Sobre las nubes

Steven Salas Cajina
Relatos sueltos
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4 min readNov 19, 2015

La vida la veo diminuta y la muerte la siento inmensa.

La primera vez que me monté en un avión, fue en uno de Lacsa y yo tenía 6 años. Estaba todo el grupo del kinder, solo faltaba Guillermo pero nadie se dio cuenta hasta el día siguiente. Nos guiaba la ñiña Marieta, los más pequeños de la mano, el resto solo caminaba en fila por medio de los amplios pasillos del Juan Santa María, ahí en medio de todo ese sol de Alajuela, fila india de menor a mayor.

Pronto se nos unieron dos mujeres altas, o muy bajas pero con tacones muy altos, ambas estaban uniformadas, tenían un broche dorado que brillaba con la luz de esa mañana y sonreían con mucho maquillaje que se centraba en aquellos labios rojos. Rojos como los de mi mamá. Nos saludaron a cada uno, a algunos les dieron grandes besos que sacaron muchas muecas y varias manchas rojizas en las mejillas. Caminamos más hasta una gran compuerta, era una especie de pequeño túnel que conectaba con aquella gran máquina voladora. La promesa de aquella mañana.

Cada uno de nosotros pasaba y nos acomodaban en aquellos inmensos asientos que tenía una pequeña mesita en frente, algunos ya las habíamos comenzado a usar sin ningún permiso o aviso. Recuerdo que me tocó sentarme en medio de Catalina y de Cristal, ellas todas dulces, coquetas y correctas. Yo estaba muy entusiasmado y no podía controlarme. Miraba todo, traveseaba todo. Sobre el asiento habían varios botones, esos no los alcance, una gran lástima, pero en ese momento volvieron a reaparecer aquellas señoras uniformadas, sonrientes y maquilladas.

Traían bebidas en una mesita que rodaba sobre el pequeño pasillo en medio de los asientos. La que venía de primera le entregaba a cada uno un pequeño vasito con hielo, inmenso y frío en nuestras manos. La segunda lo llenaba de Coca Cola, dulce y oscura gaseosa. Eso era un tesoro para un niño de seis años de los 90, sobre todo para uno de San Rafael de Heredia.

Recuerdo muy bien el dulce sabor del refresco, me lo terminé en tres sorbos, y me quedé ahí mirando como el hielo se derretía mientras esperaba que aquel colosal vehículo comenzara el despegue. Pero el despegue nunca llegó, ahí nos quedamos hasta que el todo aquel hielo se derritió.

Nos comenzaron a bajar en parejas, otra vez armar la fila india, pero antes había que devolver el vaso. Catalina y Cristal lo devolvieron. Las señoras sonrieron con esos labios rojos. Yo me lo dejé. Y me sonrieron aún más.

Yo no sonreí.

La primera vez que me monté en un avión y despegó, fue en uno de Aeroméxico y yo tenía 27 años. Era medio día y el avión llevaba muy pocos tripulantes. Nos dejaron llevar las dos maletas con nosotros y elegimos los asientos. Yo iba con mi mejor amigo al lado, él me dejó la ventana como una especie de cortesía por ser el novato. Él sabía que era mi primer vuelo. Él sabía que yo iba aterrado.

Cuando el avión comenzó a movilizarse por la pista para prepararse a despegar, caí en la idea que toda aquella máquina metal, tuercas y gasolina alzaría vuelo sobre los aires, las manos me comenzaron a llorar y yo comencé a sonreír como quien oculta un secreto muy triste.

El secreto era la idea que no cesaba, la idea que todos tiene pero nadie la dice, la idea de la muerte. Ahí afuera, ahí arriba. Escondida detrás de las nubes. La muerte se esconde cuando las nubes toman formas de animales inofensivos, son puros disfraces de la muerte blanca.

El avión despega, mi pecho se encoge, mi vista se retira de la ventana. Veo a mi amigo, él sentado ahí como si nada pasara. Pero allá va esa inmensidad de metal por los aires. El milagro del hombre volando libre por los aires. Yo ahora tengo un nudo en el estomágo, las manos sollazan. Volteo nuevamente hacia la ventana, y ahí estamos en las alturas. El Juan Santamaría nunca me había parecido tan diminuto.

Durante la primer hora siento la inclinación del avión en el pecho, los descensos los sientos en el alma. No hay turbulencia, yo no lo sé porque no lo he vivido, pero no hay turbulencia y el pecho aprieta. Insisto en ver por la ventana esa gran ala de acero, que se mueve y vibra con el ascenso. En la cabeza solo siento muerte.

Atravesamos las nubes.

Termina el ascenso, lo anuncia las voz del piloto por medio de los parlantes que sobre salen sobre le asiento. Luz verde. Todo mundo puede desabrocharse los cinturones, ir al baño, ser consumistas sin impuestos. Yo sigo con el cinturon bien ajustado.

El vuelo es tranquilo, pasivo, nada se mueve. Nunca conocí lo que era una turbulencia. El cielo es realmente azul allá arriba. Le damos reproducción a una película mientras llegamos a nuestro destino. Yo volteo una vez más a la ventana, sobre las nubes la vida la veo diminuta pero la muerte la siento inmensa.

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Steven Salas Cajina
Relatos sueltos

Children illustrator and storyteller — Costa Rica. 🇨🇷 In love of watercolors, aventures and monsters.