo este lugar no estaba tan limpio como pensaba. Salí de vuelta hacia la fila.

En medio de los stands de comida y venta libros, había una publicidad que me invitaba a viajar con mis maletas seguras. En el afiche salían dos niños cagados del miedo en una balsa y un tiburón sonría mientras los atacaba. Nunca entendía la idea. Pero justo en la colosal boca de la bestia marina había un pequeño agujero, de esos para asomar el rostro y click, una fotografía de lo más bonita. Pero el agujero solo serviría para que otro niño, de 2 o 3 años, asomara su tierna carita por ahí. ¿Qué madre desearía una foto de su hijo en medio de las mandíbulas de esa bestia? Lo imaginé y me réi.

Yo sería un mal de padre.

Durante mi recorrido me topé de frente con un cura. Fueron dos veces, uno justo cuando entré. Luego al lado de las filas de dónde se revisa el equipaje. Parecia sacado de una pelicula de terror. Con sus canas perfectamente blancas, con su calva y su bigote bien cortado. La vestimenta era clásica, todo de negro hasta el cuello. En el pecho lo cubría una cruz, pero que cruz. En mi vida había visto una cruz de ese tamaño. Colgaba de una cadena de platino, se veía ancestral, mágica. Un pieza medieval para castigar a los pecadores. Tenía unas pequeñas piedras rojisas que atacaban a la luz. Les díría que rubís. Pero yo de piedras preciosas no sé nada.

Podría ser un gran exorcista europeo luchando contra demonios tercermundistas en el país más feliz del mundo. Un éxito de taquillo. De repente lo perdí de vista.

No logré ver hacía dónde se metió después de cruzarse conmigo. Perdí la fé nuevamente. Me quedé pensando en esa cruz, qué cruz. De seguro su viaje sería sin turbulencias, esa cruz lo salvaría de cualquier desgracia. O de alguna crisis ecónomica. Dios quiera que no…

Ella se fue 25 minutos a hacer fila, le esperaba una revisión del equipaje de mano. Yo me quedé en el límite hasta donde me dejaban. La seguía con la vista cada paso. A veces la perdía, ella es baja de estatura. Y de repente se veía el pequeño moño de cabello recogido. Otra vez se perdió. Ya no la encontré, me di media vuelta y salí por aquella gran puerta.

Me ofrecieron tres veces un taxi. No lo quería y no lo necesitaba. Quería caminar.

Bajé por la rampa de entrada. A la derecha se encontraban las paradas de autobus. No tuve que esperar. El bus se detuvo enfrente, alcé la mirada y le pregunté al chofer que cuánto costaba el pasaje. Me escupió mientras decía la cifra, 560 colones. Me senté en los asientos de la derecha, ahí no me pegaba el sol.

Aún tenía agruras por el antibiótico. Ella ya se iba, y yo me quedo acá.

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Steven Salas Cajina
Relatos sueltos

Children illustrator and storyteller — Costa Rica. 🇨🇷 In love of watercolors, aventures and monsters.